Capítulo 9. Primitivos instintos
9: Primitivos instintos
Kayla
No fui a decirle a mi abuelo que necesitaba que se encargara de ese vampiro. Hodeskalle se lo diría él mismo, no tenía ninguna duda. Pero sí tenía muchísimas dudas sobre cómo él lo había alcanzado.
Me encerré en mi habitación con la vertiginosa seguridad, a través de todas las preguntas que me lanzaba, que él me estaba siguiendo. No tenía ninguna otra prueba, no lo había visto ni olido jamás cerca de mí, pero no podía pensar en otra cosa.
Con la espalda contra la puerta, como si así pudiese trabarla e impedir que cualquiera entre a mi cuarto, me acordé súbitamente que esa noche había percibido su aroma en la puerta de mi auto.
Jadeé.
—¡Estaba en la universidad! —exclamé, más enfurecida que asustada.
No se me ocurrió pensar que era turbio que me estuviese siguiendo también fuera de la casa, solo me enojé porque parecía que necesitaba que me cuidaran. Hacía años que no necesitaba niñeras ni guardias para salir de la mansión. No necesitaba que él me pisara los talones...
Bueno, acababa de ir a pedirle a mi abuelo que se encargara de algo que evidentemente yo no podía hacer... ¡Pero Hodeskalle llegó ahí primero! ¿O no? ¿O simplemente él estaba regresando a la mansión y lo atrapó cerca? ¿Lo mató así si más...?
No, lo olí. Hodeskalle estuvo en la universidad. Si regresaba a la mansión era porque lo estaba haciendo al seguir mis pasos.
Sentí escalofríos al pensarlo. Para nada como los escalofríos que sentía cuando miraba sus labios o los botones abiertos de su camisa. Fue distinto. Quizás no era uno de terror, pero tampoco estaba lleno de placer. Sin embargo, lo que sí me asustó fue que no supiera cómo terminar de sentirme al respecto.
Me puse en marcha enseguida y empecé a meter cosas en un bolso. Le mandé otro mensaje a Jane y le supliqué que me recibiera en una hora. Ella no se negó para nada y solo tuve que vestirme y recoger mis cosas de la universidad para salir.
No me sorprendió encontrar el pasillo vacío, porque era obvio que Hodeskalle no estaba dando vueltas, sino enseñándole el botón a mi abuelo.
Caminé rápidamente por las galerías y evité a cualquier miembro de mi familia para no dar explicaciones a dónde iba. Estuve en un auto en un instante y antes de que llegara a la casa de Jane, mi mamá me mandó un mensaje, preguntando si ya me había marchado.
Bufé durante el resto del camino y me di la frente contra el volante una vez aparqué. Nunca antes había notado lo chusma que era mi familia y la necesidad que tenían de pasarse información sobre todo lo que hacía. Me pregunté si Hodeskalle les diría que estuvo siguiéndome y eso también serían capaces de ventilarlo.
Apenas bajé del auto, me propuse desechar todas mis preocupaciones. Jane me recibió en la puerta y me preguntó si estaba todo bien. Por supuesto intuía que algo en casa me tenía incómoda, pero no insistió más cuando pasamos al comedor para ir a cenar con su familia.
Fue entretenido, la verdad, y pude olvidarme por un largo rato de todo, porque era la primera vez que comía con una familia entera sin estar renegando por el olor a sangre. Fue una charla amena y divertida, donde contaron anécdotas familiares graciosas.
No pude contar ninguna propia, porque las mías con mi hermano y tíos eran demasiado sobrenaturales y necesitaba maquillarlas mucho, pero los padres de Jane no eran para nada invasivos. No preguntaron más de lo necesario para conocer de mis parientes y yo tampoco dije mucho.
Luego de la cena, las dos nos metimos en su habitación, que olía exactamente como ella, a miel y fresas, y miramos Bridgerton hasta la madrugada.
—¿Tus padres te esperan siempre para cenar? —le pregunté, mientras estábamos las dos tiradas en la cama.
Ella se encogió de hombros.
