Capítulo 3
Jesse
En cuanto el vecino se marchó con la perra, que resulto ser perro, y bajo las demostraciones de cariño de Watson después de su nefasto comportamiento, el enojo que se había apoderado de mi fue desapareciendo, sustituido por un ataque de risas que sin previo aviso hizo sacudir mis hombros.
Por algunos segundos fui incapaz de contenerme, incluso cuando un incipiente dolorcito de estómago, producto de las risas, comenzó a hacerse presente.
Hacía tiempo que no me reía con ganas.
No podía dejar de pensar en toda la situación con Watson, en la pequeña de lazos llamada Honey, que resulto ser de género masculino, y sobre todo, en la atónita expresión de su dueño cuando le respondí a gritos, no una, sino varias veces.
Aunque reconocí, tarde, que no debí perder los estribos de aquella manera. Era algo que me sorprendía y avergonzaba a partes iguales, y siempre, después de mi último episodio de ira me juraba que no volvería a pasar.
Habían pasado semanas desde mi último estallido de rabia, esa emoción que desde mi accidente se me hacía difícil manejar, aun después de varias secciones con mi psiquiatra.
Blanche y su novio Harvey fueron el blanco de mi penúltima explosión iracunda cuando coincidimos en un restaurant. Aquel si fue tremendo espectáculo, yo había bebido demás y no me guarde nada de lo que sentía.
Aquella noche, aún estoy convencido de que si Reuben no hubiese estado conmigo la situación hubiera escalado, pues los deseos de echarme encima de aquel niño de cara bonita a quien no le importo enamorar a una mujer casada, semanas después de nuestro encuentro, se sentían reales.
Por días, luego del incidente, pensé mucho en que unos cuantos golpes sobre el lindo rostro de Harvey no solo le hubiesen dado una lesión, sino que las cicatrices serian un recuerdo.
«Un recuerdo del cabrón al que le cogió la mujer, pero que le dejo marcado su rostro de muñeco»—pensaba, porque si había algo que no podía negarse, era la belleza, casi angelical, del tipo que me sustituyo.
Esos pensamientos cruzaron nuevamente por mi mente, mientras echaba el cuerpo hacia atrás acostándome cuan largo era sobre el caliente asfalto, sin embargo, no hicieron mella en mi ataque de risas.
Con Watson acostado junto a mí, me pregunté como diantres me levantaría del suelo.
—¿Señor Jesse?
Intenté mirar en pos del llamado de mi nombre, pero no lo conseguí. María, con su bolso apretado al pecho se acerco a mi hasta que pude mirarla desde abajo, la chica me observaba con cautela, de seguro, preguntándose que hacia en aquella ridícula posición.
Justo ahí escuché el motor de un vehículo de motor acercándose.
«Lo único que hace falta para esta cadena de absurdos, es ser atropellado»—pensé antes de que con gran esfuerzo incorporaba la parte superior de mi cuerpo, de costado, apoyándome mi codo izquierdo sobre el áspero asfalto.
El ataque de risa fue sustituido por una sonrisa forzada.
Llevé la mirada nuevamente hacia Maria quien a su vez tenia puesta su atención en la persona que se acercaba, el mismo que había dejado estacionado un viejo carro del que no alcanzaba a ver modelo o marca.
Al chico ya lo habia visto antes, era el esposo de María, Melvin.
La pareja intercambio palabras en español, fue evidente e incómodo, pues supe que hablaban de mi, mientras recuerdo, que yo no veía la hora de que me ayudaran a ponerme de pie.
Podía haber intentado hacerlo solo, pero estaba inseguro. Sentía la convincion de que el encaje protésico de alguna manera había perdido agarre y podría safarse del muñón si hacia algún movimiento brusco.
Entre María y su esposo Melvin ayudaron a levantarme. El muchacho, definitivamente más expresivo que su esposa, no dejaba de preguntarme por mi bienestar. Poco después, entré a la casa seguido de Watson que troto directo hacia el lugar donde se encontraban sus envases con comida y agua.
—Señor Jesse.
María me había seguido, su esposo a ella, los dos se detuvieron en la terraza antes de las puertas corredizas de cristal.
