I. Tierras de humo.
⊱ ☽ Prólogo ☾ ⊰
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—Puedes ocultar la sangre de tus manos, pero en la nieve permanecerá. —Con la voz quebrada y la mirada inundada de lágrimas, clavó la mirada en los ojos de su víctima, que poco a poco perdían el brillo de la vida.
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⊱ ☽ Trece años antes ☾ ⊰
Serendipia era el nombre con el que los antiguos Dioses: Egot y Knglo, bautizaron la bella región al inicio de la Tercera Era. Cuatro regiones vivían en paz y en armonía, entre ellas el continente reinante: Vulpes.
Los libros de Serendipia decían algo así:
La ciudad de Vulpes era única, su inmensidad incomparable, sus leyes impecables y su belleza innegable. Su grandeza se debía al privilegio de encontrarse en el continente más extenso de tan pequeño mundo. Una sociedad libre de tecnología, donde aún quedaban muchas cosas por descubrir, donde la magia se había extinguido hace tanto tiempo que se le recordaba como fábulas para niños.
Hogar de casi cincuenta mil habitantes.
El continente de Vulpes se caracterizaba por su clima frío durante todo el año. Una nevisca constante mantenía el continente blanco pero sin caer en el caos que dicha nieve podría llegar a producir. Su tamaño tres veces más grande que el resto de las comarcas lo había convertido en la sede principal del progreso, los mercaderes y el hogar de la familia real.
El resto de las comarcas se encontraba muy lejos entre sí; Vulpes se transformó en un punto de encuentro inevitable.
Por tamaño estaba seguido por Mare Turtur, al noroeste de Vulpes, con climas calurosos, húmedos y selvas exóticas, con un total de veinte mil habitantes. La gran mayoría de su territorio se encontraba plagada de ríos, lagos, pantanos y lagunas; dicha característica jamás le permitiría alcanzar la grandeza de Vulpes.
Al suroeste de Vulpes: Suscitavi, conocido como la comarca de la sabana, con cinco mil habitantes menos que Mare Turtur. Su característica principal eran sus grandes montañas que cubrían el mayor porcentaje de tierra firme, dificultando la edificación y el progreso. Un extraño fenómeno natural lo mantenía bajo un manto frío, como un otoño constante, debido a fuertes vientos que viajaban desde Vulpes.
Por último: la isla de Apis, la comarca más pequeña. Diez mil habitantes. Con su eterna primavera, sus verdes praderas y diminutas islas que lo rodeaban. Su tamaño resultaba incomparable con el resto, siendo una pequeña porción de unas grandiosas tierras. Al noroeste de Vulpes era olvidada entre los ciudadanos de la gran ciudad.
Unas últimas tierras, desérticas, áridas y cubiertas de arena rojiza, se ubicaban al sudeste de Vulpes. La habían bautizado Verum, sin embargo, apenas la consideraban una mancha en sus mapas. Eran unas tierras olvidadas, con una población de cero habitantes.
...
Los altares dedicados a Egot y Knglo abundaban en cada esquina del reino, repletos de flores, hierbas, licores y frutos. Dos hermosos templos antiguos ubicados en Vulpes, construidos en los comienzos del tiempo daban asilo a aquellos que buscaban consuelo y curar sus heridas. Era tradición y costumbre visitar los templos en el amanecer del aniversario del reino, caminando en silencio por las calles de Serendipia con una vela entre las manos hasta depositarla al pie del altar.
El océano era un lugar muy peligroso, desconocidas criaturas y grandes tormentas azotaban por las noches. Incontables viajeros enfermos por delirios intentaron navegar hacia la nada misma, alejándose de los continentes bajo la promesa de encontrar otras tierras e incluso otros reinos... jamás se les había vuelto a ver a ninguno de ellos.
Era una civilización antigua, con leyes y costumbres antiguas. Se regían del mismo sistema desde hace siglos, el cual les había permitido solucionar grandes problemáticas.
Todos tenían su papel en la sociedad, el cual no cuestionaban y les hacía plenamente feliz, ya que era lo único que conocían. No había ciudadano en el mundo que no tuviera un hogar, comida en la mesa y un trabajo digno.