—Casi siempre —resumió—. Como somos nosotros tres, prefieren que comamos tarde cuando llego a casa de la uni.
—Son divertidos —le dije, arrancándole una sonrisa de los labios—. Es lindo también que sean pocos, tienes menos posibilidades de que haya malentendidos, chismes o muchos secretos.
Jane giró la cabeza hacia mí, curiosa, con la preocupación por mi huida de casa de nuevo grabada en el rostro.
—Lo dices como si fuesen muchos en tu casa.
—Somos muchos —confesé—. No solo somos mis padres, mi hermano y yo. También mis abuelos y mis tres tíos. Bueno, mi tía lleva un par de años fuera de casa, pero técnicamente, aún viven con nosotros —expliqué—. Y hay un invitado extra —añadí, un poco entre dientes. Se me notó que no estaba muy feliz por eso.
—Ah —dijo, bajando un poco el volumen de la televisión para que no estorbara nuestra conversación—. Cierto que dijiste algo sobre invitados. ¿Por eso estás así?
Jane tenía una bonita y enorme casa en un barrio exclusivo. Tenía varias habitaciones y un jardín enorme, con una piscina y un jacuzzi que su tía abuela había querido usar, pero sin duda no imaginaba que yo vivía en un sitio todavía más enorme, con tres sótanos y hasta un helipuerto, pensado para inmortales que residirían allí por décadas y hasta cientos de años. Quizás, por eso imaginaba que convivir con tantas personas y un invitado sería agotador.
Lo era, a pesar del espacio, porque para las distancias se desdoblaban cuando eres veloz y puedes oír y olfatear a muchísimos más metros que un humano. Así que no estaba tan errada.
—Supongo que necesito un poco de tiempo lejos de ellos —contesté—. Los amo, pero a veces son muy metiches. Es algo agobiante.
La vi asentir, lentamente, pensativa.
—No creas que mis padres no me agobian de vez en cuando —contó—. Aunque somos pocos. Quizás ese es el problema —Fruncí el ceño, sin entender a qué se refería, hasta que ella continuó—. Ser la única hija que le queda a tus padres es una desventaja.
Tragué saliva, entiendo ahora de qué estaba hablando. Jane no dijo nada más y tampoco me animé a preguntar, porque me parecía una historia muy sensible que solo tenía que contar si quería.
Le tomé la mano que sujetaba el control remoto y le di un apretón, solo para significarle que estaba ahí para apoyarla, como ella lo estaba haciendo conmigo. También, me alegré haberla salvado a tiempo y también, incluso, haberle mentido para protegerla. En su pequeña familia ya habían sufrido demasiado.
Nos dormimos antes de las cuatro de la mañana y no despertamos sino hasta el mediodía. Las dos nos miramos a la cara, despeinadas y llenas de lagañas y nos reímos solas por un largo rato mientras nos hacíamos algo de comer.
Sus padres no estaban a esa hora, así que deambulamos en pijama por la casa y no tocamos los apuntes para el examen del viernes hasta que se hicieron las cinco y nos tocó prepararnos para las clases de ese día.
Nos fuimos en su auto y pactamos ir a comer, como la semana anterior, una vez saliéramos de la uni. Cuando estuvimos ahí, estuve escaneando mi alrededor sin parar, tratando de captar cada olor posible, pero ni siquiera estando en el estacionamiento, antes de marcharnos, pude confirmar si Mørk Hodeskalle estaba siguiéndome.
Tampoco lo hice durante la cena, que la tuvimos en un restaurante tradicional mientras yo le preguntaba a Jane si sus padres no se molestarían. Ella le quitó importancia y volvimos a su casa temprano, decididas, ahora sí, a estudiar lo más posible para el examen.
Estando dentro de su casa, me sentí segura y tranquila y pude enfocarme sin ningún tipo de distracción. No me inmuté ni siquiera cuando recibí otro mensaje de mamá y me di cuenta de que no le había contestado el primero.
Ella no sonaba para nada enojada. Había asumido completamente que estaba bien y solo me pedía que le avisara por cualquier cosa que necesitaba.
