Capítulo 1
Jesse Theodore Davies
Rincón, Puerto Rico
Marzo 2020
Desperté siendo consciente del agudo dolor en mi pierna derecha, en tanto una especie de fuerte estallido, seguido por un alboroto y fuertes voces, terminaban por despabilarme.
Al escuchar tal escandalera, un poco desorientado, lo primero que me preocupo fue lo cerca que se escuchaba, como si las personas estuviesen en la sala de la casa, pero pronto ubique sus voces, dándome cuenta de que, no por primera vez desde que estaba allí, escuchaba a los vecinos en uno de sus frecuentes altercados.
Con bastante agilidad me incorpore sobre el colchón, volviendo a sentir la familiar punzada de dolor en mi inexistente pierna derecha. Ese dolor fantasma que la mayoría de las personas con amputaciones experimentaba de vez en vez.
Existían medicamentos para aliviar ese extraño malestar tan común, la incómoda sensación de que todavía tienes la extremidad que hace un tiempo perdiste, pero yo habia optado por no tomarlas, pues no me gustaban los efectos secundarios. Ponerme en movimiento siempre resultaba en alivio.
—¡No sé para que vine contigo!
A aquella frase, dicha en tono indignado y con mucha rabia por uno de los jóvenes ocupantes de la villa vecina, le siguieron algunas palabras altisonantes y de vuelta, aunque menos estruendoso, el cantazo de una de las puertas sobre su marco.
Conseguí acomodarme mejor, apoyando la espalda sobre la base de madera, y disfrutando con los párpados cerrados del abrupto silencio exterior que solo perturbaba el ocasional ruido de un carro transitando por la unidireccional calle vecinal que albergaba unas cuantas villas vacacionales.
También se podía apreciar alguna conversación ininteligible, o la melodía de una rítmica canción de la cual no entendía su letra, y si prestaba mucha atención, incluso podía captar el no tan lejano murmullo de las olas del mar al romper en la orilla.
Un rápido vistazo al reloj digital sobre una de las mesas al lado de la cama, me indicó la hora, casi las once de la mañana, una hora bastante tarde para comenzar el día, desde mi punto de vista.
Por lo general era un hombre madrugador, siempre lo fui y creo que ese habito me ayudo a lo largo de mi vida estudiantil y laboral.
Por esos días, sin las responsabilidades de antaño, todavía me costaba conseguirle el encanto a levantarme después de las seis de la mañana, sin embargo, el insomnio que había hecho su debut de la nada, provocaba que se me hiciera cada vez más difícil levantarme temprano, además, como diría mi primo Reuben, estaba de vacaciones.
Unas vacaciones casi forzosas.
Después del ocaso de un matrimonio que pensé seria para toda la vida.
Momentos después me impulse hasta el borde del colchón dejando atrás la fina sábana que me echaba encima cuando la noche refrescaba. Con un clima tropical durante todo el año, aquello era más que suficiente.
Fue imposible no llevar la mirada sobre el muñón que quedaba de mi pierna derecha, y aunque ya estaba acostumbrado a la visión, era una de las cosas que no podía evitar hacer y aún me provocaba cierta ansiedad.
Era mirarlo y mentalmente sumar un día más a esos casi seis años desde el accidente automovilístico, en el cual no solo perdí la pierna derecha desde la mitad del muslo, sino los movimientos, casi en su totalidad, de mi mano derecha.
Dejé escapar un suspiro antes de extender mi brazo izquierdo y agarrar lo necesario, entre ellas la prótesis que necesitaba para movilizarme. Con cuidado y mucha concentración la coloqué y aseguré.
Aunque era diestro, a raíz del accidente habia tenido que desarrollar destrezas con mi siniestra.
Ya para esos momentos, con el sol casi en su cenit se comenzaba a notar el ascenso de la temperatura, aun cuando el ambiente dentro de la casa, con múltiples ventanas con persianas y varios abanicos de techo, se mantenía fresco.
Un movimiento en la puerta entreabierta de la habitación atrajo mi mirada, Watson, mi enorme perro de compañía, un Golden Retriever de un año, asomó su peluda cabeza antes de abrirse paso hacia el interior con la alegría que lo caracterizaba.
