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iv. alta sombra

Vanitas entrapazó las sábanas en sus puños, extrañamente aquella noche tuvo uno de esos sueños con el brujo y su interés amoroso, del que desconocía rostro e identidad. Había sido una escena trágica, dónde él mismo mató prácticamente a la aldea que consideraba su familia, y bajo las lágrimas del cielo, habían huido con manchas de barro y corazones rotos.

Abrió sus párpados de sopetón, sentándose de golpe. La lluvia golpeaba con fuerza contra la ventana y los truenos resonaban.

Miró la hora en su celular, no eran más que las tres de la mañana. Pero estaba demasiado agitado como para conciliar el sueño, al menos no sin tomar un vaso de agua. Salió de su cama, con una complicación más grande de la que pretendía, pues en el calorcito de su colchón, sus pies descalzos fueron recibidos por el gélido suelo. Eso le hizo arrugar sus dedos instantáneamente.

Sentía la ansiedad recorrerle el pecho; hoy no había sido un buen sueño. Sentía que cada fibra en su piel recorría lo mal que lo había pasado el brujo en la historia; desde su amargura hasta su inequívoco desconsuelo. 

Caminó hasta la cocina, y tomando de la alacena un vaso de cristal, los rayos alumbraban su largo pasillo. Abrió el grifo con suavidad de no despertar a su madre o hermano pequeño, y tragando con cuidado el líquido, por el rabillo del ojo vio que algo pasaba a su lado. Se asustó inmediatamente, y respingó por el susto. Apartando su vaso, concibió en su mirada la cocina y el pasillo que llevaba al salón; las luces azules y blancas de los truenos no insinuaban ni mostraban que hubiera alguien más con él. 

Pero, al tener algo de miedo y saber que esa hora: es la de las brujas y demonios, corrió a su habitación. Era bastante miedoso a decir verdad. 

Con los pies descalzos y abrazándose así mismo, entró de nuevo a su cuarto. El pitido en su oreja izquierda aumentaba con cuidado, y eso le estaba perturbando con creces. Si continuaba dos o tres días más, pediría cita en el hospital, porque no era normal.

Extrañado, miró al frente. La ventana que siempre cerraba con seguro estaba abierta, el aire y la lluvia entraban por ella, alzando sus papeles, las cortinas y su azulado y oscuro cabello. Después de varios minutos en los que se quedó divagando sobre la posibilidad de haberla abierto él mismo, volviéndose todo demasiado oneroso, arrastra los pies por el suelo. Debía de haber estado soñando cuando la abrió sin darse cuenta.

Tomando el agarre la vuelve a cerrar, asegurándose de que estuviese cerrada. Respira algo intranquilo, y acomoda algunos de sus mechones tras su oreja, haciendo repiquetear su pendiente. Su ropa se ha humedecido con la lluvia, pero ignorándolo vuelve a meterse en su cama.

Cuando se arropa en la suavidad de sus cobijas, divaga un poco sobre sus sueños. ¿Por qué le habían dado tal creatividad a su mente? ¿Y por qué gran parte de ellos eran tristes y solitarios?

Únicamente cuando estaba con aquel ser de morados ojos, era que la luz parecía vislumbrarse en la amargura de su cabeza. Ojos morados. Recordó las estrellas y la enorme y pacífica sensación que sintió al ver a su nuevo interés amoroso.

Noé. Creyó decirlo en alto, varias veces, disfrutando de sus letras, de las curvas que provocaba en sus labios. ¿Por qué lo había recordado tras pensar en los ojos del que había acompañado sus sueños toda la vida?

De pronto, el pitido en su oreja izquierda desapareció, así, de golpe. Cierra los ojos más tranquilo, y queriendo conciliar su anterior tiempo durmiendo, trata de pedir a los cielos tener el sueño del brujo con su ser amado en la cabaña; lleva tiempo queriendo verlo de nuevo. Aquella dolorosa y excitante escena.

Si todo no fueran más que sueños..., ¿por qué su cabeza continuaría las historias, o cuándo lo deseaba de verdad, podía verlos de nuevo?

Definitivamente, estaba loco. 

Siente cómo algo lo mira, y asustado abre sus índigos encapuchados y mira hacia la esquina de su habitación, hacia la otra; su espejo en la pared, y el armario. No había nada.

