XXIII. No lo olvides.
⊱ ☽ Epílogo ☾ ⊰
ALGUNAS ESCENAS EN ESTE CAPÍTULO PUEDEN RESULTAR PERTURBADORAS.
Leer: "Música y advertencia de contenido."
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Era el atardecer, los últimos rayos de luz pintaron Serendipia de naranja. Sin embargo, la Luna llena se había dejado ver desde el mediodía, Jolly no dudaba de que se trataba de algún tipo de presagio.
Eran días tranquilos en el Bloque Negro. En ese mismo momento Jolly estaba a cargo, ya que Sao se encontraba en Vulpes en una de sus habituales visitas a Vilkas en el Granero de los Árboles Durmientes. Generalmente Lilith iba con ella a la ciudad. Por horas hablaba con Kaira, cocinaba y reía con Wilhelm, o saltaba por los tejados con Meena y el resto de las vigilantes, manchando sus manos con la sangre de cerdos que se hacían llamar hombres.
Esa tarde en particular patrullaba sola por los tejados, intranquila... tenía la extraña sensación de que alguien la vigilaba. Carecía de compañía ya que Wilhelm estaba en el Pozo del Aguamiel, esa noche había torneo de cartas, el hombre asistía con la esperanza de encontrarse con Victoriano. No hubo suerte.
Lilith avanzó por los tejados con facilidad, la nieve caía sobre su cabello. Saltó al tejado del templo de Egot, un reloj enorme debajo de ella. Caminó hasta la punta del tejado, flexionó las piernas y apoyó ambas palmas en el suelo, entre sus piernas. A lo lejos vio un Centinela patrullar por las calles, Lilith arrugó la nariz ante la furia que solo verlos le provocaba. Suspiró e intentó serenarse, no podía repetir el mismo error que en la boda.
Con el ceño fruncido miró sobre su hombro, el Palacio de los Zorros se perdía entre las brumas. En su menté resonó el sonido de la espada decapitando al guardia, luego el golpe de su cabeza sobre el suelo.
—¡Lilith! ¡Necesito que te calmes! —gritó su madre aterrorizada en sus recuerdos... Unas memorias que no recordaba.
En la misma posición frunció el ceño, esforzándose por darle una imagen a aquel recuerdo. La angustia la invadió, sin estar segura por que. Llenó sus pulmones de aire y con los ojos cerrados se giró hacia la Luna, enorme, blanca y bella la observaba. Aquel cielo estaba repleto de lunas, pero ninguna como la de las Diosas, su cercanía resultaba intimidante, como si pudieras tocarla. Retuvo el aire, abrió los ojos y lentamente exhaló. Ahí estaba otra vez esa sensación de que alguien la vigilaba.
Carecía de compañía, pero estaba lejos de sentirse sola. Una sensación con la que no estaba familiarizada.
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En el Palacio de los Zorros, Meena reía incontrolablemente mientras Kaira le mordisqueaba el cuello. Estaban acostadas en la cama de la Princesa, cruzadas en la cama, sobre las sábanas doradas.
Meena le susurró palabras de amor al oído, a Kaira se le escapó una pequeña sonrisa. Solo con sus manos y besos en los labios, estremecieron sus cuerpos con el placer que tan bien conocían juntas.
El problema fue que después se quedaron dormidas.
Kaira despertó sobresaltada, ahogando un pequeño grito. Meena dormía estirada en la cama, con el cabello revuelto. Kaira creyó oír unos pasos, se incorporó y miró hacia el cristal. La plena oscuridad de la noche parecía burlarse de ella.
Otra vez los pasos, esta vez no tuvo duda y se había vuelto experta en identificar de quién se trataba. De un salto se incorporó y rápidamente se colocó su vestido de cama y recogió un diminuto frasco del cajón de su tocador.
Con el corazón a mil, despertó a Meena agitándola sin delicadeza alguna. Cuando abrió los ojos, asustada, Kaira tiró de su brazo poniéndola de pie.
—Debes esconderte, ya no hay tiempo para bajar por la cornisa — susurraba desesperada mientras la empujaba hacia el baño.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —Meena cubría su cuerpo con una sábana, con ojos hinchados por el sueño.— ¿Quién es? ¿Es tu madre?
Se apartó del camino de Kaira, evitando que siguiera empujándola hacia la otra habitación. Con un semblante serio insistió:
—Me prometiste que ya no te golpeaba. Ya lo hablamos, no puedo permitir que te haga daño.
El rostro de Kaira estaba desencajado, respiraba agitadamente reprimiendo el llanto, Meena sintió miedo al verla. La Princesa la tomó de la sábana, la arrastró al baño donde solo había una tina de cobre, un espejo y una ventana en el tejado, podía verse con gran claridad el planeta que cubría la mayor parte del cielo: Pandora. No había puerta ni cortina que separara los dos ambientes.
—Y ya no lo hace, tranquila. —La besó, y se le llenaron los ojos de lágrimas.— Lo siento.
Sin que pudiera reaccionar, Kaira la obligó a tomar una de las pociones amarillas que tenía guardada. Las piernas de Meena perdieron fuerza al instante, Kaira la atajó y la sentó en una esquina del baño, acomodando la sábana para que cubriera bien su cuerpo.
Volvió a disculparse mientras sus ojos se agitaban nerviosos, le besó la frente y apresuradamente, volvió a su habitación.
