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vi. frontera del deseo


Si podía nombrar las asignaturas y vincularlas a una persona, Vanitas llamaría a Noé casualidad.

Eligió esta asignatura como método de conseguir más créditos, ni siquiera esperaba interesarse o conocer algo que lo despertase de su transitoria vida. Pero ahí estaba, Noé en una clase que aunque no lograban coincidir en varias —ya había revisado el horario del muchacho—, era demasiado causalidad que algo que escogió aleatoriamente, le hubiera acabado en un hombre que portaba expresiones sonrientes, asemejado a los cuervos negros que veían el oro reluciente.

Y para esos ojos, Vanitas era ese oro reluciente.

Pero él no tenía nada que pudiera comprarse con esa magnificencia, con esa perfección.

Por la ventana, sabiendo que Noé prestaba atención al maestro, observó a los transeúntes y pensaba en sus caras, en los lunares bajo sus labios o cerca de sus ojos, en lo que expresaban sus ojos. 

Sus índigos se desviaron a los amatistas de Noé. Juraba nunca haber visto unos ojos de ese color.

¿Qué sería lo que transcurría su mente? ¿Qué escondía bajo esa máscara de yeso que le sonreía? ¿Qué escondía tras sus intenciones? Porque había una verdad que bailaba en los efímeros dedos de todos, cada uno de los seres mortales escondía algo.

Recordó la pasada noche, y cómo Noé lo acompañó hasta la puerta de su casa, pues se negó a dejarlo regresar solo, y Vanitas no pudo rechazar las bien intencionadas razones de su nuevo interés. Además ya le había dado la dirección ese mismo día, para encontrarse el día de la fiesta.

Cosa que era el viernes, y ya estaban a miércoles. Quedaba muy poco para que Vanitas fuera capaz de demostrar sus grandes dotes de bailarín.

Miró su barbilla, y la comisura de los labios del albino. Los delineó varias veces con los ojos, y regresando sus memorias a la quemazón que había nacido en su quijada, por el propio roce de sus dedos, ya no había nada. Ni rastro de eso.

¿Estaría teniendo extrañas imaginaciones?

Suponía que sí, después de todo, alucinó con ver como en un restaurante hogareño, la mitad de los clientes y trabajadores tuvieron relaciones íntimas como si nada. No lo olvidaba, por supuesto que no. 

Y sabía que si esto continuaba, tendría que ir al hospital.

Los mirares violáceos, de un tono casi divino, deambularon por la figura de Vanitas, aquel que ignoraba los ojos acechantes sobre su menudo y delgado cuerpo.






Noé le había vuelto a llevar el desayuno, y tras no estar Jeanne, porque se encontraba algo enferma, pasaron la mañana juntos. Pero, el tiempo transcurrió demasiado deprisa, ni siquiera recordaba lo tanto que había hablado con el hombre moreno. 

Pero había sido mucho, le había sacado innumerables sonrisas y había escuchado historias de su infancia. La pasada tarde en el restaurante, le contó muy por encima su estado familiar. Pero ahora, durante las clases le explicó con más detalle sobre sus hermanos. Noé había sido hijo bastardo del hogar, pero tras la muerte de su madre, el padre lo acogió y le dio su apellido. 

Este tenía dos hijos de otro matrimonio, y Noé le confesó que los tres eran muy felices. Incluso le contó sobre su despedida al viajar en tren a la ciudad. Vanitas no podía negarlo, la sonrisa no se borraba de sus labios al saber más de su vida, y sobre todo, de verlo contar anécdotas con esa mirada familiar, mientras removía sus manos enguantadas.

Decía que provenía de un pueblo hogareño, muy lejos de su ciudad, y su familia era heredera de algunas tierras, por eso, era que Noé tenía ese acento tan peculiar, y de niño rico.

Después de la primera clase, Noé lo invitó a tomar algo de la máquina expendedora, y Vanitas no podía dejar de sentirse enormemente feliz de estar tan atendido. Estaba jocoso. Extrañamente más tranquilo desde que este Noé llegó a su vida. 