—Carajo —dije. Me había distraído tanto con Jane y su familia que olvidé a mi madre, pero en seguida noté que era muy extraño que no me exigiera respuestas, que no me llamara, ni me hiciera confirmar en dónde estaba. Sabía por mi abuelo y mi papá que estaría en lo de Jane, pero podría haber mentido.
Solté el teléfono y miré enseguida por la ventana, hacia el jardín enorme de mi amiga, completamente a oscuras y vacío.
—¿Kay? —preguntó Jane, ante mi reacción inesperada—. ¿Estás bien?
—Sí —dije, rápidamente—. Voy a tomar un poco de aire.
Me levanté y dejé la mesa del comedor con todos los apuntes y salí al jardín por la puerta-ventanal más grande. El jardín estaba en absoluto silencio. Esa noche no había siquiera brisa que me despeinara el cabello y me trajera aromas de más allá.
Escaneé la oscuridad, mientras caminaba por el parque, pero después de diez minutos y de que Jane saliera a preguntarme si quería helado, me di por rendida y asumí que no necesariamente él tenía que estar ahí.
Lo que había pasado la otra noche con ese vampiro y con el botón que él tenía encima podría haber sido algo momentáneo. Quizás sí había estado en la universidad ese día. Quizás, en realidad, estaba siguiendo a ese vampiro y no a mí.
—Estoy siendo paranoica —me dije, sacudiendo la cabeza y apartando toda la psicosis para poder concentrarme, otra vez, en mi examen.
El viernes, Jane y yo fuimos a la universidad por separado. Cada una fue en su auto, porque yo ya había determinado que abusé demasiado de su hospitalidad y que debería volver a casa. No quería ser inoportuna, quedándome tantos días.
Además, ese tiempo fuera de la mansión, lejos de mi familia, me había ayudado a pensar mejor. La presencia de Hodeskalle ni siquiera me parecía tan impresionante y tan deseable como la sentía cuando estaba en casa.
Sin embargo, a pesar de mi decisión de regresar, por los nervios del examen, le contesté los mensajes a mi madre, pero no le avisé que regresaría esa misma noche. Pensé, mientras buscaba un lugar para aparcar, que al final todos se enterarían en cuanto llegara.
Tuvimos que estacionar super lejos, porque no quedaba lugar en el estacionamiento cerca de los edificios. Los únicos lugares disponibles estaban al final de la plaza de aparcamiento, junto a la rocosa y ruidosa costa. La brisa salada y helada nos despeinó y tuvimos que correr como desquiciadas para evitar las gotas que estaban empezando a caer del cielo encapotado... y también para llegar a horario al examen.
Irrumpimos en la clase cuando ya estaba comenzando y el señor Evans estuvo a punto de retarnos, hasta que se dio cuenta de que éramos nosotras. Yo, particularmente. Nos permitió sentarnos al fondo del aula y sacar hojas para rendir, sin retarnos más.
En seguida, noté que no me había preparado lo suficiente. Las actividades eran largas y por eso habían dicho que duraría cuatro horas. Me quedé en blanco por lago rato y tuve problemas con varios puntos, aunque sentía que unos tantos, en el fondo, los sabía. Tenía mucho de estadística, de análisis de datos y de ejemplos bastante más complejos de los que habíamos visto en clase, pero ya estando ahí, no tenía más opciones que intentarlo.
Traté de administrar bien mi tiempo y no ponerme histérica por lo que no podía resolver, pensando en la nota del trabajo que presentamos y mis notas de conducta si es que llegaba a desaprobar. Pero sí me terminé poniendo nerviosa cuando la mayoría de mis compañeros se fueron entre la hora y media y las dos de examen.
Incluso Jane terminó antes que yo y me hizo un gesto para preguntarme si me faltaba mucho, y como negué, se levantó, entregó y se fue con Emma, que había estado sentada más adelante y también acababa de entregar su examen.