—Buenas tardes, amigo.
Watson se acerco moviendo su cola para pegar su mojada nariz a mi mano derecha a modo de saludo. Era muy poca la movilidad de esa extremidad, pero suficiente para brindarle leves caricias. Watson buscaba mi mirada con sus ojos, esos que parecían entenderme cada vez que le hablaba.
—Lamento haber dormido más de lo normal, pero enseguida te sirvo la comida.
Largos minutos después observaba a Watson comer las croquetas, mientras bebía a sorbos mi café con leche, por lo general lo prefería caliente, pero con las altas temperaturas en esta isla caribeña se me apetecía sobre mucho hielo.
Hacia un poco más de una semana que me encontraba en aquella villa cuyo peculiar nombre era ¨Sobre el arcoíris¨. Se trataba de una construcción en madera y cemento, amplia y fresca, con múltiples ventanas con persianas de aluminio que facilitaban la entrada y salida de la brisa proveniente del mar.
La casa contaba con sala, comedor y área de la cocina, además de dos dormitorios con baños privados. Yo había ocupado el más pequeño, el de invitados, aunque el dueño del inmueble, mi primo Reuben, había insistido para que me instalara en el cuarto que él y su prometido, Wyatt, ocupaban cuando venían a vacacionar.
—Hola.
Unos golpecitos sobre la puerta de cristal que llevaba al cuidado patio de la vivienda, precedieron al saludo. Se trataba de María, la chica que se encargaba de la limpieza de la casa, y a quien no había visto por allí en varios días, pues, aunque Reuben le pidió que se encargara de prepararme las tres comidas, yo le insistí, en mi limitado español, que no era necesario, y que solo volviera en los días estipulados para la limpieza del lugar. Lo menos que deseaba era tener a una extraña pululando todo el día por la casa.
—¿Cómo estás, María? Pasa...—Gire un poco el cuerpo para poder mirarla mejor. Watson, enseguida se puso atento, y por unos instantes mantuvo su mirada fija en la persona parada frente a la puerta de cristal, aunque casi de inmediato perdió el interés y siguió en lo suyo.
La chica era muy joven, de unos veintitantos, rellenita, no muy alta y poseedora de un par de enormes ojos oscuros que me miraban con cautela.
Minutos luego, con María moviéndose por la casa ocupada en diferentes tareas, decidí que saldría a mi paseo, que casi siempre hacia en la tarde, después de las tres. Ese día no me importo cambiar un poco la rutina y después de colocarme bastante protector solar y una gorra, salí de la vivienda con Watson junto a mí.
La verdad era que mis caminatas siempre eran agradables, y ese día, a pesar de la hora, no fue la excepción. Mientras caminaba, al paso, con la ayuda de mi confiable bastón, en terrenos desiguales solía llevarlo por seguridad, disfrutaba de la brisa sobre mi rostro y extremidades superiores. Todavía, a pesar de que habían pasado casi seis años del accidente no me animaba a usar pantalones cortos, dejando claramente en evidencia la prótesis.
El camino asfaltado estaba bordeado por altas palmas de coco y otros árboles, mayormente frutales, como limoneros, mango y aguacates que bendecían con su sombra. La brisa también traía consigo el salobre aroma del cercano mar, tan cercano que si hubiese querido, habría podido caminar hasta su orilla.
Watson y yo solíamos caminar hasta el final de la calle y regresar, a ambos nos beneficiaba el ejercicio. Luego, mientras Watson tomaba una siesta a la sombra de un viejo árbol en el patio de la vivienda, yo agarraba una de mis lecturas antes de echarme sobre la enorme hamaca que Reuben había instalado o, como pensaba hacer ese día, me sumergía en las frescas aguas del jacuzzi en una esquina de la terraza.
De vuelta de nuestra caminata diaria, esperando que María estuviese por terminar con las tareas domésticas, nunca fui un hombre extrovertido al que le encantara socializar y hacer amigos por doquier, al contrario, eso me costaba bastante, pero desde el accidente estaba consciente de que aquel rasgo asocial de mi personalidad había ido empeorando, dando paso a una sutil amargura con la que tenia que lidiar un día sí, y el otro también.