Para ese momento, mi mente estaba ocupada planeando lo primero que quería hacer, deshacerme de la prótesis, pues comenzaba a sentir algo de dolor en el muñón, luego quería darme una ducha con agua fría, lavar mis cabellos y barba, quitarme de encima las babas de Watson.
—Mañana vendré a traer los encargos para las dos próximas semanas —comentó la joven mujer.
Maria se refería a los alimentos, casi todos enlatados y procesados que yo prefería tener a mano. Odiaba cocinar, y odiaba tener gente pululando en la casa, mientras preparaban de comer, por otro lado amaba la comida chatarra. Blanche decía que era una manera de auto castigarme por un accidente del que no tuve la culpa, pero del que según ella, seguía culpándome.
Decía que parecía querer auto destruirme comiendo cualquier cosa, en vez de llevar una dieta saludable, como ella. Yo me encogía de hombros restándole importancia a sus análisis, mientras disfrutaba de algunas galletas de mantequilla, mis preferidas, con algo de jamón dulce y queso cheddar.
Prácticamente podría vivir comiendo aquello, y bebiendo café. Lo único que no habia cambiado de mis antiguos hábitos saludables era mi ingesta de agua, más en un lugar tropical como aquella isla.
—Le dejé una bandeja preparada con jamón, queso, aceitunas y pepinillos en la nevera —añadió la chica.
—Muchas gracias por todo, María...Melvin. Si no hubiese sido por ustedes todavía estuviera tirado en la calle —dije, haciendo uso del poco español que dominaba, mientras apoyaba mis manos sobre el mueble con tope en imitación de mármol, parte central de la cocina.
María embozó una tímida sonrisa en tanto su esposo hacia un gesto de despedida con una de sus manos, ambos giraron para retirarse, y yo estaba a punto de irme directo al baño cuando la chica añadió.
—No deje de llamar al señor Reuben, su primo llamó dos veces al teléfono fijo, me pidió que le dijera eso y que por favor encienda el celular.
—Eso haré, que pasen buenas noches...
El día siguiente fue de esos en los que no tenía ánimos para nada, ni siquiera para colocarme la prótesis, así que en cuanto me desperté agarré una de las muletas metálicas y apoyándome en ella avance hacia el cuarto de baño a aliviar mi vejiga.
Hoy pasaría de usar la maldita pierna de metal, también de la caminata diaria con Watson. Mientras me lavaba la cara y los dientes planee un día de ocio extremo, con un buen libro, algo de música suave de fondo y la bandeja con cortes fríos de la que hablo María.
—Creo que es hora de que consigas adelantar tu vuelo de regreso, Jesse —mencionó Reuben cuando me animé a llamarlo. Como ruido de fondo pude escuchar la música de entrada de uno de los noticieros locales del estado de Nueva York — .En cualquier momento la situación mundial va a cambiar.
Cuando me puse en contacto con Reuben, mi primo y dueño de la villa donde me hospedaba, no pudo ocultar la alegría, y el alivio al escuchar mi voz, pero tampoco lo irritante que mi solitaria actitud le parecía.
—Debes de tener una veintena entre llamadas y mensajes de texto míos, Jesse. Eso sin contar las veces que Blanche te llamó, incluso tus hijos están preocupados por tu silencio y trataron de comunicarse contigo, realmente eres desesperantemente desconsiderado.
Lo de las llamadas perdidas y mensajes de texto era cierto.
—Vine hasta acá a desconectar, no ha vivir hablando por celular con los que se quedaron allá. Además...¿para qué quiere Blanche hablar conmigo?
Reuben pasó a hablarme sobre lo que estaba sucediendo con el llamado virus del coronavirus en todo el mundo, y comentó que se esperaba, muy pronto, que la OMS declarara una pandemia.
—Vives desconectado y en una situación como esta es lo peor que puedes hacer. Jamás pensé que esto se iría de las manos, sino, nunca te hubiese animado para que viajaras.