Gracias a la antigüedad de la región y su gente habían encontrado el equilibrio perfecto, viviendo en armonía con la naturaleza y los beneficios que ésta ofrecía. Ofreciendo a cambio nada más y nada menos que el respeto y la promesa de entender siempre la inferioridad del pueblo ante la fuerza de la naturaleza.
El único problema vigente era la presencia del Bloque Negro en los mares. Un grupo de piratas que habían vendido su alma a la delincuencia y la estafa. El pueblo se sentía completamente aterrorizado con el solo pronunciar de su nombre. Era un hecho que cada uno de los crímenes, en el océano o en las comarcas, eran obra de los piratas y jamás habían logrado entender cómo sobrevivían en alta mar. El miedo a lo desconocido los inquietaba por los días y los aterrorizaba por las noches.
Los pocos integrantes que lograron capturar habían sido ejecutados inmediatamente, condenados a la muerte por la perturbación de la paz de un mundo tan bello.
Los ciudadanos que vivían fuera del continente reinante trabajaban más duro por lo justo y necesario para sobrevivir, pero eran felices. Debían esforzarse al máximo, luchando con la clara inferioridad de sus tierras, pero sus necesidades básicas eran cubiertas. A diferencia de los ciudadanos de Vulpes, quienes trabajan la mitad por el doble. Aun así no se les conocía por su gran riqueza, ya que no podían permitirse dejar de trabajar y debían sostener la economía de la ciudad y de sus familias.
En toda Serendipia solo una familia podía considerarse de grandes riquezas. No debían esforzarse y lo tenían todo. Esta era la familia real: la majestuosa y única, benévola en todo su esplendor.
...O al menos, así es como pintaban el reino en sus propios libros y en sus clases de historia. Los Serendipios se tragaban las mentiras sin rechistar.
Encontraban paz en aquella farsa.
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Era el comienzo de la Quinta Era, el Rey Sauro Tábido-Vetusto IV era la autoridad máxima de Serendipia. En cada comarca tenía un hermano de sangre que se aseguraban que su mandato fuera respetado mientras mantenían los pueblos más pequeños en orden. Eran cinco hermanos, él era el mayor; su voz era palabra sagrada, sus decisiones no eran cuestionadas.
Se había casado con Lorenza, la mujer más bella en toda Serendipia, con la cual se llevaba una generosa diferencia de edad. Hace apenas unos años lo había convertido en padre con una pequeña adorable niña a la cual el Rey llamó: Kaira. Era la alegría del reino y del pueblo, con su cálida sonrisa y eterno alegre canto.
La Reina no había logrado volver a quedar embarazada después del nacimiento de la Princesa, por más que rezara una y otra vez a los Dioses... ignorando que les rezaba a los equivocados.
Ese día se festejaba el aniversario número siete desde el nacimiento de Kaira, sorprendentemente había nacido el mismo día que su padre cumplía años, en el Día de Serendipia; el día en el que Egot y Knglo habían traído la paz a las tierras y bautizado cada una de estas.
La nieve caía con delicadeza como de costumbre, acariciando las mejillas de los ciudadanos que festejaban en las aceras, mientras el sol brillaba tímidamente. Las mujeres de Vulpes decoraban el exterior de sus hogares junto con las calles, mientras los niños correteaban entre ellas jugando al escondite bajo las mesas, seguidos por loberos juguetones, de largas patas y rizado cabello gris.
Las calles de adoquines se encontraban repletas del resonar de los carruajes apresurados que iban de aquí para allá. Los hogares de madera oscura, piedra tallada musgosa y cristales de colores desprendían las más bellas de las músicas; dentro se preparaban los manjares frutales más dulces para obsequiarle a la familia real. Todos vestían sus mejores galas y sus más amplias sonrisas. Las lechuzas rojizas observaban la escena con sus grandes ojos, sacudiendo la nieve de sus alas, balanceando su cuerpo sobre las sogas donde las mujeres colgaban la colada en cada callejón de la ciudad, enlazando cada hogar con un sinfín de ropas húmedas.
Los colores predominantes en el reino hacían tributo a la naturaleza. Las edificaciones y las vestimentas eran utilizadas como una oportunidad para expresar el agradecimiento a esta misma, como una regla no dicha todos mezclaban tonos de verde y marrón en sus hogares y sus prendas. El resto de los colores también abundaba, pero en pequeños detalles como pendientes o pequeñas decoraciones en los hogares. Adoraban a los Santos de la naturaleza y admiraban a los animales como si se trataran de los predicadores de los Dioses.