Vanitas, más tarde, no podía creer que estuviera haciendo esto. Después de toda una mañana de clases y unas horas llena de miradas furtivas hacia Noé, conversaciones y atenciones entre ambos, había terminado cediendo a su insistencia. La idea de llevarlo a su casa lo ponía nervioso, no porque no quisiera estar a solas con él, sino por la posibilidad de que su madre o su hermano volvieran antes de tiempo y se encontraran con la situación.

—¿Seguro que quieres venir? Mi casa no es nada del otro mundo, ¿sabes? —dijo Vanitas mientras caminaban hacia la entrada, intentando disimular su incomodidad.

—Estoy seguro, desde que os dejé anoche, tenía muchas ganas de ver el interior —respondió Noé, con ese tono grave que no admitía discusión. Aunque su rostro era sereno, había algo en sus ojos que hacía que Vanitas sintiera un leve escalofrío, como si fuera imposible decirle que no.

Y... en el fondo, no le diría que no a cualquier cosa que le pidiese.

Subieron las escaleras en silencio. La llave giró en la cerradura y Vanitas soltó un suspiro de alivio al darse cuenta de que el apartamento estaba vacío.

—Bien, aquí estamos. No hay nadie en casa, así que... relájate —dijo mientras dejaba sus cosas sobre la mesa y se quitaba los zapatos.

Esas palabras eran más de aliento para sí mismo, que para el albino.

Noé miró alrededor con curiosidad, sus pasos cuidadosos mientras exploraba el pequeño espacio. Había algo en su manera de moverse que parecía reverencial, como si estuviera entrando a un lugar sagrado.

Un lugar especial. 

Contó pocos minutos en lo que Noé observó el salón, vagamente iluminado. Los segundos se perdían en un plano impenetrable de ideas a las que Vanitas no iba a ser capaz de acceder. ¿Qué estaría pensando?

—Es acogedor —comentó Noé, tras sus silencios, mirando los detalles de la decoración—. Es muy vos.

Vanitas resopló, intentando no sonrojarse. Le echó una mirada curiosa, a su gabardina negra y cuello alto color negro también. Sus pantalones eran de cuadros grises oscuros, y nuevamente esos zapatos de charol conjuntaban su outfit. Esa elegancia que tenía para visitar, le ponía bastante a Vanitas.

Nunca había estado con un niño rico.

—¿Eso es un cumplido?

—Lo es —le miró el de cabellos níveos.

Vanitas resopló, evadiendo sus halagos con la mano. —No deberías. Yo no arreglé esto, fue mi madre. Lo único que tiene esencia de este cadáver andante, es mi habitación única y exclusiva para mí.

La tensión inicial comenzó a disiparse mientras hablaban. Vanitas le sonrió ladinamente, y ante un Noé interesado por ver la creación de su compañero, el más bajo lo invitó a pasar a su habitación. La sonrisa y el asentimiento concordaron en los ojos del extraño, y Vanitas aprovechó para mostrar algunos de sus cuadernos, llenos de dibujos, ideas y pequeñas anotaciones que nunca había compartido con nadie más. Noé los tomó con cuidado, pasando las páginas como si fueran un tesoro frágil.

Se le hacían extraños esos actuares.

—Tenéis talento —dijo, levantando la vista hacia él, mientras su dedos enguantados se detenían entre el cuaderno y la madera del escritorio.

—Lo sé —respondió Vanitas con una sonrisa coqueta, aprovechando la oportunidad para acercarse un poco más.

Noé alzó una ceja, pero no dijo nada.

—¿Y bien? —cuestionó el del arete en el labio—. Se nota que este cuarto está hecho por mí, ¿no?

Noé asintió. —Posee la esencia de vuestra alma.

Vanitas se sorprendía aún más de la forma de expresión del muchacho. Estaba seguro de que no había conocido a nadie como él; a nadie que despertase tantos intereses y tantos lienzos en su cabeza, de colores, de pasiones por dibujar. Era tan extraño. Su habitual expresión taciturna, que Vanitas trataba de copiar en un reflejo irónico, pero que se rendía rápidamente, ya que se le veía mejor a él.