Algo intranquilo, observa la luz de los rayos y la luna que entra por la ventana cerrada, su luminosidad hacían sombras que se posaban con cuidado sobre su cama. Las mira, tratando de calmar su respiración. 

Formas normales de las cortinas u objetos que hayan cerca de su cama se reflejan; oh, pero entonces, su cuerpo se tensa. La luz alcanza a alumbrar la parte superior de su casa, por lo que las sombras llegan hasta su cama, y sobre los tendidos, hay una sombra.

Pero no es una sombra normal.

No tiene forma de cortina, ni de ventana, ni siquiera de los árboles que cruzan el paisaje a lo lejos. Es una grotesca sombra: alta, negra y de cuernos en su cabeza.

Le tiemblan sus febriles dedos, y rezando en su cabeza, pide que lo que ha visto y ha hecho tensar su cuerpo, desaparezca. Realmente asustado, vuelve a abrir los ojos, aferrado a las cobijas como si pudieran protegerlo de cualquier mal.

Ya no hay nada. 

Sin embargo, ya no puede tranquilizarse.











Con una expresión enfurruñada toma su celular, preguntándose quién sería el que estaría reclamando a un muerto como él y profanándolo de su tumba. Mira la hora, eran las siete de la mañana; en unos minutos sonaría su alarma para despertarse, pero le habría gustado disfrutar de esos últimos instantes durmiendo. 

Ve con borrosidad el mensaje y las cuatro llamadas de Dante. Le dice que antes de las clases, se encuentren, tiene algo muy emocionante que decirle.

—Maldito calvo —sólo musita. En respuesta a su mensaje manda un simple "ok".

El olor a jazmines podridos y humedad se instala como un segundo inquilino dentro de su habitación soledosa. Rascando su cabeza, recuerdo algo grato tras el susto de la madrugada.

Soñó con la escena del brujo y su amante en la cabaña. Una curiosa sonrisa surca sus labios. Adoraba tanto ese sueño, la forma en que es cuidado, amado, acariciado por cada rincón de su cuerpo, hace que se estremezca el propio. 

Lamentablemente, aquella escena no era más que una creación de su cabeza, y que sin embargo, se repetía en su cabeza como un recuerdo. Una reminiscencia.

El pitido ha regresado a su oído izquierdo. Molesto, rememora el susto vivido en las altas horas, pero negando, se abstiene de tenerlo más de lo necesario en su cabeza. Siente frío de repente, este se cuela por debajo de su pijama, y le ataca las costillas. Mira hacia el otro lado, y ve que la ventana... está abierta. 

Se sienta de golpe. Y su respiración se agita. Estaba seguro de que la había vuelto a cerrar. 

¿Acaso la noche tan agitada por la lluvia hizo que su ventana se abriese desde dentro? ¿Acaso la había vuelto a abrir en sus sueños, significando entonces, que era sonámbulo?

Mirando su cama, con su cuerpo temblando y su pecho agitado, ve como las marcas perfectas de unas manos negras; formadas con una extraña arena oscura están sobre el tendido. Largas y de uñas afiladas; ahí marcadas como si lo hubieran estado sosteniendo en su inconsciencia.

Traga grueso y siente como la sangre le baja de golpe.

Oh. Eso no había sido producto de su imaginación o esquizofrénica cabeza.

La toca con los dedos temblorosos, y ve como la arena de pequeñas motas negras se revuelve, y el viento, con una frívola ráfaga, que entra por la ventana, se la lleva en un delicado movimiento. Dejando su tendido como si no hubiera estado marcado por unas manos diabólicas.

Sale corriendo de su cuarto, y llama a su madre, totalmente asustado.

—¡Luna, luna! —la llama.

Dicha está desde muy temprano levantada, preparándose para irse a trabajar y haciendo el desayuno para su hijo. Sus rizos de melena azul clara se tornan hacia él. Escucha cómo el estómago de Vanitas ruge por todos los rincones vacíos desde su lugar, y se ríe al escucharlo.

—Vanitas... ¿ya tienes hambre? —le pregunta, con suavidad.

Pero al ver su rostro, completamente asustado, y corriendo hacia ella, lo recoge entre sus brazos.

Un instinto maternal, casi mecánicamente grabado... el detalle, es que esto no era habitual en ella.

