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III. Ojos vendados.

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   —Su Majestad —dijo el guardia real, con su armadura de hierro con un diseño que lo hacía parecer el tronco de un árbol, con pequeños brotes verdes.

   Detalles tallados en dorado en sus extremidades representaban la naturaleza y a Knglo y Egot. En el pecho y la espalda tallado y pintado de verde el escudo de Serendipia, donde podían verse cuatro animales (los de cada comarca). El yelmo tenía la forma del rostro de un zorro, representando a Vulpes. En Mare Turtur eran iguales, pero con un diseño que imitaba los caparazones de tortuga; en Suscitavi unos cuernos de alce, mientras que en Apis tenían imitaciones de alas de abejas a cada lado.
   Luego de una reverencia con una mano en su espada, otra en su mosquete, en señal de protección eterna al reino, el hombre continuó:

   —Se ha hundido la flota que venía desde Apis. Creemos que se han llevado otra vez a las mujeres y asesinado al resto.

   El canto de los gorriones entraba por el ventanal que daba al jardín privado del castillo. Al Rey le gustaba el olor de la nieve en las mañanas.

   —¿El Bloque Negro? —respondió Sauro sin abrir los ojos, rascando su barba verde punzante. Se encontraba sumergido en su tina con agua caliente, la cual desprendía un fuerte olor a hierbas. El romero y la hierbabuena predominan por encima de otras.

   —No podemos confirmarlo, señor. Debido a que no quedó nada, creemos que sí... Otra cosa, Su Majestad, en ese barco venía una niña huérfana. —El joven se removió en su lugar, mirando sus zapatos. Aclaró—: Una cabaña incendiada en Apis. Su padre era pescador y su madre pertenecía a una de las familias originarias.

   En ese momento una joven doncella de apenas diez años y cabellos dorados entró en la habitación con la cabeza gacha. Su nombre era Camila, era la hija más pequeña de Zervus, la dama de compañía de Lorenza, quien también se encargaba de todas las doncellas y de la crianza de Kaira. Con sus grandes orejas salidas que asomaban de su cabello, sus enormes ojos azules y mirada de inocencia, cargaba con un aspecto de muñeca de porcelana; este aspecto la acompañaría siempre, dándole un aire de niña eterna. En su mano llevaba un trapo de terciopelo, una cuchilla afilada y un cuenco con una pasta hecha de hierbas, miel y agua salada. Sin decir nada, completamente sumisa, se sentó cerca del Rey y comenzó a extender la pasta por la barba.

   —Corre la voz, hazles saber a todos la noticia. Quiero que digas que el incendio de la cabaña, el hundimiento de nuestra flota, los desaparecidos en Mare Turtur y los robos en Suscitavi han sido todo obra del Bloque Negro. No te olvides de mencionar a la niña, no permitas que se olviden de eso; que el pueblo crea que ahora van por los menores... podemos usar eso a nuestro favor. —Mientras hablaba extendió una de sus manos y comenzó a acariciar el cabello de Camila, como si de un perro se tratara.— Quiero que también informes a la Guardia de las otras comarcas, que mantengan los ojos abiertos en busca de la niña. Si tenemos suerte, la brutalidad de alta mar sucumbirá con su vida.

   Los gorriones callaron para dar paso al sonido de su aleteo mientras se alejaban.

   —Si, Alteza. De inmediato.

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   En los calabozos de Vulpes, los cuales solían desocuparse rápidamente, un ladrón sin renombre se retorcía en su celda. Dos guardias de mediana edad lo tomaban de los brazos, mientras un tercero se acercaba a su espalda desnuda con un fierro a fuego vivo. Éste tenía apenas trece años, había entrado en la Guardia Real desde muy joven gracias a su destreza física y su carácter frío. Su nombre era Grimn Agares. Sus grandes ojos negros, su cabello rubio alborotado y sus rasgos afilados le daban un aspecto de demonio, incluso a tan corta edad. Tenía una dentadura ligeramente torcida de colmillos pequeños y afilados, un rasgo común en los de su raza.

   —Por favor, no —suplicaba el ladrón—. No volveré a intentar robar, lo siento, sólo quería un poco del vino del Rey, fue una estupidez. ¡Lo siento!

   El fierro aún no había tocado su piel, pero ya podía sentir el calor.

   —¡No, no! ¡Piedad, por favor! —comenzó a gritar y a retorcerse intentando escapar—. ¡Les juro por todos los Dioses que no soy parte del Bloque Negro!

   En ese momento pudo sentir un dolor como ninguno. Las lágrimas comenzaron a caer descontroladamente por su rostro, sentía como su piel se chamuscaba y adhería al fierro. El olor que desprendía era nauseabundo y sus gritos escalofriantes.
   Su cabeza cayó hacia adelante con un golpe seco, se había desvanecido por el dolor. Los guardias lo soltaron, dejándolo caer de cara contra el suelo húmedo y sucio, rompiendo su nariz en el acto. En su espalda una marca imborrable alimentaría el miedo del pueblo. La marca que el fierro le había dejado era la cara de la mujer con cabello de serpientes, la misma que encabeza el Olympe de Gouges, el barco del Bloque Negro.

   —Ahora sí eres parte de ellos —dijo Grimn, mirándolo con repugnancia. Al tiempo que los tres salían del calabozo.

   Esa misma tarde, el ladrón de poca monta fue ejecutado en la plaza principal del pueblo, al pie del castillo. Con unos pantalones raídos negros como única prenda, amordazado, con el rostro hinchado y llorando de piedad. Fue arrodillado de espalda al pueblo aterrorizado, donde todos pudieron ver aquel símbolo que tanto temían, aquel que solo los integrantes del Bloque Negro llevaban.

   El verdugo: Sigmund III, con gran ceremonia se acercó a él, lo acomodó sobre una madera, levantó el hacha de obsidiana hacia el cielo y con un solo golpe cortó su cabeza.

   Esa tarde, un simple muchacho que había intentado robar una botella de vino de una carreta del Viñedo del Rey fue ejecutado frente al pueblo bajo el nombre del Bloque Negro. Esa tarde la mentira fue alimentada una vez más.
   Al caer el sol el cadáver fue arrojado en una fosa común, debajo del templo de Knglo. Donde yacían todos los cuerpos de aquellos que nadie había llorado. Aquellos que el pueblo creía no ser dignos de que su nombre se grabara en piedras de mármol, aquellos a los que su familia no tenía permitido llorar en público.

   Sigmund depositó su arma de vuelta sobre la mesa, tomó un trapo húmedo y comenzó a limpiar sus manos hasta dejarlas libres de sangre. La gente del pueblo comenzó a dispersarse, de vuelta a sus hogares, horrorizados, y con una venda en los ojos que no sabían que tenían.

   La sangre emanaba con insistencia, tiñendo la nieve de rojo. Un pequeño zorro olfateaba la escena, para luego alejarse hacia el bosque de pinos, dejando detrás un rastro de huellas rojizas.


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