La celebración del aniversario del nacimiento de Serendipia llegaba a todos los rincones de cada comarca por igual. En todos lados se preparaban para enviarles regalos artesanales al Rey Sauro IV. Estos obsequios eran enviados en el barco anual que llevaba a las jóvenes seleccionadas para vivir en Vulpes, un gran honor para todas las familias. Desde pequeñas las preparaban para ser las criaturas más bellas, delicadas y serviciales que pudieran existir. Cada año el gobernante de cada comarca entregaba una lista con el nombre de cinco muchachas de doce años, dignas de ascender en la sociedad y tener un futuro brillante. Solían ser acompañadas por algunos jóvenes, de los más fuertes e inteligentes, quienes eran concedidos con el honor de pertenecer a la Guardia Real.
Las jóvenes se despedían con gran pesar de su familia, ser seleccionada significaba jamás volver a su hogar natal, pero ninguna dudaba de la oportunidad que se les había otorgado.
Lo que más querían era que sus padres estuvieran orgullosos de ellas.
El mayor de los honores. Los padres entregaban a sus hijas sin hacer preguntas. Casarse con un caballero de Vulpes, tomar su apellido y darle una familia era con lo que todas las niñas soñaban, lo más lejos que se les permitía llegar.
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En la tranquila isla de Apis vivía una familia de tres. Una madre, un padre y su pequeña hija de cinco años: Lilith. Vivían en uno de los extremos de la comarca, en su pequeña pradera rodeados de ciruelos de flores blancas y suaves ovejas dóciles. Su pequeña cabaña de madera oscura y puertas y ventanas verdes soltaba humo por su chimenea de piedra a cada hora.
La pequeña se encontraba sentada en el suave césped jugando con sus juguetes. Llevaba un vestido verde musgo de tirantes, con un gran bolsillo frontal donde guardaba jugosas ciruelas. Debajo del vestido una camisa delicada del color del interior del tronco de un árbol, en los pies no llevaba nada. A su lado su madre de pie amasaba con insistencia una tarta de frutos rojos, los cuales descansaban ya lavados en un frasco de cristal sobre la mesa de piedra donde dicha mujer preparaba su más famoso platillo. Ambas a la sombra de un ciruelo de flores blancas, que caían cuando la brisa soplaba, parecían una ilusión de la historia ya que en su apariencia no podías encontrar diferencia alguna. Observarlas era como ver a dos gemelas con una diferencia de veinte años.
Su piel de color cobrizo oscuro y sus rostros repletos de pecas blancas (un rasgo muy común en Apis) ambas ubicadas idénticas, como pequeñas constelaciones repetidas. Sus cabellos anaranjados, con algunos mechones dorados, eran de gran volumen debido a sus definidos rizos. La pequeña Lilith lo llevaba tan corto que no llegaba a tocarle sus pequeños hombros, a diferencia de su madre que al sentarse debía tener cuidado de no hacerlo sobre su cabello. Sus tupidas cejas y pestañas hacían juego con el color de su cabello. Ambas habían sido bendecidas con una bella sonrisa, de unas paletas ligeramente separadas. Sus orejas sutilmente puntiagudas, sus narices regordetas y sus gruesos labios las hacían de gran belleza. El color de su mirada siempre llamaba la atención de cualquiera que las conociera. Su iris derecho era tan verde como el césped bañado de rocío, el izquierdo del color de la dulce miel.
El dorado del atardecer caía sobre ellas, filtrándose entre las hojas del ciruelo donde las abejas zumbaban una encantadora sinfonía. Un pequeño arroyo acompañaba el sonido de las abejas y después de este: Murmure Silva, un encantador bosque repleto de panales donde los zumbidos eran tantos que sonaban como murmullos clandestinos.
—Lilith, cariño, hazme el favor de comenzar a recoger tus juguetes. Debo meter el dulce en el horno y sabes que no me gusta dejarte aquí sola —dijo la joven con dulzura, mientras con delicadeza colocaba la tapa de la tarta y la sellaba con la ayuda de la yema de sus dedos.