El aula se vació rápidamente para cuando yo enganché la onda y empecé a resolver la mayoría de los puntos que me quedaban. Sentí la adrenalina mientras el tiempo corría y el señor Evans iba señalando cuántos minutos quedaban en voz alta.
Acabé diez minutos antes de quedarme sin tiempo y cuando me levanté a entregar, quedaban un par de alumnos. Apenas salí del aula, le mandé un mensaje a mis amigas y las dos me confirmaron que creían que les había ido bien y que estaban en sus casas.
Ese día, después del examen, no había más clases, así que a esa hora ya no quedaba casi nadie. Pasé por el baño un rato y, cuando salí, no me sorprendió encontrar el estacionamiento prácticamente vacío. De por sí, no vi gente en el resto del edificio y menos que menos ahí. Parecía un desierto. Lo crucé con calma mientras saldaba algunas dudas de las preguntas que tuve en internet.
Llegué a mi auto y noté que la luz más cercana se había quemado y que estaba todo oscuro, pero no le presté mucha atención. Apenas si me fijé en el auto que estaba aparcado a unos diez metros de mí, él único que había a más de doscientos metros a la redonda.
Todavía mirando el teléfono, desactivé la alarma y abrí la puerta. Fue en ese instante en que la puerta del otro vehículo se abrió, sorprendiéndome. Me giré a tiempo para ver a Gian salir de él, hecho una furia.
Me quedé viéndolo, sin entender qué demonios hacia él ahí, si se había perdido el examen o qué. Tampoco llegué a atisbar por qué estaba tan enojado conmigo, mientras él rodeaba su auto y se acercaba a mí, si apenas le había hablado desde la semana pasada.
—Tú, maldita puta —gruñó, viniéndoseme encima, como si pretendiese asustarme con todo su tamaño. Gian no era ni por casualidad el tipo más alto que había visto; la mayoría de los hombres de mi familia eran más altos que él. Pero sus brazos robustos, producto de un ejercicio superfluo, podrían haber aterrado a cualquier chica.
Yo lo esquivé y estuvo a punto de estrellarse contra la puerta abierta de mi auto.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunté, viéndolo recalcular, quizás preguntándose cómo lo esquivé tan rápido. Parecía que se le había olvidado cómo logré quitárselo de encima a Jane la última vez.
—Te estaba esperando, desgraciada —terció Gian, enderezándose y yendo por mí otra vez. Lo esquivé de vuelta, antes de que pudiese sujetarme el brazo. Me alejé un metro y guardé mi teléfono en mi cartera, poniéndole la seriedad que él quería que eso tuviera.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué? ¿Quieres que te dé clase de boxeo o algo por el estilo? —dije. Aunque mi tono no era burlón y mi mirada carecía de alegría, él se molestó igual.
—Tú estás arruinando mi empresa —exclamó, persiguiéndome por el estacionamiento. Le vi las intenciones de atajarme de nuevo antes de que lo hiciera, pero cuando dijo eso, me quedé dura.
—¿Qué?
Él se me pegó, gruñendo, pero yo seguía pasmada.
—¡Tú estás comprando las acciones de la empresa de mi padre!
Su saliva me salpicó la cara y consiguió aferrarme la muñeca con lo que a él le pareció una violencia extrema. Sentí sus dedos arrugar mi piel, pero nada más que eso.
—¿Quién te dijo eso? —bufé, limpiándome la saliva con la mano libre.
—¿Eso qué importa, perra? ¿Cómo demonios una puta como tú logró algo como eso? ¡Eres una don nadie!
Él tiró de mí hacia el suelo, pero le fue imposible moverme. Me deshice de su agarré con un movimiento de la mano y Gian soltó un gruñido.
—¿Es que eres tonto de verdad? —repliqué, poniendo distancia una vez más—. ¿En serio sigues creyendo que no tengo una familia extremadamente rica? —añadí, arqueando las cejas—. Gian, por todos los cielos. Empecé a comprar acciones cuando tenía quince años. Lo que compré de tu empresa es pan comido desde que tengo mis propias cuentas en bancos nacionales e internacionales. No pensé que fueras tan infradotado para pensar que todo lo que tengo lo conseguí rogándole a otros hombres.