Vanitas siente que todo le tiembla, pero las lágrimas del pánico, no son capaces de asomarse por sus ojos. Su madre, una mujer de piel oscura y de unos preciosos ojos azules, acaricia su espalda. Le pregunta sobre qué es lo que sucede, por su mal despertar, pero él no es capaz de soltar palabra. No es capaz de hablar sobre la presencia en su cuarto. No quiere que lo tome como loco.

No obstante, la fortaleza y seguridad en los brazos de su madre, lo reconforta. Aunque esta no tarda en apartarlo de golpe, sintiéndose exasperada ante la no respuesta de Vanitas.

Incluso si hubiera querido mediar palabra o contar algo, su madre, nunca le habría escuchado. Los azules ojos de ella lo ven con molestia.

—¿Qué es lo que pasa, Vanitas? ¿Por qué me estás incordiando tan temprano?

Ya. Por un momento, se olvidó de la mala relación que tenía con su madre. Quien siempre y desde que tiene memoria, lo ha odiado. Ya no estaba seguro de si por él, o por lo mucho que se parecía a su biológico padre, que la había abandonado.

Vanitas remueve sus labios, y absorto en la tranquilidad que le había ofrecido, aunque fuera por unos segundos sus brazos, niega. Su hermano pequeño, y el hijo preferido de su madre, asoma la cabeza por la puerta astillada.

Una pequeña melena blanca, piel pálida y otros preciosos ojos cielo. Unos ojos que su madre sí amaba de verdad.

Hermanos, pero hijos de distintos padres.

Ignorando al menor, huye de la sala, de nuevo hacia el cuarto. Cierra la ventana, encerrando a su vez el miedo o la preocupación que hayan podido provocar sus imaginaciones. Ya sabía que no estaba bien de la cabeza, no tenía porque enterarse nadie más. Y mucho menos, una familia que no lo quería.

Saliendo del baño, sin haber sido aún capaz de soltar alguna lágrima, escucha como su madre ha salido antes con su hermano, quedando absolutamente solo en la casa.

Igualmente no tarda en arreglarse, tomar su abrigo, bolso y salir pitando de la casa.

Le duele el estómago, tiene hambre. Ha comido por lo que cree recordar una vez solamente ayer, cuando tomó algo junto a su amigo. Si toma algo de la cocina en casa, su madre se enfada y le replica siempre para que aporte lo que ha gastado, inclusive si era solo una loncha de queso.

Caminando, aún azorado en su pecho, se acomoda su abrigo negro de cuero. Esta mañana hacía más frío, y por ende, no iba tan descubierto como ayer.

El frío le escupe con rabia en la cara, y trata de abrocharse mejor la chaqueta. Debajo lleva un cuello largo negro, baggys y unas zapatillas con plataforma. Algunos colgantes de plata se vislumbraban por debajo de su abrigo, y su habitual bolso con pines y cadenas. 

Le dolían los huesos. Y el mal sueño se le notaba en la cara, puede que también fueran las ganas de llorar por la falta de atención y amor por su madre. Su hermano ni siquiera le dirigía la palabra; ella se lo había prohibido.

El dinero que tenía y con el que compraba las cosas de las máquinas, su ropa o lo que fuera a comer por la calle, era limitado. Se lo ganaba durante el verano y lo ahorraba no gastando absolutamente nada, para en el curso escolar, dejar el trabajo y pagarse sus necesidades, además de las cuotas del curso.

Era bastante complicado llevar una vida así, pero se había acostumbrado. Su madre lo único que le daba era un techo, pero nada más. Y él no sería tan estúpido para aportarle dinero, así que, para que no le echase en cara nada, no le pedía nada y así, todo era en justas condiciones.

Nunca conoció a su padre, y el de su hermano pequeño murió a los pocos meses que nació este. Por eso estaban únicamente ellos tres en esa remilgada casa. Lo peor, es que para los amigos de su madre, era ella la mujer más capaz, que sacaba adelante a sus dos hijos. Cosa que era mentira.

Estaba seguro de que le quedaba muy poco para que lo echase de la casa, pero él con un dinero aparte que había estado ahorrando desde hacía algunos años, tenía pensando irse antes de que eso pasase.

Sin embargo, ante los sacrificios que conllevaba haber sobrevivido así durante toda su vida, seguía dispuesto a seguir viviendo incluso en los momentos más lóbregos.

