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Capítulo 7


Jesse


Los días pasaban con una celeridad casi pasmosa. Igual que la situación mundial con el Covid19 escaló a niveles nunca antes vistos, por lo menos no en tiempos modernos. Para mediados de marzo a nivel mundial habían 118,000 infectados con el virus y 4,291 muertes.

Entre las medidas a seguir para evitar el contagio con el peligroso virus, además del confinamiento, estaba el uso de las mascarillas, el lavado de manos frecuente y la desinfección con gel anti bacteria.

No perdí contacto con mi familia, y durante algunos días me levantaba directo a por el celular para tratar de comunicarme con la línea aérea que me vendió los boletos de ida y vuelta hasta Puerto Rico, y mientras preparaba el café helado, iniciaba la llamada dejando el móvil en modo sin manos sobre la mesada cerca de mí.

Pasaba horas escuchando la impersonal melodía intercalada con una voz femenina genérica dando las gracias por mi paciencia e indicando que pronto estarían contestando la llamada. Al cuarto día me di por vencido, cansado y aburrido.

Al quinto día estaba casi resignado a quedarme en Puerto Rico por tiempo indefinido y en lugar de volver a tratar de conectarme a una llamada que estaba seguro no tendría frutos, dedique un tiempo a repasar la despensa y el refrigerador para hacerme una idea de cómo estaba la situación con relación a la comida.

En el congelador tenía un buen surtido de comidas congeladas, y varios paquetes de carne de res y pollo. También me percate de que aún contaba con una buena reserva de embutidos y quesos, además de varias cajas de galletas.

Y estuve varios segundos de pie frente a la cesta con frutas, aun frescas y maduras, pensando en la mejor manera de utilizarla, pues no quería tirarla a la basura. Decidí hacerme un batido de banana, manzana y fresas para merendar.

Tiempo después, de pie de cara al hermoso día, disfrutando de la brisa marina mientras bebía a pequeños sorbos un batido de frutas bien frío, el celaje del joven vecino atrajo mi atención.

No era la primera vez, desde nuestro intercambio de palabras un poco acalorado, que veía al hombre haciendo footing, de hecho, admito que en varias ocasiones lo había espiado mientras se ejercitaba en el patio. No podia dejar de admirar su tonificado cuerpo y compararlo con el mío, nada en forma y que lucia una incipiente barriga.

Tampoco negaré, aunque me costo reconocerlo, estar avergonzado de mi actitud, que rayo en la grosería, cuando pasamos palabra la última vez.

Sin embargo, no me animaba ni siquiera a cruzar miradas con él, mucho menos dirigirle la palabra o alguno gesto de saludo.

—Debería de pedirle disculpas, después de todo al parecer vamos a continuar siendo vecinos por algunas semanas más, en el mejor de los casos —mencioné algo distraído mientras acariciaba el suave pelaje dorado de Watson que se mantuvo relajado cerca de mis pies, uno descalzo, el otro, de metal. —. ¿Qué piensas tú, Watson? ¿Crees que debo pedirle disculpas al dueño de Honey? —Al escuchar su nombre el perro abrió los ojos y levantó la vista sin mucho ánimo, adormecido por mis caricias.

—Sé que tu ya lo hubieses hecho, amigo.

Si nosotros los humanos fuéramos tan sencillos como lo eran los perros, apuesto a que nos evitaríamos muchos dolores de cabeza.

No obstante, dejé pasar los días sin animarme, limitándome a verlo pasar solo o con su pequeño perro. Y no fue hasta varios días después que se me presento la oportunidad de acercarme.

Eran más de las cuatro de la tarde, y los rayos del sol se sentían menos fuertes. Yo, cansado de pasar horas viendo noticias entre cuatro paredes, fui a tumbarme en una de la sillas cerca del jacuzzi en la terraza con uno de los libros que traje en mi equipaje, una novela de suspenso tan buena que no podía parar de leer.

Me encontraba tan a gusto e inmerso en la lectura que tardé más de lo normal en darme cuenta del jaleo en el patio vecino. Y algunos segundos más en identificar los gritos del vecino que me sacaron de mi confort.

Fui incapaz de ignorarlo, dejé el libro a un lado sobre la silla y llevé la mirada por una de las aberturas de la valla, atisbado la actividad en la casa vecina.