Durante los últimos meses Lilith le había enseñado las recetas de las pociones, pero Kaira siempre confundía las proporciones. Este caso no fue una excepción. La Sangre de Abeja Reina no llegó a dormir a Meena. Esta no podía moverse, ni hablar, pero se mantenía consciente observando todo. Ante la desesperación Kaira no lo notó.
Confundida y esforzándose en vano por hablar, observaba a través del espejo a Kaira, quien sentada en su cama se limpiaba las lágrimas y temblaba, creyéndola dormida.
El Rey entró en la alcoba segundos después.
—Que en calma anochezca, mi Princesa. —Se despojó de la camisa y la besó en los labios.— Estás tan bella como siempre.
—Padre... —balbuceaba la Princesa, que se encontraba en un estado completo de desesperación, como tantas noches—. Estoy en mi ciclo lunar —mintió—, y...
—Shhh —respondió su padre, arrancándole la ropa de un tirón y besando su pecho—. Sabes que jamás fue un problema...
Kaira quiso chillar, tirarse por la ventana y acabar con todo. Pero no lo hizo, en susurros rogó y rogó, pero su padre la ignoró. Como siempre, no pudo hacer nada para pararlo... Los segundos parecieron moverse a cámara lenta, pero Sauro al fin se marchó al cabo de veinte minutos. Su hija no se movió, se quedó en la cama en posición fetal. Lentamente volvió a la realidad, ya que en su mente se encontraba cabalgando por el Pinar Nevado con Angus.
Kaira tardó en levantarse, permaneció en la cama inmóvil, Meena temió que estuviera muerta por un instante. Al fin, temblorosa, arregló la cama, volvió a vestirse, se secó las lágrimas y con el ungüento de menta se dirigió al baño. Dispuesta a despertar a Meena, e inventar una excusa de por qué la había obligado a tomar el néctar.
La encontró en la misma posición en la que la había dejado, tirada como un muñeco. Con el rostro empapado de lágrimas, los ojos abiertos, observando todo.
Kaira cayó de rodillas en cuanto la vió, en un llanto silencioso. La pena era tan fuerte que apenas podía respirar. De pronto tuvo un golpe de realidad, aquel sucio secreto que su padre le hacía guardar la había atormentado cada día... sin embargo, era fácil fingir que nada sucedía a la mañana siguiente. Eso se acabó esa noche, Meena lo sabía. De pronto, Kaira no pudo negar más lo que le sucedía.
Meena la observaba, carente de expresiones, con la vista nublada por las lágrimas acumuladas en sus ojos. Por dentro, gritaba hasta desgarrar su alma. Kaira se arrastró hacia ella, utilizó el ungüento; poco a poco Meena pudo recuperar el control de su cuerpo. Lo primero que hizo fue tomar a Kaira como un bebé en sus brazos y abrazarla con toda la fuerza posible, aguantando las ganas de correr detrás de Sauro y asesinarlo en el acto.
...
Muy a su pesar, Meena se marchó tiempo después por orden de Kaira. Nunca le había dejado quedarse a dormir y solo le dejaba visitarla en las tardes o en la madrugada muy tarde... ahora Meena entendía el porqué. Caminó por los tejados nevados de Vulpes en busca de Lilith, con un solo pensamiento: ¿Qué señales pasé por alto?
Kaira se encontraba sentada frente a la puerta del sótano, en el suelo helado, con la cabeza descansando en la pared de piedra. Una costumbre que no había perdido con los años. Se sentía un poco mejor, Meena le había dado un baño y había cuidado de ella.
Kaira tampoco había abandonado la lucha, pero ella no poseía dotes de asesina o sigilo, por lo cual mucho no podía hacer. Se sentía útil, cada madrugada vigilando la puerta del sótano. La llave había desaparecido del trono.
Entre sus manos tomaba el dije que su padre le regaló cuando cumplió siete años.
—Este collar, está hecho especialmente para ti —decía Sauro, mientras acariciaba el vestido nuevo de su hija—. Significa que eres mía. No importa con quien te cases, a quien ames o a qué rincón del mundo escapes, me perteneces entera.... Es nuestro secreto, no lo olvides.
Suspiró y abrazó sus delgadas piernas, recordó la primera vez que su padre arruinó el lugar seguro que su alcoba significaba para ella. Y eso continuó, años de tortura.
Kaira se escapaba en sus pensamientos, el espíritu de Angus la acompañaba, haciendo la travesía menos dolorosa. Pero un sueño (no podría llamarle pesadilla) la perseguía cada noche desde que su madre acabó con la vida de Angus. Con Aela, aquella hermosa daga que a Kaira le parecía una preciosa obra de arte, asesinaba a su padre.
Tic-tac, en su imaginación, la sangre brotaba.
—Es nuestro secreto, no lo olvides —decía su padre.
Toc-Toc, sonó la puerta débilmente.
Kaira saltó hacia adelante, lastimando sus rodillas y golpeando el cobre de la puerta, incrédula ante lo que había oído. De rodillas en el suelo, comenzó a golpear la puerta con insistencia.
—Ayúdame —dijo una niña, débilmente.
Segundo después, todo volvió a quedar en silencio.
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⊱ ☽ Fin del primer volúmen ☾ ⊰
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