El más bajo no podía evitarlo; había un no sé qué, en este muchacho que apenas conocía. Y le encendía. 

Por ende, su forma de ser siempre encontraba el camino hacia el coqueteo. Mientras hablaban, su mano se deslizó casualmente por el brazo de Noé, acariciando la tela de su camisa. Aunque sabía, por lo que había visto, que a Noé no le gustaba que lo tocaran directamente sobre la piel, eso no le impedía jugar con los límites. 

—¿Siempre eres tan serio? —preguntó Vanitas, inclinándose ligeramente hacia él, su sonrisa insinuante—. No puedo decir que no sea atractivo, pero deberías relajarte un poco. Antes me estabas sonriendo.

Le recordó, y Noé lo miró por escasos segundos, desde sus dedos blancos sobre su gabardina, hasta la distancia cercana que había tomado. Había advertencia en sus ojos, pero no se movió. Estaba siendo consciente del cambio en el ambiente y la expresión renovada en su mirar. 

El ambiente se volvió más denso, cargado de una electricidad que Vanitas no podía ignorar. 

El calor subió a sus mejillas, y cuando sus ojos se encontraron, supo que no podía aguantar más. 

—¿Sabes qué? —susurró Vanitas, acercándose tanto que podía sentir la respiración de Noé contra su piel—. Estoy harto de contenerme. Cuando me encuentro con algo que me gusta, lo hago mío. Y contigo... ya llevo días hambriento.

Antes de que Noé pudiera responder, antes de que la cobardía le ganará y se pusiera de mal humor al no hacerlo, Vanitas tomó su rostro entre sus manos y lo besó.

El contacto hizo sentir débil a Vanitas. Era como si fuera una sensación que le hubieran estado prometiendo desde que nació, y ahora, que podía tocarla, saborearla se sentía completo. Al principio, Noé intentó apartarse, sostuvo las manos de Vanitas con fuerza, arrastrando sus pies hacia atrás, pero Vanitas lo sostuvo firmemente por la nuca, sus dedos enredándose en su cabello.

—Sé que te sientes atraído hacia mí —susurró contra sus labios, con la voz entrecortada. Su cabello negro se entremezclaba suavemente con el níveo fleco—. Pero no entiendo porque no puedo tocarte.

En ese pequeño espacio de separación, Vanitas piensa detenidamente en la belleza que posee y en lo estúpido que debe verse él mismo. Noé era semejante al mármol, por la dureza y luminosidad, que guarda el sorprendente roce de la seda.

Noé dejó escapar un sonido grave, como un jadeo reprimido. Durante esos momentos no pueden quitarse los ojos de encima. Dentro de la cabeza, Vanitas piensa que está harto de no obtener lo que quiere. Sabe que él también lo desea. La dulzura con la que habla logra estremecerlo de pies a cabeza, pues no lo esperaba:

—Dejadme besaros, Vanitas —balbucea Noé, con una torpeza inusual. 

Traga saliva con dificultad. Lleva la garganta seca y su sangre desaparece, pero se acumula en sus pómulos. Para Vanitas, y aún siendo lo más extraño, verlo ahí, pidiéndoselo con esa emoción anhelante y desesperada, que tanto parece haber ocultado bien, descubre que su corazón sólo palpita sangre y ahí, frente a él, descubre de alguna forma que en sus venas, está escrito el nombre de un hombre.

No sabe qué es esa sensación. Pero le aspiran visiones frescas, muy nuevas, remarcadas y gracias a ese semblante serio de Noé. 

El viento serpentea entre ellos, Vanitas asiente unos segundos, hipnotizado entre el otro. 

La resistencia de Noé se desmorona al completo, y cuando acerca sus labios delicadamente y lo besa, Vanitas se siente arrastrado  hasta el piélago más insoldable. Mueve sus labios cerrando los ojos, y pronto lo sabe. Se disuelve su amargura cada vez que está más cerca de este chico. 

De inmediato, su boca respondió con intensidad. Sus labios se movieron con urgencia, profundizando el beso mientras sus lenguas se encontraban.

Vanitas sintió que su piel ardía, de pronto; una sensación parecida a cuándo acercaba sus dedos al fuego de las velas. Se va desmoronando en sus extremidades tras esa maravilla de beso que le está ofreciendo el más alto, y Noé lo rodea con fuerza. 

Estaba tan perdido, en la continuación del beso, en el sonido que formaban sus bocas que irrumpían el silencio, que apenas se dio cuenta de que Noé lo había empujado hacia atrás con una fuerza sorprendente. En solo dos pasos, lo había separado, dejándolo con la respiración agitada.

Era claro, sus labios estaban muy calientes; en un término físico. Y en el emocional, ese beso había sido el mejor que le habían dado, y por alguna razón, se lo habían arrebatado.

—¿Qué... demonios...? —Vanitas apenas podía hablar, sus manos temblando por la intensidad del momento. Mientras jadeaba por lo bajo, sosteniéndose de la pared.

Noé levantó una mano temblorosa hacia sus labios, cubriéndolos con los dedos enguantados. Había humo saliendo de entre ellos, y cuando finalmente apartó la mano, Vanitas pudo ver una pequeña cicatriz en su labio superior, como si se hubiera quemado.

—¿Qué demonios pasa cuándo te toco? —preguntó Vanitas, su voz una mezcla de sorpresa y miedo.

Noé no respondió. Sus ojos se oscurecieron, y su mandíbula se tensó mientras se acomodaba la gabardina, y su cabello algo desordenado.

Vanitas estaba seguro de que era sólo con él, porque se había fijado. En la clase, una muchacha se chocó con él y rozó sus manos con sus delicadas mejillas... y nada había pasado.

—Esto acabará pronto... —murmuró, más para sí mismo que para Vanitas, recuperando su porte—. Y por fin podré tocaros como llevo esperando...

Vanitas se quedó inmóvil, sus palabras resonando en su mente. ¡¿Qué significaba eso?! ¿Y por qué jodidamente su cuerpo parecía buscarle con tanta pasión? ¡No sé conocían ni de una semana!

—¡Espera! —gritó, reaccionando justo cuando Noé se dirigía a la puerta. Lo alcanzó y le sujetó la muñeca, obligándolo a detenerse. Los zapatos de charol chirriaron contra el suelo—. Sea lo que sea que pase... yo quiero que arreglemos esto juntos. Creo... no; no estoy seguro de esta sensación, pero necesito tocaros también. Aunque sea sólo sostener nuestras manos...

Noé se giró lentamente, su expresión suavizándose. Sus ojos recorrieron el rostro de Vanitas, como si intentara grabar cada detalle en su memoria. 

—Vanitas... —dijo en un susurro, con una suavidad que Vanitas sintió derretir su corazón; antes de levantar una mano enguantada y acariciar suavemente su mejilla.

Vanitas cerró los ojos ante el gesto, apoyando su rostro en la palma de Noé. Había algo tan reconfortante en ese contacto, aunque supiera que nunca era suficiente, no todavía. Sus azules se abrieron de nuevo, y miraron el rostro del angelical hombre. Y su nueva cicatriz en su labio, obra de él.

«¿Qué era esta necesidad de estar junto a un chico que acababa de conocer? Ni que fuera una princesa de Disney», pensó.

Noé removió sus labios para hablar, tragó grueso, pero su momento se rompió cuando la puerta principal se abrió de golpe. Ninguno había escuchado los pasos de la entrada, y eso era claro índice de la desrealización que tenían con el mundo.

—¡Estamos en casa! —anunció una voz aniñada.

Vanitas se apartó bruscamente, girándose hacia la entrada para ver a su madre y a su hermano entrando al apartamento.

—¡Oh! —exclamó su madre, mirando a Noé con sorpresa. Un chico alto, de porte demasiado elegante—. No sabía que tenías compañía, hijo.

Vanitas sintió cómo el calor subía a su rostro, mientras Noé simplemente inclinaba la cabeza en un saludo educado, su expresión serena como si nada hubiera pasado. Pero el más bajo lo vio, sus puños apretándose bajo sus guantes. 

El azabache sintió cómo un torrente de emociones lo atravesaba: vergüenza, pánico y un leve pero inconfundible enfado.

La mirada de su madre se posó en él primero, y luego en Noé, y su expresión pasó rápidamente de curiosidad a una mezcla de sorpresa y cautela.

Vanitas conocía esa mirada. Era la misma que le había dedicado cada vez que se metía en problemas en la escuela o cuando traía a casa a alguien que ella consideraba "sospechoso". Aunque no dijo nada, el mensaje era claro: ¿Y este quién es?

Antes de que pudiera reaccionar, Noé, imperturbable como siempre, dio un paso al frente. Su altura y porte parecían llenar la habitación mientras se inclinaba ligeramente hacia la mujer, extendiendo una mano con una sonrisa que parecía demasiado perfecta.

—Buenas tardes. Su casa es muy acogedora, señora —dijo con voz tranquila y educada, apretando su mano con delicadeza. Notablemente la madre se fijo en el atractivo del chico, y en la cicatriz de su labio; que extrañamente le quedaba muy bien—. Tiene un gran hijo. Me estaba ayudando con una materia que no entendía bien. Apenas hemos empezado el curso, y ya nos están bombardeando con cálculos y problemas complejos.

La madre de Vanitas parpadeó, desconcertada por el tono impecable del joven. Su rostro, que había estado endurecido con esa mirada de advertencia hacia su hijo, se suavizó casi de inmediato.

—Oh... No es nada, de verdad. Vanitas siempre ha sido bueno explicando cosas... cuando quiere —añadió con una leve sonrisa, lanzándole una mirada fugaz que aún contenía algo de duda.

—De hecho —continuó Noé, sin perder ni un ápice de su aplomo—, estaba a punto de marcharme porque Vanitas me comentó que quería hacer algunas tareas del hogar antes de que ustedes llegaran. No quería interrumpir.

La mujer abrió los ojos con asombro. Desde que lo conocía, sabía que sus dinámicas se basaban en: no quiero tener nada que ver contigo, y viceversa. O Vanitas había mentido ante el chico, cómo hacía ella para mantener apariencias... o estaban ocultando algo y se lo había inventado.

Sinceramente, tiraba más a la primera. Vanitas era consciente de lo mucho que le importaban las apariencias.

—No, no te preocupes. No has interrumpido nada —dijo rápidamente, algo nerviosa y notoriamente sonrojada por la atención de ese joven alto y educado—. Ha sido un placer conocerte, y gracias por venir.

Noé le dedicó una última sonrisa cortés antes de volverse hacia el pequeño hermano de Vanitas, que lo miraba desde la entrada con una mezcla de curiosidad e intimidación. Sus manitas presentían con más fuerza, lo que los mayores ignoraban.

—Buenas tardes, pequeño —lo saludó, inclinándose un poco hacia él como si estuviera hablando con alguien de su misma altura. El niño simplemente asintió, boquiabierto.

Vanitas, que había estado observando todo el intercambio con los brazos cruzados y el ceño fruncido, alzó una mano en un gesto de despedida.

—Nos vemos mañana, Noé.

Este asintió, tomó su maletín que había dejado en la entrada, y salió por la puerta con pasos tranquilos y seguros.

Tan pronto como se cerró la puerta, Vanitas sintió las miradas de su madre y su hermano sobre él.

—¿Y ese quién era? —preguntó su madre, con una mezcla de advertencia.

—Un compañero de clase —respondió Vanitas rápidamente, con un tono que dejaba claro que no quería profundizar en el tema. Su madre lo vio de arriba a abajo, y sus ojos escondieron eso que tanto hería a Vanitas.