Una pequeña abeja se posó sobre la mesa, atraída por el dulzor del manjar. Estos insectos desprendían un brillo dorado a través de sus alas y el polen, provocando que por las noches las flores brillaran ligeramente.
La niña, obediente, comenzó a tomar entre sus regordetas manos sus caballeros de madera. Camino al interior se rascó la pequeña cicatriz que tenía en su labio inferior. Con torpeza siguió a su madre por el porche exterior de la cabaña, quien no hacía sonido alguno al caminar. Su vestido se agitaba con delicadeza, este era el clásico que usaban la mayoría de las mujeres en el reino: de una pollera larga y volátil, unas mangas anchas que le llegaban hasta por encima de los codos; sus hombros se exponían ligeramente. Un corsé que se ataba por delante le llegaba hasta por debajo de los pechos.
En Serendipia se acostumbraba a llevar cada prenda repleta de cordones, cinturones, bolsillos, engranajes y cadenas. Mientras más accesorios de estos tuvieras, mejor era tu economía. La familia de Apis apenas podía permitirse algunos bolsillos extras y pocos cinturones.
El vestido de la joven era del mismo color que la camisa de la niña, el corsé de un verde suave, y sus zapatos del color del fango. Estos mismos apenas le cubrían los dedos de sus pies con una ligera capa de cuero, múltiples tiras cruzadas se agarraban a sus tobillos para luego subir por sus piernas hasta justo debajo de sus rodillas.
Su único accesorio era un par de pendientes de unos alambres dorados, se cruzaban para sostener una pequeña piedra de sal roja que brillaba como el sol. Muy de moda entre los ciudadanos quienes siempre llevaban mínimo un accesorio de sal brillante como tributo a los Dioses, quienes iluminaban su camino.
Recolectada en las entrañas de las cuevas más estrechas y oscuras de Suscitavi, crecían en forma de cuerno de demonio; le bautizaron: "Cuerno de Sol".
Una vez dentro de la cabaña Lilith guardó los juguetes en su barril y corrió a ayudar a su madre, quien ya se encontraba de rodillas frente al horno de barro esperándola con una paciente sonrisa.
La cabaña era pequeña, con muchas ventanas de diferentes formas y tamaños, estantes repletos de frascos en cada esquina y ramilletes de especias colgando del tejado. Al entrar te encontrabas con un ambiente que servía de cocina, comedor y almacén. A la izquierda un entrepiso donde dormía la pareja. Debajo de la escalera una pequeña habitación con más cristales de colores que paredes, daba lugar a los aposentos de la niña donde apenas entraba su cama.
Lilith tomó de una de las sillas un trozo de tela amarillento con el cual sujetó la manivela del horno. Esperó a que su madre acomodara el dulce y luego lo cerró, intentando hacerlo en silencio. Colocó el trozo de tela en la silla exactamente como estaba, se dio la vuelta y miró a su madre con una sonrisa de oreja a oreja.
—Muy bien —susurró esta, complaciente, mientras arrugaba la nariz con una dulce sonrisa. Sus ojos se ocultaron a medida que la sonrisa crecía, tal como le pasaba a su niña.
Un rayo de luz ingresaba por una de las ventanas, iluminando el rostro de su madre como si de un ángel se tratara. Lilith la observó con admiración y cargada de amor.
En ese momento cruzó por la rechinante puerta de madera su padre, un hombre de cuarenta años. Su piel era del mismo color que el de ellas, pero su cabello era tan oscuro como la noche. No era de gran belleza ni se encontraba impecable como ellas, al contrario.
Llevaba unos pantalones sueltos, marrones, casi negros. Sus botas de trabajo hasta las rodillas y una camisa blanca holgada, demasiado sucia para llamarla de ese color.
Ambas al unísono le sonrieron y agacharon la cabeza en señal de saludo, respeto y sumisión. Él, muy ruidosamente las saludó y comenzó a contar sobre su día pasando frente a la niña revolviendole el cabello. Decidido caminó hacia su mujer, con una de sus manos la tomó del rostro, la besó con fuerza y le acarició las caderas. Ella en respuesta le sonrió y se dio la vuelta para servirle el café recién hecho.
El hombre comenzó a rascar su barbilla mientras sentado en la mesa de madera con las piernas estiradas y abiertas tomaba su café de todas las tardes.
Poco después de un baño se puso sus mejores pantalones junto con una camisa nueva. Con la tarta y los regalos que su esposa e hija habían preparado, se despidió de la misma manera que las había saludado antes. Afuera el sol ya se había escondido. La pradera solo era iluminada por la débil luz que escapaba de los hogares y las miles de abejas luminosas. La Luna estaba ausente, comenzando un nuevo ciclo.
—Que la noche caiga en calma, mis niñas. No me esperen despiertas, recuerden dormir temprano. —Cerró la pesada puerta a sus espaldas y se dirigió al centro del pueblo, donde todos los hombres tomarían alcohol hasta hartarse y compartirán los manjares que las mujeres de su familia habían preparado con gran amor y destreza.
En el momento que se aseguró que su padre se había alejado, la niña comenzó a llorar. Sentada en el suelo frotaba sus pequeños ojos mientras su madre miraba por la ventanilla, luego se dio la vuelta, se arrodilló frente a ella y con las cejas fruncidas le dijo:
—Lilith... ya hemos tenido una conversación sobre los llantos.
—Papá ya se fue —respondió confundida.
—Debes practicar incluso cuando él no esté... Ahora, dime por qué lloras.
—Yo también quería ir al cumpleaños de Serendipia.
—Ya lo hemos hablado esta mañana. No todos festejamos igual, cada uno debe cumplir su tarea, su lugar en el mundo. Así lo han querido los Dioses... —dijo dulcemente, mientras la tomaba entre sus brazos y la llevaba a su pequeña cama—. ¿No te ha gustado cocinar conmigo?
La niña respondió con un asentimiento de cabeza. Ya había parado de llorar y con los ojos cerrados chupaba su pulgar, lista para dormir.
La humilde cabaña se encontraba iluminada por velas y faroles, todos diferentes entre sí. Camino al dormitorio de la pequeña, la joven fue apagando cada uno de estos, sumiéndolas en la oscuridad.
...
En la inmensa ciudad de Vulpes, la fiesta en las calles ya había comenzado. La familia real ya había acabado con su gran cena, repleta de bufones, recitadores de poesía y manjares exclusivos. El Rey Sauro IV se disponía a unirse a la fiesta, pero antes quería ver una vez más a su Princesa. Vestido con un traje de noche, cargado de cinturones en sus brazos, piernas y cintura, caminaba relajado por los pasillos del castillo. La sombra de su fuerte figura danzaba en las paredes imitando el movimiento del fuego de las velas.
En el cuarto de Kaira, su madre terminaba de colocarle su nuevo vestido. Ya se disponían a dormir pero primero querían ver cómo le quedaba su regalo de cumpleaños. Las velas aromatizantes iluminaban la gran habitación, con diferentes colores danzantes y dulces olores que inducían a un pesado sueño reparador, libre de pesadillas.
La esposa del Rey, Lorenza de Tábido-Vetusto, siempre llevaba su cabello negro recogido en un trenzado donde ningún cabello se salía de lugar. Tenía apenas veinte años y en su suave piel rosada no podías hallar mancha alguna. Sus ojos rasgados eran tan oscuros como su cabello y siempre llevaba sus labios pintados de un sutil colorado. Su cuerpo era delgado y alargado, al caminar parecía una gacela. No había quien no la observara al pasar. Ya se encontraba con su camisón blanco de mangas largas, con enredaderas venenosas verdes bordadas, lista para dormir.
Su hija, en cambio, era casi igual a su padre. Su piel era de las más blancas y limpias, su cabello de un suave verde menta de ligeras ondas (en el cabello de su padre ya podían verse las primeras canas, debido a sus casi sesenta inviernos vividos), lo llevaba largo hasta las rodillas, con un ligero fleco corto que le cubría las cejas. Sus cejas y pestañas eran de las más oscuras, generando un gran contraste con su piel. Su nariz delgada y recta, sus labios finos y sus ojos grises eran exactamente como los de su padre. Lo único que había sacado de su madre era la contextura delgada de su cuerpo.
Kaira bailaba y cantaba en su habitación, ante la mirada atenta de su madre, quien descansaba sentada en el borde de la cama de la niña. Su vestido nuevo parecía sacado de un cuento de hadas: del mismo color de las hojas de los pinos, con una gran cinta color crema atada en la cintura. Múltiples capas de tela hacían de la falda del vestido apariencia graciosa. Las mangas abullonadas le llegaban hasta las muñecas y en estas un hermoso diseño de finas cadenas y diminutos engranajes de relojes le daban un ligero aspecto de armadura.