Aquella cepa del virus SARS -CoV-2 surgió en Wuhan, China en diciembre del año dos mil diecinueve, donde al inicio fue llamada una neumonía de origen desconocido, y aunque ya para enero del año en curso la OMS la declaro una emergencia de salud pública de importancia internacional, lo cierto era que eran pocas las restricciones en este lado del mundo, hasta ese momento.
Yo, como muchos otros, conocía de la situación, pero no pensé que fuera a convertirse en algo tan serio como resulto ser.
—Te prometo que trataré de hacer los arreglos con la línea aérea para regresar cuanto antes. —Pensé que era una lástima que no pudiera completar el tiempo que planeaba pasar en la isla.
—Trata de resolver lo del boleto de avión lo más pronto posible, Jesse, la situación no mejorara, todo lo contrario.
Reuben era el tipo más positivo que conocía y su aviso debió de hacer mella en mi, pero no fue así, y procastrine cuanto me dio la gana esas llamadas por hacer.
Recuerdo que después de terminar la conversación ni siquiera encendí el televisor para sintonizar algún noticiero anglosajón en televisión por cable y ver con mis propios ojos lo que estaba sucediendo con aquel contagioso virus, mucho menos intente comunicarme con la línea aérea para buscar cambiar mi boleto.
Esa tarde, ofuscado con los recuerdos que la mención de Blanche provoco en mi, opté por meterme en el jacuzzi que Reuben tenia instalado en una esquina de la terraza. Los intrusivos pensamientos sobre Blanche, nuestro matrimonio y más reciente y amargo, su engaño con el rostro bonito de Harvey, iban y venían, mientras ponía todo mi empeño en que las relajantes ondas del jacuzzi hicieran su trabajo.
Sin embargo, esos pensamientos, una vez se instalaban en mi psiquis, era muy poco lo que podía hacer para alejarlos, solo los dejaba fluir, y casi siempre pasaba de la añoranza de un amor perdido, a la rabia que me provocaba la traición de la que por décadas fue mi esposa.
Blanche Mc Gregor y yo habíamos estado juntos desde que teníamos dieciocho años, fuimos dos jóvenes enamorados que se lanzaron juntos a la aventura de la vida universitaria, sus sueños eran ser enfermera, yo soñaba con ser médico cirujano.
Recuerdo cuando nos embarazamos, así le decía yo.
A finales del año mil novecientos noventa y dos, Blanche quedo embarazada. Fue cuando unimos nuestras vidas en una boda civil, y celebramos nuestra intima, muy intima recepción, solo fuimos nosotros dos, en un viejo banco del Central Park comiendo pizza de pepperoni. Ella bebiendo una malteada de fresa, su preferida, yo, disfrutando de un té helado de limón.
Éramos jóvenes, estábamos muy enamorados y veíamos con mucha ilusión nuestro futuro.
Meses después, nació nuestro primer hijo, Nicholas, y dos años más tarde, Imogen, nombrada así en honor a la abuela materna de Blanche.
Por aquellos años, Blanche se quedaba en la casa con los niños, ella había puesto en pausa sus estudios, mientras yo trabajaba en una tienda departamental de día e iba a la universidad de noche. Fueron tiempos de sacrificio, pero bien valieron la pena, pues años después, pude terminar la carrera.
Por esos meses Blanche retomó sus estudios, nos mudamos a las afueras de Nueva York, y la prosperidad económica no se hizo esperar.
Como familia éramos unidos, funcionábamos muy bien y nuestros hijos eran sanos y felices.
Como pareja, el respeto y el amor entre ella y yo aun latía fuerte y real.
Siempre recuerdo una ocasión especial, era la cena de navidad unos meses antes de que toda mi vida se pusiera de cabeza, la familia reunida alrededor de la enorme mesa del comedor engalanada festivamente, y ofreciendo a los comensales deliciosos alimentos que desgustar.
Puedo rememorarme con una copa rebosante de helado champaña en la mano, alzándola y brindando, feliz y orgulloso, dando gracias interiormente por la vida que vivía, y deseando salud y bienaventuranza para todos los allí reunidos.
Eso fue en diciembre del año dos mil trece. Antes de las próximas festividades de navidad del siguiente año, ya me había convertido en la sombra del hombre que un día fui.
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