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Disociación.

Espasmos. El pecho se contraía en extasiados gemidos que soplaban calientes contra sus oídos, entrando ardientes por su piel, sumergido en el deslumbrante aislamiento. Cegado por las telas blancas que sus endemoniados ojos se habían ganado. Miraba. Escuchaba. Ese pecho ajeno inflado de temblores bajo el fino pijama de mimbre tejido para ese azorante invierno que era olvidada por ese hirviente compañero. Meciendo sus caderas contra algún objeto. Mordió sus labios resecos llenando desde su paladar una ligera capa de saliva con sabor a gasolina. Él, que prevalecía perfectamente quieto, era una estatua de yeso en el centro de la habitación. Se mordió los labios resecos llenando desde su paladar una ligera capa de saliva asida.

La calefacción crujía unos metros más por encima de su cabeza, procurando los pisos calientes, y al girar el rostro, al techo de concreto grisáceo, se percató del gorgojo hirviente en la vieja cafetera. Se levantó con lentitud concentrándose en sus piernas cubiertas por los pantalones manchados y la sangre que resbalaba por su mentón cuando sus dientes rompieron su piel. Acaric sus rodillas. Tibio. Cayendo una pequeña gota en el dorso de su mano, acompañando ahora el resto de manchas entre sus dedos de purpurina conchevino. Mugre oscura bajo sus uñas. Tintes oscuros recorriendo los pliegues de sus dedos secos.

A su lado el monitor apagado en su pequeño escritorio se estaba repleto de posticks, billetes regados sobre el teclado y una toalla gris manchada del tinte más vino. Resbalo sus piernas hasta tocar descalzo la tibia madera del suelo.

Cruzó los pasillos, umbrales y portones, todo lo que fuera necesario para acortar el camino. Sus latidos se atiborraban en sus oídos impidiendo que sus pisadas se detuvieran con las enfermeras. Tenia que llegar a el mientras el reloj biológico siguiera corriendo en su interior. Las escenas se repetían y como bien era sabido popularmente, el asesino vuelve a la escena del crimen dos veces. Las paredes blancas se volvían de roble y las ventanas se congelaban por las ventiscas de un invierno que no transcurría. El piso de la cocina congeló sus plantas al erguirse, allí estaba él, en el lugar más transcurrido de la Wammy's House, deslizándose en el viento, lejos del suelo y B alzó la mirada de sus huesudos pies para mirarle colgado de las vigas. La puerta a su espalda crujió.

La empujó, deslumbrándose por la blanca habitación.

Y ahora, aquel hombre destruido, de cabellos chamuscados, dragones de fuego quemados en su piel, gruñía amenazante con los ojos cubiertos y las blancas mantas manchadas de sangre.

-¿Porque has venido?...

Mordió su labio mandando salir a los doctores que lo rodeaban con un suave asentimiento. El lugar no estaba limpio, la puerta estaba raspada del claro intento infructífero por los doctores para detenerle. Y en la pared sobre la cama aun rezaba ensangrentado el mantra que declaraba sus vidas. Su cuerpo no cedía a los sedantes y cuando al fin observó las cuatro paredes el oxígeno volvió a correr congelado por su garganta.

Tomo la silla del comedor y se sentó frente a las puertas mientras detrás de él la piel se volvía gris, el aliento se había extinguido y la vida se había esfumado.

Dejó caer su cabeza a un costado, rendido, al fin dejando huir la adrenalina que imponía a los químicos hacer su trabajo. El cansancio hormigueaba en sus ardientes muñecas, robándole las ganas de gritar que se pegaban a su garganta como un molesto trozo de migajón contra su paladar.

-Grh...

Gruñía porque cada vez podía hacer menos hasta que al fin su cuerpo se rindiera. Elle se acercó, lo escuchaba claramente, golpeteando con zapatos que jamás le había visto portar, talvez incluso estuviese descalzo y su audición se hubiese agudizado lo suficiente a este punto. Ya no lo sabía. Respiro profundo mientras dejaba su peso resbalar entre las sabanas, acariciando en su mejilla la suavidad del almohadón.

Cubriendo con sus manos la superficie de la redonda mesa donde las cocineras preparaban la masa para esos grandes banquetes que a Watari le gustaba dar.

Su mentor atesoraba aquello, el silencio. Ese silencio que con los meses aturdía sus oídos como un millón de niños gritando.

-Estoy aquí porque no lograban calmarte. Temían que estuvieses...

Admiro esa sonrisa distante de ser amigable a la que en los últimos meses se adueñó, contrastando con lo calmada de la actitud que fingía tener. El margen que lo separaba del L real.

-¿Y dejar que asesines a otro de nosotros? ¿A otro más...? –Pegó su rostro a la almohada, escondiendo la mitad contra ella, cerrando sus ojos bajo la sucia venda- Otro...

Lawliet calló. Aquí el asesino era él, en contra de la lógica política. Se detuvo a admirarlo, ese cuadro precioso que describía sus futuros cercanos, las paredes manchadas con letras sangrientas y B recostado sobre mantas salpicadas del espeso color carmín. Ambos inertes y expectantes.

-Tengo un nuevo caso –Habló lo suficiente fuerte para espabilar ligeramente a su compañero que trató de erguirse en vano- Asesinatos descontrolados... en Japón.

-Te vas...

Miró su espalda, Lawliet sostenía entre sus manos ambas puertas, dispuesto a cruzar sin siquiera mirar a Alexander que se tambaleaba entre la soga y el suelo. Sin mirar a sus hijos pródigos.

-Lo hare y esta vez no puedo llevarte conmigo.

-¡HA!

Se levantó y camino por esos pasillos del departamento de Quarter Queen, escuchándola musitar las palabras de un viejo libro de texto que solía leer sentada en la cama de su habitación, con sus lentecillos recorridos a la mitad de su nariz. Alzó su rostro de las páginas y le sonrió a quien no era un extraño para una niña de su edad. Inocente.

A donde mirara la sangre de la enfermera se regaba sin consideración marcando los recovecos de las paredes inmaculadas con las palabras de burla, palabras sin sustento. Escritos por un ciego de la vida. B parecía perder cada vez más el sentido. Balbuceaba aquellos nombres inocentes de quienes fueron sus únicas víctimas, aun cuando su piel estaba congelada el corazón de Elle retumbaba ligeramente cuando captaba entre sus balbuceos el nombre de la pequeña. Su cuerpo en la cama estaba frente a sus ojos pero tras los parpados de B volvía a admirar aquella enorme cocina, observando a su compañero colgando de las vigas, removiéndose en un vaivén en el que sus cabellos rubios se congelaban y la piel se amorataba alrededor de su cuello. Con esos lentecillos estrujados en su palma y el bate manchado de sangre descansando sobre la silla donde antes Alexander estuviera de pie.

B lo había perdido todo. Incluso si había intentado suicidarse ahora no le resultaba algo nuevo a su falso gemelo. Cada día era atormentado por sus recuerdos, fallas y trastornos que se forjaron tras las perdidas y el desprecio, arraigándose con entusiasmo a su ser. No tenía salvación.

Una copia jamás podría ser una extensión ni mucho menos el original.

B estaba perdido y L lo estaba aún más al ver su rostro.

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