Lo único bueno, era que pese al susto de la noche pasada, los sueños lo habían acompañado desde siempre. Y en parte, era una felicidad y una amistad, si es que podía considerarse así, que lo habían ayudado mucho a seguir viviendo.

Respirando el aire helado, ve la cabellera cobriza de Dante en la entrada de su facultad, esperándolo. Sabía que tenía que irse a su propia facultad, por lo que se dignó a caminar más rápido para no hacerle perder más tiempo.

—¡Calvo! —lo saludó, con una sonrisa sutil.

Las pocas sonrisas que mostraba Vanitas, suelen ser siempre sarcásticas. Si sonríe por placer o felicidad siempre se termina por descubrir que por dentro se lo está comiendo a bocados el desespero. 

Este lo ve impaciente, y con el reloj bajo su manga reluciente y brillante. Denotaba que lo había estado esperando con angustia.

—Vanitas... has tardado —le recriminó.

Este rezongando, removió el piercing en su labio. Era una manía tóxica. Un gusano venenoso que le mordía hasta la punta de sus dedos, y nunca sería capaz de dejar ese movimiento.

—No pediré disculpas, calvo. Habla, ¿Qué quieres?

—Johann me ha pedido que te invite a su fiesta —dice, con el mondadientes en su labio. El lunar bajo su ojo, reluce con la poca luz que apenas está saliendo.

Vanitas arquea una de sus cejas. —¿No podías decirlo por mensaje o llamada?

—No —niega en banda—. Es una sorpresa, muy pocos saben de esto, y Johann tiene una estúpida creencia de una extraña conspiración que tienen unos de la facultad, o algo de que tienen pinchado su teléfono, que se yo... está loco.

Eso logra sacar una burlesca sonrisa a Vanitas. Estaba seguro de que siempre sus amigos le salían con cualquier estupidez.

—¿Puedo llevar a alguien? —preguntó con sus azules ojos pintados de la nubosidad del cielo—. Sino, no iré —arremetió de una.

—¿Tu nuevo ligue? —y al ver el asentimiento de Vanitas, rueda los ojos—. Está bien, se lo diré a Johann después. Pero... aún sigue sin parecerme trigo limpio, charlatán.

Vanitas cabecea, y apretando sus fríos dedos en los bolsillos de su abrigo niega. Camina hacia adelante, y con la mano lo despide.

—Es mi vida, calvo. Yo me ocupo.

Dante se despidió a su forma también, pero si era verdad que tenía una extraña sensación con todo. Sin embargo, no dijo nada más y viendo la hora, salió corriendo a tomar el metro.








Subiendo por las escaleras, siente que su estómago ruge de nuevo. Tenía un límite ante lo que podía gastar al día, y teniendo en cuenta que sus amigos solían salir a tomar algo todas las mañanas o tardes, guardaba siempre ese dinerito para eso. No podía quedar mal ante sus pocos amigos.

Era un poco de orgullo, y estaba mal, pues sus amigos lo invitarían cuando él no pudiese pagar; pero así era él.

Se rasca su delgada mandíbula mientras sube a los pisos, notando cómo la calefacción está puesta y el calor lo absorbe con cuidado. Escuchando unos pasos cerca suyo, gira su larga melena oscura.

Era Jeanne.

Viste una gabardina rojiza, ceñida a su figura, mientras en su hombro carga su bolso y acomoda su corto cabello con unos guantes negros, de lacitos burdeos.

—Vanitas, buenos días —la saluda ella con su habitual sonrisa fingida.

—Buenos días, Jeanne.

Si pudiera quedarse en casa lo haría, tampoco es que fuera de su total agrado asistir a todas las clases, no obstante, se sentía mejor yendo y viendo a sus amigos, que estando encerrado en su cuarto todo el día. Mucho menos deseaba que su madre lo viese, y estuviese gritándole todo el día.

Caminan juntos en silencio hacia el aula. Este era el primer día de esta asignatura, así que conocerían a su profesor, temario, prácticas obligatorias, etc.

Entrando al salón, suben las gradas y se sientan en una de las mesas del medio. Jeanne la primera, y Vanitas a su lado. Es una larga fila de siete sillas en las que comparten la mesa. La chica en la tranquilidad, saca su botella de agua, pintada con unos conejitos adorables; bebe un poco y se recuesta sobre la mesa, a aprovechar más horas de sueño. Ni siquiera se ha quitado el abrigo.