Pude ver todo el panorama, o mejor dicho, el drama que se estaba dando con el hombre cargando un pesado cilindro de gas propano, que seguramente movió desde su lugar habitual.

Lo vi dejarlo sobre el cemento con un ruido sordo y contra todo lo que hubiese esperado, darle una patada al pequeño tanque que obviamente no sufrió daño alguno.

—¡Maldita sea! —exclamó antes de dar bandazos alrededor del cilindro mientras Honey lo miraba desenfadado desde el umbral de la puerta.

«¡Uff! Eso tiene que haber dolido»—pensé arrugando la boca y no pude evitar rodar los ojos preguntándome a quién se le ocurre hacer algo como eso.

—¡Lo último que me faltaba! ¡No poder usar la estufa! —exclamó en un tono de voz bastante afectado, lleno de frustración y enojo. Y lo primero que pensé fue en que las circunstancias comenzaban a hacer estragos en su personalidad positiva.

En todo momento procuré no moverme, y solo le echaba rápidos e indirectos vistazos. No sabia si él se habia dado cuenta de mi presencia y le daba lo mismo, o si por el contrario tendría un estallido de furia cuando se diera cuenta de que no estaba solo.

Lo escuché gruñir y murmurar cosas sobre la falta de recursos, supuse que se refería a la escases de comida y artículos personales, recordé que vi una noticia sobre aquello recientemente.

Lo cierto era que con cada semana que transcurría la situación, la vida misma en todos los aspectos, se hacía más difícil, retadora y sobre todo incierta.

Mientras lo escuchaba pensaba en los paquetes de carne de res y pollo que tenia en el congelador, y en que mi estufa funcionaba con electricidad. Era ese momento el ideal para acercarme al hombre, disculparme por mi anterior comportamiento y ofrecerle mi ayuda.

Sin embargo, ¿En qué momento comenzó a importarme la vida de ese tipo del que no recordaba su nombre?

«En el momento en que es mejor estar en buenos términos con la única persona más cercana, alguien a quien puedes ayudar y que te puede ayudar de ser necesario»—me dije.

Y me encontré a punto de ponerme de pie para acercarme cuando el hombre giró sobre si mismo y enfilo hacia el interior de la vivienda. Debo de reconocer que me desinfle como un globo, desilusionado y algo desorientado.

Me fui al interior de la mía después de agarrar el libro y llamar enérgicamente a Watson para que me siguiera, tiempo después me entretuve preparando algo de cenar, o mejor dicho, lanzando al interior del microondas una de las comidas congeladas, además de servirle sus croquetas a Watson.

Mientras degustaba la papa majada desabrida y el pedazo de pollo con consistencia chiclosa y sabor a cartón, mirando el noticiero vespertino con el volumen muy bajo, me permití rescatar algunas memorias de mi adolescencia.

Memorias perdidas en el tiempo, debajo de experiencias más recientes, pero que esa noche se hicieron presentes. Quizás motivadas por la atracción que ya para esos días tenia sobre mi el hombre que vivía en la casa vecina.

********


Cuando era niño mi madre y yo viajábamos a Illinois los veranos, mamá había nacido en Chicago y allá, por esos años, aún vivía casi toda su familia. La visita que en ocasiones se extendía por un mes se convirtió en una tradición.

Años más tarde, cuando yo tenía diecisiete años y mis padres se fueron a su segunda luna de miel a Europa, viaje al que por razones obvias no fui invitado, me tocó pasar dos meses en Illinois haciéndole compañía a mi anciana abuela materna.

Recuerdo que mi yo de diecisiete años se sentía dividido, por una parte estaba contento de que el esfuerzo de mis padres tuviese recompensa y que pudieran irse a ese viaje romántico que tanto habían planeado, sin embargo, por otro lado, me sentía desilusionado y frustrado al verme forzado a pasar todo el verano en compañía de mi abuela en aquel suburbio de Chicago, aburridísimo.

Y no era que fuera un chico fiestero, apenas iba a uno que otro cumpleaños o actividad extra escolar a la bolera, a correr patines o al cine con mi grupo de amigos, pero estaba seguro de que la diversión durante mi estadía con la abuela Maggie se limitaría a los viejos juegos de mesa que le encantaba jugar y alguna que otra película que consiguiera en el video club de la esquina. Lo único que me alentaba un poco era la colección de libros que llevaba conmigo.