—Este no es tu prostíbulo privado, Vanitas. Ya soy consciente de los juegos que te traes con tus amigos... pero por favor, no en mi casa —recalcó su madre.

Una puñalada le habría dolido menos. Ya sabía que su madre, a parte de odiarlo, enfundaba sus razones con su orientación.

—Por favor, di lo que quieras de mí, pero no de él. No lo conoces —replicó con rabia.

Ella no dijo nada más, aunque su mirada cargada de advertencia seguía pesando en el ambiente. Finalmente, sacudió la cabeza y fue a la cocina.

Vanitas aprovechó la oportunidad para huir hacia su cuarto. Cerró la puerta detrás de él y se dejó caer sobre la cama, con las mejillas ardiendo, y el corazón algo destrozado por las palabras de su madre.

—¿Qué demonios fue todo eso? —murmuró para sí mismo, cubriéndose el rostro con las manos.

No podía decidir qué lo había desconcertado más: la manera en que Noé había manejado a su madre con esa educación impecable y aplastante, o la facilidad con la que había convertido una situación tensa en algo casi... encantador.

Y entonces, como un eco que no podía ignorar, las palabras de Noé regresaron a su mente: "Esto acabará pronto... y por fin podré tocaros cómo llevo esperando..."

Vanitas suspiró profundamente, girándose sobre la cama y mirando el techo. 

¿Qué se supone que haces con alguien como él? 

Por primera vez en mucho tiempo, no tenía una respuesta. Tenía la sensación de que estaba cruzando la frontera del deseo, y que su abismo, era algo mucho más difícil de comprender que su atracción ante un extraño.







Vanitas dejó escapar un suspiro frustrado, incapaz de sacarse a Noé de la cabeza. Ese beso, esa intensidad, y ahora... esa cicatriz apenas perceptible en su labio superior. Era como si todo lo que había pasado en los últimos días estuviera diseñado específicamente para descolocarlo.

Se giró sobre la cama, buscando distraerse. Su mirada vagó por su habitación hasta posarse en el techo, intentando ordenar sus pensamientos. Podría ver el móvil para distraerse con algún juego o alguna película... Pero entonces, algo captó su atención. Una incomodidad peculiar.

¿Qué...?

Con el corazón acelerado, bajó la mirada y de inmediato sintió cómo el calor se acumulaba en sus mejillas. Por debajo del cinturón, su cuerpo había reaccionado sin pedirle permiso, recordándole con cruel claridad el momento en que había sostenido la nuca de Noé, el roce ardiente de sus labios, y esa conexión tan inexplicable como adictiva.

—¡Oh, genial! —murmuró entre dientes, cubriéndose el rostro con las manos, completamente avergonzado. Por eso su madre le había dicho lo del prostíbulo—. ¡Por supuesto que tenía que pasar esto ahora!

La imagen de Noé apartándose de golpe, con sus guantes echando humo y esa cicatriz tan... condenadamente sexy, no ayudaba en absoluto. Vanitas dejó caer los brazos a los lados, mirando al techo como si este pudiera ofrecerle alguna respuesta.

—¿Qué demonios me está haciendo este tipo?

Pero claro, la pregunta no tenía respuesta. O, al menos, ninguna que él quisiera admitir. Lo que había comenzado como una atracción física parecía estar convirtiéndose en algo más profundo, algo que lo dejaba vulnerable, inseguro, y más confuso de lo que quería estar.

Tragó saliva, tratando de calmarse. Decidió que necesitaba distraerse, hacer algo, cualquier cosa, para alejarse de esos pensamientos. Pero cuando intentó levantarse, sus propias emociones lo traicionaron, manteniéndolo en su lugar.

Quizá, pensó, lo mejor sería enfrentarlo. Hablar con Noé, exigirle respuestas claras, entender por qué ese beso había dejado marcas, tanto físicas como emocionales.

Pero primero, necesitaba enfrentarse a sí mismo.