Siempre le pareció adorable la forma tan rápida en la que cae dormida y sus labios se hacen morritos. Suponía que algo de certidumbre debía de tenerle, para confiar en que él estaría pendiente de ella y que podía dormir tranquila hasta que el profesor hiciese su entrada.

Mirando a su alrededor ve como los alumnos llegan, riendo con sus amigos de años anteriores o iniciando nuevas amistades. Las grandes ventanas están abiertas, pero no tardarían en cerrarlas para que no saliese el calor del lugar.

Saca su móvil, dispuesto a perderse en alguna aplicación hasta que el profesor se dignase a aparecer. El estómago le ruge, y estirando sus pies, se retira el abrigo, dejando a la vista su jersey negro de cuello alto, con cadenas sobre su pecho. Tiene la intención de tomar un chicle para calmar el hambre, cuando ve una cabellera blanca pasar por la puerta.

Entonces lo recuerda. Noé, el chico que intenta conocer y ligarse, le dijo que en esta asignatura podían coincidir; y debido a su malestar de la mañana se había olvidado completamente. 

Se regaña así mismo: «Tendría que haberme arreglado más, maldita sea», piensa. No estaba lo suficientemente atractivo para atraer su mirada.

Pero se equivoca, pues al dejar la entrada, ni siquiera lo busca. Sus morados ojos, revestidos de pestañas blancas lo miran de inmediato. No sabe cómo lo ha encontrado tan pronto y desde la distancia, pero sus miradas chocan.

Vanitas respinga sutilmente y siente como un delgado escalofrío pasa por su nuca. El pitido ha vuelto a desaparecer, junto a la respiración en su cuello.

Lo ve subir las escaleras, directamente hacia él. Esta vez viste una gabardina negra, de cuello y jersey interior burdeos, pantalones oscuros y de nuevo, unos zapatos de charol azabache. No lleva su mismo maletín del día anterior, esta vez lleva un bolso cruzado algo más grande y de color blanco, sin ninguna otra decoración.

Cuando sus manos morenas pasan por la mesa, dando la vuelta para sentarse a su lado, ve esos mismos anillos en sus delgados dedos. Siente que el de la calavera lo embauca un poco, pero al escuchar su voz, se desentiende unos segundos.

Vanitas siempre había tenido en su cabeza muchos hechos y pensamientos. Los humanos eran seres repulsivos y asquerosos, pero desde que lo había visto, podía negarlo en rotundo. Era un ser gustoso, bello y aceptable para su pecho cansado de inflarse por el oxígeno.

—Vanitas, buenos días —lo saluda al sentarse junto a él, ignorando a la chica dormida que está al otro lado del chico de cabellos oscuros. Su timbre grave, y su mirada delicada, remueven cosas dentro de Vanitas.

Muchas de las miradas se posaron en Noé. Tanto de chicas como chicos; lo veían tal como era. Un ikemen. Un ser que no era fácil de intentar ocultar, pues el arte siempre hará sentir atraídos a las masas vastas de personas hambrientas por devorarse cualquier rostro que les parezca mínimamente apolíneo. No era siquiera el despojo de un grupo de dioses que aventarían las sobras, que llegaron a tocar sus labios al público famélico.

Su pelo cubierto por un velo nítido de rizos y nieve, era brillante con la luz caucásica del cielo. Algo sobrenatural se desprendía de él, de ese rostro somnoliento, hermoso, fantasmagórico y espeluznante. No sabía lo que era. Pero ante tantas miradas que engullen su cara tranquila, ninguna podría representar la totalidad de su beldad.

No había forma de imprimir la insuperable visión de su sonrisa, que sus ojos azules tomaban fotografía; cuyos se abren como capullos al notar que la sonrisa le es dirigida. No puede creer que esté coexistiendo en el mismo plano que él, uno dónde sus rodillas apenas se sostienen temblorosamente, y sino hubiera estado sentado, habría caído de forma patética.

—Buenas, Noé —lo saluda, con sus labios temblando ligeramente.

Este parece notar lo embobado que lo tiene, y sonriendo de forma ladina, deja su bolso sobre la mesa; lo abre con mucha delicadeza y saca de él un bolsa de papel, algo untada de aceite al final de ella. También saca un vaso de cristal curveada, y tapa de corcho negro; un extraño vaso si se lo ponía a pensar.