Mi carácter huraño y la manera en que me había separado emocionalmente de mi familia después del accidente contribuyo al fracaso de mi matrimonio con Blanche.
Memorias nada gratas de los últimos años inundaron mi mente justo cuando me disponía a girar desde la calle hacia los predios de la villa. Watson, a mi lado, se distrajo, su atención hacia la izquierda. Me detuve justo a tiempo para ver salir de la villa contigua, allí donde se hospedaban ese par de hombres jóvenes cuyas peleas eran casi diarias, a uno de ellos.
Era el de cabello oscuro, el más elocuente, según había podido apreciar cuando de pie frente a las puertas corredizas de la terraza presencie una de sus acaloradas discusiones con su pareja.
—Vamos Watson —A pesar de mi llamado el perro ni siquiera me miró, al contrario. Aunque lo note muy alerta, de inmediato me di cuenta de que su interés estaba sobre un peludo perro blanco con lazos rosas que se mantenía entre las piernas del chico, mientras este cerraba el portón peatonal, antes de iniciar su camino hacia donde quiera que fuera.
Watson era un perro joven bastante obediente, por lo general seguía ordenes, pero no habia pasado por el entrenamiento oficial y necesario para comportarse y acatar instrucciones por encima de sus, en ocasiones, irrefrenables impulsos caninos.
Así que de vez en cuando, como sucedió aquella vez, mi amado amigo perruno se saltaba algunas normas.
«O no, esto es ridículo»—pensé resignado y hastiado, porque sabia que no habia mucho que pudiera hacer para evitar la situacion, mientras veía a mi enorme perro en plena acción alrededor del sorprendido vecino y su pequeño acompañante canino.
—¡No,no,no! ¡tranquilo grandulón!...Honey es demasiado pequeño para ti...—Tuve la impresión de que al vecino todo aquello le divertia.
Mientras que a Watson no parecía importarle los tamaños, mientras retozaba casi pegado al piso y a los pies del vecino, que inclinado, trataba de agarrar a Honey, que reacia y temerosa, no dejaba de moverse entre sus tobillos.
—Watson, amigo, vuelve acá, ¡ahora! —Me desplace lo más rápido que pude los escasos pasos que me separaban del trio.
El vecino se inclino una vez más, esa vez logrando atrapar a la nerviosa perrita, que una vez en sus brazos parecía tratar de subirse sobre su cabeza, huyendo de mi perro.
Si hubiese sido yo, habría aprovechado el momento para volver al interior de la vivienda, sin embargo, el hombre, entre risas, a lo único que parecía prestarle atención era a mantener a Honey apresada entre sus brazos, en tanto daba la impresión de bailar, dando cortos saltos en el mismo lugar, con mi perro manteniendo su posición, y erráticos movimientos, con medio cuerpo a ras del suelo, mientras tenia la cola en alto.
Yo no tenia ni tiempo y menos energía para lidiar más tiempo con eso así que se me ocurrió una idea que no resulto la mejor.
—¡Watson! —vocee su nombre una vez más muy cerca de el, esperanzado, pero el animal parecía estar enajenado ante la presencia del vecino y su adorable perrita.
Apoyándome sobre el bastón en mi mano izquierda, concentre mi esfuerzo no solo en inclinarme lo suficiente para llegar al collar que llevaba Watson, sino para enganchar en su anillo el broche con la correa que siempre llevaba en uno de los bolsillos del pantalón, para casos de emergencia como aquel, el primero al que me enfrentaba.
Afanado por ponerle un alto a la situación no medí mis movimientos, o limitaciones, mucho menos las consecuencias. Y en un momento me encontraba a punto de enganchar la correa en el anillo del collar de Watson, y al siguiente tumbado sobre suelo entre la cuneta y la acera, con Watson saltándome encima, más que dispuesto a demostrarme su entusiasmo entre lametazos llenos de espesa baba.
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