Así que cuando conocí a Leonardo Vanetto, con su carácter extrovertido y alegre sentí que la amistad que me ofrecía era la respuesta idónea para ponerle algo de emoción a mis aburridos días venideros.

Leo y su madre vivan en uno de los apartamentos que rentaba el señor Robinson, en una casa muy cerca de la ocupada por abuela Maggie. Fue en una de mis caminatas hacia la tienda donde alquilaban películas que Leo y yo coincidimos.

El chico era alto y flaco, de piel aceitunada y cabellos oscuros.

—Gracias a la herencia italiana de mi padre —decía con orgullo. El padre de Leo no vivía con ellos y según supe luego, cumplía una condena de diez años en prisión por no recuerdo que delito.

Sin embargo, para mi eran sus ojos verdes aceituna, heredados de su madre, el rasgo más sobre saliente y hermoso de su rostro.

Ese verano fue el primero y el último en que puedo decir que me comporte como un adolescente rebelde, alocado, e irresponsable al que no le preocupaban mucho las consecuencias de mis actos, consecuencias que estarían en las manos de mis padres cuando regresaran de su viaje.

Recuerdo que veía muy lejos su regreso, como también veía lejos mi separación de Leonardo y probable final de nuestra amistad.

Por aquellos días yo no veía lo dañado de mi nuevo amigo, solo tenia importancia lo divertido que eran los días junto a él. Mucho menos me importaban las advertencias de mi abuela o mis tías sobre la mala juntilla que era ese chico que no iba a la escuela y según algunos vecinos le gustaba lo ajeno.

Yo no quería escuchar y mucho menos darle credibilidad a nada negativo que me dijeran de Leo, porque era mi amigo, un chico divertido que me hacía reír con sus payasadas y al que llegué a sentir muy genuino.

No obstante, con el paso de las semanas, fui conciente de algo más, me di cuenta de que mi atracción hacia Leo no era solo porque la pasaba bien a su lado, o por el cariño fraternal que surgió entre nosotros, sino porque por vez primera en mi vida me sentía atraído sexualmente hacia otro varón.

Nunca olvidaré el cúmulo de emociones y sentimientos que amenazaban con ahogarme desde el momento en que le di cabida a esa vocecita en mi mente que me susurraba al oído lo hermoso de sus ojos verdes, o lo atractivo que era el gesto en particular que hacia con una de sus manos mientras peinaba sus cabellos hacia atrás.

Y fue cuando esa misma voz comenzó a preguntarme que sentiría al besarlo que decidí no volverlo a ver, rogando porque las tres semanas que faltaban para volver a Ohio pasaran volando.

Recuerdo que me mantuve alejado de él, me negaba a salir de la casa, ni siquiera iba a hacer el mandado. Mi actitud, lejos de preocupar a mi abuela, la tranquilizo pues pensaba que finalmente el buen juicio le habia ganado a la locura, jamás sospecho que el miedo y la vergüenza fruto de aquellos sentimientos por Leo eran los que evitaban que lo continuara frecuentando.

En aquellos días vivía con miedo a que alguien se diera cuenta de la atracción, según yo indebida que sentía por el chico, y sentía verdadero pavor de que fuera él mismo, el que se percatara, imaginarlo me paralizaba.

Incluso años después cuando llegaba a mi mente el recuerdo de aquella época y de Leonardo, me apuraba para volverla a echar a un rincón de mi mente, pues esa parte de mi vida a nadie se la habia revelado nunca.

Han pasado muchísimos años de ese verano, el último en Chicago. Jamás regresé, pues mi abuela murió meses después y ni siquiera me animé a ir a su despedida. Me negaba a un nuevo encuentro con Leonardo, a quien tampoco volví a ver.

Años después conocí a Blanche y hice mi vida a su lado. Era feliz en mi matrimonio, nos llevábamos bien en todos los aspectos y nunca volví a sentirme atraído por alguien más. Contrario a algunos matrimonios no sentí la necesidad de mirar a alguien más, independientemente de se género.

Ya de adulto pude darle nombre a lo que me sucedió con Leo, ser consciente de mi bisexualidad y aceptarme sin ningún problema.

Esa noche no solo me vi bombardeado por esos añejos recuerdos, sino que no pude evitar comparar a Leonardo con el atractivo vecino, aceptando que por primera vez en más de dos décadas, otro varón despertaba en mi una curiosa atracción.


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