Con todo ello, se gira y lo tiende hacia él, aún bajo algunas miradas.

—¿Para mí? —le pregunta.

—Por supuesto. Vuestros ojos muestran lo hambriento que estáis —le dice, no sabiendo si era una broma o lo decía enserio. ¿Tanto se le notaba que hasta un chico que apenas conocía, le había comprado un desayuno?

Colorando sus mejillas, y con sus febriles y delgados dedos, toma lo que le ofrece el extraño de corazón bello. Lo abre con cuidado, y descubre que hay un bollito de crema; de esa que no era dulce, y podía llegar a ser insípida, pero era su favorita. Abre el corcho y hay un café amargo, desde su sitio le llega el aroma cargado, y eso le saca una sonrisa.

Cruza sus ojos índigos con el chico, y este no hace más que verlo desde su lugar, animado y con suavidad en su mirada. La delicadeza de su expresión remueve su pecho.

—Gracias, Noé —le musitó con mucha impresión, no esperaba recibir del nuevo interés amoroso un regalo así de la nada. Eso sin duda le daba puntos.

—No es nada por lo que debáis agradecerme, Vanitas —le responde.

Aún no se acostumbra a su forma de hablar tan coloquial, pero sin poder borrar la sonrisa, toma hambriento ese bollo y el café amargo. Lo acaba en tres minutos y con una sensación cálida, mira al chico que ha sacado un cuaderno y un bolígrafo delgado, de punta metalizada y color madera. Saca un chicle de su bolso y se lo come rápidamente, por nada del mundo quiere que le huela mal la boca después de ese desayuno.

¿Por qué todo lo que rodeaba a este chico era tan misterioso y excitante de descubrir?

—Oye... —inicia el de cabello azabache, tornándose a mirar al joven de cabellos blancos y hombros grandes. 

Se había quitado la gabardina, dejando a la vista su camisa color burdeos. La tenía metida por el pantalón, y estaba tan ceñida a su cuerpo, que podía vislumbrar sus anchos músculos, y sus grandes pectorales y ceñida cintura. Casi se le hace la boca agua.

—Decidme, Vanitas —le responde, con el ligero movimiento de su mano, mientras escribía líneas en el papel. Parecía de esos juegos para mejorar la escritura, pero tampoco podía admitirlo al 100%.

—Hay una fiesta este viernes..., es de uno de mis mejores amigos, y bueno, si estás disponible y no te importa venir conmigo..., ¿Qué me dices? —le inquirió mordiendo su labio inferior, rasgando el arete en su derecha, cerca del lunar bajo su labio.

Noé detiene el movimiento de su mano, y por unos segundos, su perfilado rostro, oculto con sus mechones no lo mira directamente. 

—¿Una fiesta? —le responde con tono neutral.

Entonces, descubre su mano izquierda, y cerca del bordillo de su manga, Vanitas descubre que tiene un tatuaje. Pero no es capaz de detallarlo. Bajo sus nudillos, a lo largo de los dedos se leía la palabra "paciencia". La tinta resaltaba en su morena piel, con un matiz brillante por los bordes.

Cada vez le ponía más ese hombre.

—Sí, ya sabes, alcohol, música, cuerpos bailando muy cerca... —le susurra, inclinándose un poco más hacia él, mientras masca su chicle con olor a fresas sonoramente—. ¿O... es que este niño bonito nunca ha ido a una?

Noé cruza sus ojos y ambos se sostienen la mirada en el murmullo de la sala. Sus ojos violetas deambulan por la expresión picarona del chico azabache. Desde sus azules y tétricos ojos, hasta su labio pintando junto a un lunar, y de arete rodante y metalizado.

—He asistido a muchas..., pero nunca a una cómo a la que os referís —susurró en respuesta, bajo una delgada respiración. Se estaba conteniendo, pero Vanitas no sabía de qué.

Vanitas muerde su labio provocativamente, emocionado al ver cómo esos morados ojos, parecen continuar esa tensión en sus cuerpos.

—Y tampoco has ido a ninguna con alguien como yo —responde Vanitas, acercándose un poco más al otro.

Entonces Noé carraspea, y se vuelve a sentar correctamente. Mirando el cuaderno y sus manos, asiente.