En ese momento Sauro entró en la habitación y exclamó:
—¡Mírate! estás bellísima.
La risa de la niña resonó en la alcoba mientras corría a abrazar a su padre quien la besó en ambas mejillas. Se desearon mutuamente un feliz aniversario de nacimiento y feliz Día de Serendipia, una vez más. Con unas dulces palabras, el Rey se despidió.
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El sol comenzaba a salir, los hombres regresaban de la celebración, la gran mayoría tambaleantes por tanto vino y aguamiel. En Apis, Lilith se despertó sobresaltada por los gritos desgarradores de su madre. Asustada se escondió bajo su cama, cubriendo sus oídos con sus pequeñas manos. Lloró en silencio, sabía que era su final, había oído las historias... nadie sobrevivía al Bloque Negro.
En Vulpes la Princesa Kaira sentada en su cama, demasiado grande para una niña tan pequeña; en una alcoba enorme que lucía como un lienzo en blanco, leía su cuento favorito, el cual hablaba sobre las grandiosas criaturas que habitaban ese mundo hace millones de años. Vestía su vestido nuevo. En el momento que su madre la había dejado sola se había quitado el camisón de noche para ponerse su obsequio de cumpleaños. Había despertado demasiado temprano y todavía todas las doncellas dormían y no había nadie que le preparara el desayuno. Con el cabello revuelto se sentó con las piernas cruzadas a esperar a Zervus, la gobernanta de las doncellas, que siempre la despertaba con una dulce sonrisa y se aseguraba de cuidarla y mimarla cada día. Kaira la adoraba con toda su alma.
Para la sorpresa de Kaira no era la única despierta. Una vez más entró su padre en su habitación, tambaleante. La niña sorprendida pero con una sonrisa, afirmó:
—¡Papi! que amanezcas en paz... también te has despertado temprano.
—No, Kaira. Cariño, acabo de llegar. Me disponía a dormir, pero recordé que tenía un obsequio más para ti —finalizó mientras rebuscaba entre los bolsillos de su pantalón.
Kaira no cabía en su felicidad, comenzó a aplaudir y a reír. Su padre se sumó a la risa.
En Apis, los ciudadanos del pueblo corrían hacia la cabaña en llamas. Curiosamente no podía verse fauna alguna, ni abejas, ni ovejas, ni aves. Era de lo más extraño, ya que no importaba en qué rincón o comarca estuvieras siempre había algún animal observándote. Pero esta vez parecían haberse alejado deseosos de evitar presenciar tan desgarradora escena.
La falta de vigilancia del reino animal se consideraba el peor de los augurios. Sin la protección de los Santos, estabas a la merced de los peores espíritus malignos que viajaban desde el oscuro océano.
Los campesinos habían formado una cadena, entre mano y mano circulaban los cubos de agua, pero el fuego ya había llegado hasta los cimientos. Los cristales explotaban ante la presión del aire.
Un anciano entró decidido en la cabaña, cubierto por una pesada frazada húmeda. En la cocina encontró a una niña de cabellos naranjas, inconsciente en el suelo. Sin pensarlo dos veces la tomó en brazos y corrió hacia el exterior.
El viento soplaba con fuerza, generando un sonido amenazador.
Conmovida hasta las lágrimas la esposa del anciano agitaba con suavidad a la niña, sucia de hollín, intentando despertarla. De un momento a otro Lilith abrió sus llamativos ojos y se puso de pie. Sin darle tiempo a nadie comenzó a correr hacia donde antes se encontraba su hogar, llamando a su madre, llorando a su familia perdida.
La anciana corría tras ella, pero no era lo suficientemente rápida. Cuando la niña solo se encontraba a unos metros de la puerta de entrada la cabaña se derrumbó generando un gran estruendo.
Rendida, Lilith cayó de rodillas frente a las ruinas de su hogar, con descontroladas lágrimas que inundaban su rostro. A su alrededor todos susurraban atormentados por la pérdida de la dulce pareja, el fuerte marinero y su esposa panadera.
En un susurro, Lilith llamó por última vez a su madre.
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