La habitación estaba sumida en un silencio espeso, solo interrumpido por el jadeo entrecortado de Vanitas, quien ahora yacía tendido sobre la cama, con la camisa arrugada entre sus manos temblorosas y los labios ligeramente hinchados tras morderlos en su frenesí.

Su mente, inundada de imágenes difusas, lo había llevado al límite. Noé, ese enigma andante, había tomado formas imposibles en su imaginación, y que estaba asemejando con esos sueños: un brujo poderoso envuelto en una capa de sombras, un marqués de porte altivo en un baile de máscaras, o simplemente un amante consumado que lo reclamaba con una mirada de intensidad devoradora.

—Maldito seas... —murmuró, dejando caer un brazo sobre su frente, limpiando el sudor e intentando calmar su respiración agitada. Pero incluso mientras cerraba los ojos, el recuerdo del beso de Noé seguía encendiéndolo, como si aún pudiera sentir el calor abrasador de esos labios contra los suyos, el roce punzante que le había marcado algo más que la piel.

Vanitas se movió, inquieto, dejando escapar un jadeo más alto del que habría querido. No sabía si su madre lo habría escuchado, o el pequeño idiota, pero todo le importaba poco ahora. Su mano, todavía temblorosa, subió hasta sus labios. El contacto lo hizo estremecerse, como si recreara ese momento de intimidad, el sabor de la lengua de Noé entrelazada con la suya, el ardor, la necesidad...

Y entonces, sin advertencia, el clímax lo atravesó como una descarga eléctrica, robándole un suspiro profundo y dejándolo exhausto. Su cuerpo se tensó y se relajó al instante, hundiéndose en el colchón como si fuera incapaz de sostener el peso de todo lo que acababa de sentir.

Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue el techo, otra vez. Y luego, lentamente, giró la cabeza hacia la ventana, buscando algún alivio en el aire fresco que entraba desde afuera. Pero lo que encontró fue algo completamente distinto.

La ventana, que estaba cerrada hacía apenas unos minutos, ahora estaba abierta de par en par. Y en el suelo, justo bajo el marco, había un rastro de algo que lo hizo incorporarse de golpe.

Era arena. Negra, brillante, como polvo de estrellas mezclado con sombras líquidas. Se arremolinaba en pequeños círculos, moviéndose con una vida propia que le erizó la piel.

Vanitas se quedó mirándola, sin atreverse a moverse al principio. Subiéndose los pantalones y limpiandose con las toallitas quetenía en la mesita de noche, como si algo lo empujara, se inclinó hacia el borde de la cama para observar más de cerca.

El aire estaba cargado de una energía extraña, una especie de vibración que le recorrió la columna. Pero, lejos de asustarlo, algo en esa arena le resultaba... familiar. Íntimo.

Esbozó una sonrisa débil y un poco entrecortada, dejando que sus dedos rozaran el borde del colchón.

—No tendrá esto que ver contigo, ¿verdad, Noé? —murmuró, sus palabras apenas audibles, y por supuesto, sin niguna certeza.

Y aunque todo parecía extraño —el beso, la cicatriz, la ventana abierta y ahora esa arena misteriosa—, Vanitas no podía evitar sentir una conexión. Algo lo unía a Noé de formas que todavía no entendía, algo más profundo que el deseo, y más antiguo que cualquier explicación lógica.

Mientras se recostaba de nuevo, agotado, dejó escapar un suspiro resignado. 

A pesar de todo, no podía evitar sentirse... atraído. Fascinado. Y quizá, solo quizá, incluso emocionado por lo que vendría después.



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aaaaaa, ¡pero qué emoción por dios! Ese beso ha despertado aún más mi obsesión con el vanoé, omg. Mañana tengo test pero, aquí estamos, jajaja. 

Eso sí, corregiré faltas después.

No saben lo que se viene, y esto no es más que la cereza del pastel. ¡nos leemos pronto, el siguiente capítulo será más largo, conoceremos más y habrá un extraño descubrimiento.

all the love, 

ella.

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