—Me parece perfecto, dadme vuestra dirección —le pide.

Y Vanitas, tragándose un suspiro ante la abrupta interrupción entre sus distancias, toma el mismo cuaderno de Noé y de sus propias manos, rozando sus dedos morenas, toma el bolígrafo. Le escribe la dirección con una sonrisa, mientras acomoda su coleta larga.

Entonces ve cómo los dedos de Noé se han doblado en un puño, y como de su maletín saca unos guantes negros para ponérselos. No sabe si ha sido porque tenía frío o porque cruzó sus dedos con él.

Al terminar de escribir, le pasa el cuaderno y denota entonces cómo entra el maestro y su amiga se despierta como un reloj.

La clase se calla de inmediato, saludando al nuevo maestro, y viendo cómo Noé toma el cuaderno y acaricia la tinta con la que ha escrito su dirección, atienden en silencio.







Cuando acaba la clase de dos horas, con un profesor que aunque iniciaba apenas la asignatura, aprovechó para dar dos temarios, salen cansados. Jeanne está hablando con Vanitas, sobre los temas que ha dado y, por delante de Noé, apenas unos centímetros, le pregunta sobre el chico. Él le dice que no se meta en sus cosas, y despachándola rápido, vuelve su atención a Noé.

Esperándolo hasta que se acerca.

—¿Tenéis otra clase? —le pregunta Vanitas al ver que se detiene a su frente. Ahora de pie, regresa a inclinar su cabeza para ver al hombre más alto.

Noé asiente. —Pero no voy a ir..., tengo cosas que hacer, y de todas formas no es en el A —le responde con quietud, algo más serio que antes.

¿Se había molestado de verlo hablando con Jeanne? ¿Su chico nuevo estaba teniendo celos?

No. Claro que no era eso, pero Vanitas no podía saberlo. 

—¿Te apetece entonces que nos encontremos para comer algo? —le pregunta Vanitas.

Ve cómo el hombre entrecierra sus ojos, y una sombra cruza su rostro. Apenas fue unos segundos, pero el de cabello azabache estuvo seguro de ver una amarga tristeza en su mirada. Una agonía que lejos estaba de tener paz.

—Bien. Os esperaré en la entrada sobre las dos en punto —le dice, mostrando una mueca amable, pero que entre sus labios escondía agonía.

Vanitas se extraña. Quiere entender al hombre de siniestro y misterioso provenir, y puede aprovechar que ese almuerzo, le de a entender muchas cosas. Al menos a saber más que su nombre.

Siente como con sus manos revestidas de los guantes, el moreno alza uno de sus mechones y lo pone detrás de su oreja. Con tal delicadeza que cubre su propio corazón de un sentimiento extraño y suave. Pero la expresión tan agónica en sus ojos, lo confunde. No entiende a qué viene se mirar.

—Estaré allí —responde el chico más bajito. 

Noé se aleja, y Vanitas denota un ligero temblor en sus dedos cubiertos.

Observar a todos en silencio y cuestionarse asuntos triviales conforma su indiferencia al vivir la vida. No hay mucho que decir sobre ser un humano.

Pero había tanto que decir de aquel extraño, y que su corazón se moría por conocer y desentrañar.

Su perfume le escupe en la cara cuando se da la vuelta con un gesto delicado y camina de manera recta a las escaleras, sin decir nada más. Se despide de su nuca nevada rozando los bordes astillados de la puerta con las yemas. 

Alejándose del marco, y viendo la figura alta de Noé desaparecer, se refugia en el nuevo aula dónde esperará su nueva asignatura. Aunque su pecho esté inundado de sonidos musicales que acompasan ese silbido agudo en su oído, nuevamente, el chico de cabello nevado y su expresión melancólica, no salen de su mente.




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esta vez un poco más largo, casi cinco mil palabras. así que espero que lo disfruten. con esto, el próximo almuerzo nos dará a conocer muchas más cositas importantes sobre Noé y su extraño actuar.

también conocemos el ambiente familiar de vanitas..., ay mi corazón.

¡qué emoción! tratar de escribir un noé que oculta tantas cosas, es misterioso y camina con un aura oscura, es todo un reto para mi y para el habitual noé que escribo siempre (tan dulce, hablador y amable), pero me encanta.

no olviden comentar y votar.

all the love, 

ella.

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