Bueno, a decir verdad, todo lo había conseguido de mi padre, mis tíos y de mi abuelo. Pero nunca había rogado por ello.
A Gian le salían chispas por los ojos. Tenía la mandíbula tan apretada que apenas si podía respirar por entre los dientes, como un toro cuando veía un pedazo de tela roja.
—Tu eres una rastrera. ¡Tu familia no existe! ¿Y quieres que crea ese cuentito? ¿Quieres que crea que no has conseguido nada con esa cara? ¿Con ese cuerpo? —escupió, de nuevo yendo por mí. Retrocedí para evitar que me escupiera otra vez. Él me miró de arriba abajo, deteniéndose en mis piernas, en mis caderas y en el poco escote que llevaba ese día—. ¿Cuántos se habrán deleitado tocándote? ¿Cuántos te habrán dado todo lo que les suplicaste después de que se las chuparas, eh?
Pegué mi espalda al coché cuando noté que su mirada cambiaba de una odiosa a una lasciva. Fruncí el ceño, comprendiendo que más que ira, había deseo en sus palabras. Él quería que yo le hiciera lo mismo y que también le rogara, como se imaginaba que lo había hecho.
Sentí enormes deseos de patearle el trasero y me preparé para alzar la rodilla cuando estuviese cerca de mí, intentando obtener la venganza que en verdad deseaba. Sin embargo, sacó un cuchillo del bolsillo de su pantalón y dejé caer la mandíbula, sorprendida de que llegara a ese punto para someterme.
—Vas a gritar hoy, puta —me amenazó, cuando ya no tenía tiempo de deslizarme lejos. Me tajeó el escoté y el cuchillo también tocó la piel de mis senos, para mi sorpresa hiriéndome.
Grité sí, pero más de la impresión que del dolor. Gian puso el cuchillo sobre mis senos y me exigió que me arrodillara. La furia que sentí desplegó mis colmillos. Mientras más me ladraba en el oído, mientras el olor a su perfume masculino de marca, mezclado con sudor me tapaba las fosas nasales, mientras su pierna se colaba entre las mías, empotrándome contra el auto, mezclando la bronca con el deseo de una bestia, más sentía yo un instinto depredador que solo había creído sentir cuando vi a Jane tirada en el sillón de ese departamento.
Tener a alguien lastimándome, intentando humillarme, me volvió loca.
Cuando logró clavar la punta bajo uno de mis pechos, le arrebaté el cuchillo de las manos, tan rápido que le partí uno de los dedos. No le di tiempo a gritar. Lo giré y lo empujé contra su pectoral, con la boca abierta en una mueca gutural y sin ocultar mi naturaleza.
Él trastabilló primero asustado por mi habilidad, luego confundido por el dolor de sus dedos y luego por mis colmillos, expuestos. Pero para cuando retrocedió, ya tenía el puñal clavado en el corazón.
Me quedé contra el auto, mientras Gian se llevaba las manos al pecho y tocaba el extremo del cuchillo con la punta de los dedos. Se puso pálido en un instante y yo solo lo observé, respirando agitada, con la ira consumiéndome.
Mantuve la distancia aun cuando él, en un arranque de torpeza, se lo arrancó del pecho y la sangre comenzó a salir a borbotones. Arrugué la nariz y solo ahí oculté mis colmillos. La ira se me deslavó en un instante en cuanto lo olí. Me di la vuelta cuando cayó al suelo, casi inerte, tratando de respirar con la sangre inundándole la garganta.
Analicé el estacionamiento apenas dejé de escucharlo luchar. Seguíamos solos, no había nadie. La oscuridad que teníamos encima tampoco permitía testigos, la forma en la que los autos estaban aparcados tapaba el cuerpo de Gian de las lejanas ventanas de la universidad.
Gruñí y me quedé ahí, sin culpas, sin respirar, pero sí con muchísimas dudas. La primera era bastante obvia: ¿qué carajos iba a hacer ahora?
—Mierda.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro