Capítulo 4. Tensiones y ternura
4: Tensiones y ternura
Me senté en la mesa con los guantes puestos, ignorando la incógnita en la mirada de mis tíos. Esperé en mi lugar, callada, casi sin respirar, mientras mi abuelo conversaba con mi papá sobre unos negocios al otro lado del mundo.
En cualquier otra circunstancia, yo hubiese estado atenta, porque en un futuro esos negocios iban a pertenecerme, pero esta vez no podía concentrarme. Estaba contando los segundos, preguntándome cuándo se iban a abrir las puertas del comedor y él entraría a sentarse con nosotros.
No pensé realmente en mi hermano y por un largo rato me olvidé también que estaba ahí para averiguar las cosas que me había dejado en duda mi abuela. De nuevo, solo podía pensar en Mørk Hodeskalle y en cómo sería cada instante en que estuviésemos el uno frente al otro.
—Kayla, cariño —me dijo mi mamá, estirándose para tocarme el cabello—. ¿Vas a cenar con los guantes?
—Nunca me los puse antes. Los estoy usando porque son un regalo de la abuela —dije, rápidamente, mirando en dirección a ella, que estaba del otro lado de la mesa, acomodándole el pelo al tío Allen como si fuese un niño chico.
Ella me dedicó una sonrisa encantadora.
—Sí, no vaya a ser que me muera antes de que los uses —rio.
El tío Allen puso los ojos en blanco, pero se dejó toquetear. Estaba muy acostumbrado a que, pese que tenía unos ciento cincuenta años, su madre le hiciera cariño. Era algo muy común para nosotros, porque ella y mi abuelo se habían encargado de criar a toda la familia, por doscientos años, de la forma más dulce posible. Incluso, mi abuela era cariñosa con mi mamá, quién no era su hija biológica.
—Creo que necesitas un bebé —dijo mi tío, mirando a mi abuela, que simplemente puso los ojos como platos. Si alguien que no nos conociera se sentara en la mesa con nosotros, más bien creería que mi abuela, como mínimo, era la hermana mayor del tío Allen. Él aparentaba unos veinticinco, mi abuela unos treinta y tantos. Otros pensarían que eran pareja.
Con eso, mi abuelo dejó su conversación con mi papá y le hizo un guiño a mi abuela. Yo, que estaba bebiendo un poco de agua, para pasar el rato, me atraganté.
—Por favor, aquí no.
—¿Para qué quieres otro bebé? —terció el tío Sam—. Para eso tienes a Allen.
—Soy muy joven aún —replicó mi abuela, con un encogimiento delicado del hombro—. Me vendría bien tener a una bebita. Para emparejar mejor la camada.
Todos se rieron, yo solo sonreí. Como mi tía y yo éramos las únicas White de sangre, mi abuela estaba obsesionada con tener más mujeres en la familia. Y, mientras mi tía siguiera vagando por el mundo en busca de un vampiro con el que emparejarse, la única que podría seguir dando niños era ella.
—Tenemos todo el tiempo del mundo, querida —dijo mi abuelo, agarrándole la mano—. Nuestra familia crecerá pronto. Ya verás que Alice encontrará a su pareja.
Mi tía tenía doscientos años y llevaba más de cien buscando al amor de su vida. Para los vampiros, la única forma de procrear era, primero, encontrando a tu alma gemela. Para eso, todavía antes, tenías que acostarte con un vampiro o vampira y marcarla.
El emparejamiento, la marca, era algo tan literal como simbólico. O al menos eso entendía yo. No era algo que se decidía, era algo que simplemente pasaba. Era el destino. En el momento de la intimidad se originaba un vínculo sentimental y este no se podía romper, no se podía anular. Una vez estaba hecho, quedabas ligado a ese vampiro y lo amarías, tarde o temprano. Ese vínculo era tremendamente poderoso y, por lo que siempre decía mi familia, implicaba roles dentro de la misma pareja. Uno de los dos siempre sería el más dominante, el que "marcaba"; el otro, el sumiso, el que era "marcado". Según mis tíos, eso podía notarse en las pequeñas manchas gemelas que aparecerían en la piel de los emparejados, pero hasta ahora, nunca habían mencionado cómo.
Yo nunca había visto unas marcas. No sabía bien cómo eran. Tampoco había preguntado porque dudaba que yo tuviera que preocuparme por ellas. En primer lugar, mis parejas fueron siempre humanas y los humanos no podían marcarse. En segundo lugar, era probable que por ser yo una semi humana tampoco tuviese la posibilidad de ser marcada o marcar a otros.
Miré a mis padres, mientras todos empezaban a hablar del tema. Cuando ellos se conocieron, no hubo un vínculo vampírico, porque mamá era humana, pero mi padre creyó que el amor se construía y que no tenía por qué estar atado a nadie que no conociera. Estuvieron muchos años juntos y se casaron antes de que Elliot y yo naciéramos.
Sin embargo, cuando la convirtió, después de mi nacimiento, tampoco ocurrió la marca. Me tomó varios años de mi infancia entender que los vampiros convertidos no podían vincularse y que quizás, en alguna parte del mundo, había otra vampira que sí podría hacerlo con mi padre si alguna vez intimaban.
Me sentí terriblemente amenazada por mucho tiempo, hasta que mi papá me explicó que uno podía amar a alguien sin una marca y que había millones de vampiros convertidos en el mundo que tenían parejas de por vida sin necesidad de ser almas gemelas.
Pero claro, si eras un vampiro de sangre y querías concebir, la necesitabas a toda costa. Por eso mi tía estaba tan desesperada.
—Tiene que mentalizarse —dijo el tío Sam, refiriéndose a mi tía—. Su pareja probablemente no ha nacido.
—No seas tonto —replicó mi abuela—. Solo aún no ha coincidido con ella.
Mi abuelo no dijo nada, porque probablemente coincida, como casi todos, con Sam. Él tuvo que esperar más de mil trescientos años para conocer a mi abuela, su marca. Quizás el destino de la tía Alice era el mismo.
—Por cierto, ¿cuánto te vas a emparejar tú, eh? —lo picó Allen, arqueando las cejas. Sam hizo una mueca y no dijo más nada.
Los dos estaban poco dispuestos a atarse de por vida a alguien y no tenían intenciones de formar familias, al menos no por el momento, así que simplemente iban por la vida teniendo parejas ocasionales con vampiras convertidas, que no eran un peligro a la hora de acostarse con ellas. Lo mismo hacia mi hermano.
—Kayla se emparejará más rápido que Alice a este punto —musitó el tío Allen y pude ver la alarma en la cara de mis padres. Los dos me consideraban muy joven para eso y yo estaba de acuerdo. Tenía solo veintiún años.
—Dudo que pueda —dije, solo para desviar al tema que siempre odiaban y no seguir hablando sobre mis parejas o no parejas.
Funcionó: La abuela hizo una mueca, el abuelo suspiró y mis padres se quedaron callados, mirando sus copas vacías sin decir nada.
Justo en ese momento, se abrieron las puertas del comedor y Elliot entró, dando aplausos, emocionado, festejándose a sí mismo. Tardé un instante en darme cuenta que quien lo acompañaba el mismo Mørk Hodeskalle, todavía con la maldita máscara de calavera puesta.
—Gracias, gracias, ya estoy aquí —dijo mi hermano, saludándonos a todos con las manos.
Se acercó a la mesa y en vez de tomar su asiento regular, frente a mí, al extremo final, siguió de largo y fue a sentarse a la izquierda de mi abuelo, en la silla que habían reservado, seguro, para Hodeskalle.
Me puse como de piedra, porque eso significaba, si nadie decía nada, que lo tendría frente a frente, literal.
—Lamentamos la demora —dijo Hodeskalle, dudando un milisegundo al ver que mi hermano se apropiaba de su asiento y, cuando me miró, tomó lugar frente a mi más resuelto.
—Lo siento —rio Elliot, acomodándose en la mesa y aproveché para desviar mi vista de Mørk y su máscara de calavera. Miré a mi hermano, que bromeaba como si nada. Por descontado, no quedaban señales del ataque—. Es que aún camino lento.
Mi tío Sam, que era el médico de la familia, puso los ojos en blanco. Por supuesto, él debía saber que todo lo que hacia mi hermano era una pantomima para zafar de los castigos de mi abuelo.
Yo apreté los labios y traté de contener mis comentarios irónicos, pero cuando Elliot se giró hacia mí y fingió exagerada sorpresa por verme en la mesa, realmente puso a prueba mi paciencia.
—¡Pero qué milagro es este! Yo pensé que Kayla se cortaría la garganta antes de sentarse con todos nosotros.
—Estoy honrando tu presencia —repliqué, justo cuando los sirvientes entraban con las botellas de sangre y mi cena, bien humana—. Valora el esfuerzo.
Me quedé callada, esperando verme resuelta y superior a cualquier provocación del idiota de mi hermano, pero cuando me pusieron la comida delante y empezaron a destapar las botellas de sangre para llenar las copas de los demás, Hodeskalle abrió la boca:
—Si hubiese sabido que la señorita White se sentiría aún incómoda en mi presencia, no me hubiese presentado —dijo, logrando que yo levantara la cabeza. Él estaba girado hacia la cabecera de la mesa, hacia mi abuelo, pero sus ojos estaban clavados en mi—. No quiero ser inapropiado.
Me acordé por qué el tipo me caía tan mal. Su provocación disfrazada de encanto caló en toda mi familia, pero podía jurar con la sangre de mi garganta que él sabía que me estaba poniendo el palito en la rueda. Quería ver qué iba a decir.
Las puntas de mis colmillos me pincharon la lengua. Si lo hubiese tenido más cerca, si la mesa hubiese sido más corta, hubiese alcanzado a darle una patada. Saltarle encima como una loca, dispuesta a arrancarle la faringe con los dientes no hubiese sido muy inteligente de mi parte. En realidad, la patada tampoco.
—¿Qué dices, Skalle? —respondió mi hermano, antes de que mi padre o cualquiera de mis familiares, que eran más correctos, pudiese hablar—. A Kayla no le gusta cenar con nosotros porque odia la sangre.
Esta vez, quise matar a mi hermano. Hodeskalle no tenía por qué enterarse de las nimiedades de mi condición semi humana, semi vampira. No quería, en realidad, que supiera cualquier cosa que pudiese asociarlo con una debilidad de mi parte.
—¿No le gusta la sangre? —preguntó Hodeskalle, intercalando vistazos entre su copa, recién servida, y mi plato con carne y salsa de hongos.
—Sí, no me gusta la sangre —repliqué, de mal talante—. Prefiero que hablen de mi como si estuviese aquí, gracias.
Hodeskalle me sostuvo la mirada y yo lo hice también, hasta que mamá, que estaba junto a mí, me acarició el brazo para calmarme. Mi abuelo se apresuró a hablar de cualquier cosa, como en las cenas normales y yo comencé a cortar la carne con más brusquedad de la que deseaba.
Estuve a nada de partir la vajilla con el cuchillo y mientras más detectaba las miradas de Mørk Hodeskalle a través de la máscara, más enojada de me sentía. Para mí, él estaba juzgando todo mi ser, centrándose en mi rostro cada vez que yo arrugaba la nariz o contenía el aire por el aroma a sangre que flotaba en la mesa.
Pero también estaba enojada porque en realidad deseaba mucho mirarlo de vuelta y ver cómo bebía. En mi mente se reproducía su imagen, sentado en el despacho, jugando con la gota de sangre sobre los labios, una y otra vez, sin pausas. Que mis pensamientos saltaran de la furia al deseo me ponía histérica. Me frustraba.
—Hace tantos días que no te veo que no pude preguntarte cómo anda la universidad —dijo mi tío Sam, sacándome del ataque de ira contra el trozo de carne y haciéndome olvidar por un momento que no estaba respirando y se suponía que tenía que hacerlo.
—Está bien. Mañana tengo un examen —dije, concentrada en mi comida. Si levantaba los ojos para verlo, tendría que ver a Hodeskalle también, ya que estaba sentado a su lado. Y, si lo encontraba analizándome aún me daría un ataque.
—¿Y qué hay con las acciones que estuviste comprando? Me dijo Allen que estuviste poniendo en marcha el plan que diseñaron juntos —siguió Sam, logrando que la conversación del resto de mi familia se detuviera para prestarle atención a la nuestra.
Papá se mostró curioso.
—¿Estás comprando acciones?
—De una empresa mediocre —repliqué, encogiéndome de hombros. Pispeé la mesa muy por encima y noté que la mayoría ya había terminado de beber la sangre de sus copas y los sirvientes se las estaban llenando otra vez.
Entonces, me llamó la atención la actitud de Hodeskalle. Estaba sentado en la mesa, sí, bebiendo, pero había alejado su silla unos cuantos centímetros y mantenía la copa lo más alejada posible de mí.
Perdí el hilo de la conversación y lo único que pude hacer fue obsérvalo, tratando de entender por qué hacía eso. En ese mismo instante, él inclinó la cabeza y levantó un par de centímetros la copa para mí. No hubo burla en su expresión ni en la media sonrisa que me dirigió.
No supe cómo interpretar lo que sentí en ese momento. Ya no era solo furia o deseo, también había un efecto de ternura. Porque, por muy ridículo que fuera, y quizás también inútil, él se estaba alejando para que no me molestara, al menos, el olor de su sangre.
Era sutil, tanto que dudé que los demás le hubiesen prestado atención, pero mi cerebro casi que explota.
—¿Qué empresa mediocre, Kayla? —inquirió papá.
Me volteé hacia él, sin entender de qué me hablaba.
—¿Qué?
Papá arqueó las cejas.
—Las acciones que estabas comprando.
—¿Para qué las compraste si es una empresa mediocre, Kay? —se metió mi hermano, mientras mi abuela le dirigía una expresión de seria advertencia. Le estaba pidiendo que se comportara y no dijera estupideces cuando él de negocios y administración no sabía nada, porque no estudiaba nada, ni se molestaba en aprender ni en llevar el legado o el futuro de nuestra familia.
Fingí que nunca me había conmovido el gesto de Mørk Hodeskalle y regresé a la charla, describiéndoles la penosa situación de Bettensar y el por qué había decidido convertirme en el accionista mayoritario.
Mi tío Allen se mostró complacido, porque había sido él quien más me había instruido para todo eso. Mi abuelo y mi padre me festejaron el logro, aludiendo que la mesada que me habían dado durante años había sido una excelente forma de enseñarme a administrarla y hacer negocios con ella que aplastara a quienes me molestaban.
—En mis tiempos, aplastábamos de forma literal a quién nos insultaba —se metió Hodeskalle, justo cuando yo tomaba aire y lo reservaba para no respirar por un largo rato. Aunque el comentario podía aludir a mi falta de acción para cargarme literalmente a mi compañero de clase, no pude molestarme tan rápido con él. Cuando lo miré de reojo, él seguía manteniendo su copa lejos de la mesa—. Es interesante cómo los humanos ahora valoran más el dinero y el estatus que la vida misma.
Como seguíamos hablando de mí y de mis asuntos, lo enfrenté directamente, todavía sin respirar.
—No es muy diferente de nosotros, evidentemente. Valoramos más las conexiones y los amigos poderosos, que puedan darnos algún beneficio, que nuestra propia existencia o la salud de nuestros amados.
Hodeskalle se quedó tieso, como si lo hubiese tomado por sorpresa. Entendió perfectamente lo que quise decir, aunque yo no sabía el trasfondo, y, con una incógnita en sus ojos azules, movió lentamente el mentón hacia mi abuelo. Cuando también me fijé en él, noté que mi abuelo había dejado de beber y me miraba con una expresión mezclada de confusión y alarma.
Había dado en el clavo. Ahí pasaba algo y ellos no me lo estaban diciendo.
—Deja de hablar en código, Kay —se quejó Elliot. Di por sentado, como ya había supuesto, que tampoco se lo estaban diciendo.
El resto de mi familia se mantuvo en silencio, jugando con sus copas, como si no hubiesen escuchado una sola palabra. Eso significaba que sí sabían.
—Debo retirarme —dije, porque nadie diría más nada y, después de mi comentario, estarían más que alerta. Tampoco podía tolerar más la sangre—. Tengo que estudiar.
Nadie me detuvo, pero se despidieron de mí de forma educada y cariñosa. Hasta Hodeskalle me hizo un asentimiento correcto con la cabeza.
Apenas estuve afuera del comedor exhalé bruscamente y llené mis pulmones del aire fresco y cero viciado del pasillo. Era un verdadero placer para mi nariz y para mis pulmones y a ninguno de los empleados que estaban junto a la puerta, esperando por cualquier indicación, le pareció raro.
El primero en acercarse a mí fue el mayordomo Barin, para preguntarme si quería que me llevaran un tentempié a mi habitación. Le sonreí con verdadero agradecimiento. Me conocía tan bien que sabía que siempre comía poco en las cenas así. Siempre me llevaba algo más para que no me quedara con hambre.
—Varios, tengo que estudiar toda la noche —dije, pensando que después del gesto empático de Hodeskalle, tendría serios problemas para concentrarme.
Al día siguiente me presenté al examen con muchísimos nervios. Tuve problemas para memorizar algunos conceptos y dormí poco, porque no dejaba de darle vuelta a los asuntos de Mørk Hodeskalle con mi abuelo.
Terminé la evaluación con la sensación de que, si aprobaba, lo haría con una nota demasiado básica y que arruinaría el promedio por el que llevaba tres años trabajando. Esperaba que el docente tuviera en cuenta mi desempeño del resto del semestre, pero, por lo general, había que poner dinero para subir las notas o siquiera aprobarlas.
En esa universidad, era común que muchos pagaran fortuna para que los profesores los salvaran. Incluso, para limpiar sanciones de los currículos. Por lo general, los docentes no se sentían cómodos con eso, pero los administrativos y directivos hacían cualquier cosa por la plata.
Yo me había negado, hasta ahora. Tenía todo en mi vida, jamás me había faltado nada. Sabía que tenía una vida privilegiada y que nunca tendría que esforzarme lo mismo que tendrían que hacerlo otros. Había nacido en cuna de oro y lo mínimo que podía hacer por mí misma era estudiar de verdad y ganarme mi título.
Con mis amigas sucedía lo mismo. Eran niñas mimadas, pero muy nerds como para dejar que el dinero les comprara las notas. Muy diferente sucedía con Gian y algunos de sus amigos. Estaba segura que incluso el dinero de su padre le había perdonado la sanción de la semana pasada.
Jane se reunió conmigo en el pasillo y me sonrió, satisfecha. Al parecer, le había ido bien.
—¿No pudiste estudiar? —me preguntó, al ver mi gesto contrariado.
—Tuve algunos problemas en casa. Tenemos invitados, no me caen bien. Tensión por todas partes —resumí, para no tener que aclarar mucho.
—¿Invitados que se quedan? —inquirió ella, llevándose un dedo al mentón—. Bueno, lo entiendo. Mi tía abuela se quedó tres semanas en casa el verano pasado porque tenemos jacuzzi y lo necesitaba disque para sus huesos. Fueron las peores tres semanas de mi vida.
Yo suspiré, ojalá fuese tan sencillo como eso. Mi familia siempre iba a ser mucho más rara comparada con los problemas humanos.
—Algo así —dije, a pesar.
Fuimos juntas hasta el estacionamiento y me detuve junto a ella, cuando se acomodaba en su coche, olfateando el aroma que reinaba en la parte más alejada del estacionamiento, solo para asegurarme de que no hubiese algún vampiro otra vez. No percibí nada y me quedé tranquila.
Como esta vez nos marchábamos un poco más temprano, Jane me propuso que fuésemos a comer y a beber algo juntas y la idea me pareció fantástica, porque no tenía ganas de volver a casa a encerrarme en mi cuarto solo para no ver al invitado.
La seguí desde mi auto hasta una zona de la ciudad que estaba de moda por sus restaurantes y pub de alta clase. Nos sentamos a cenar y a beber con tranquilidad, olvidando todas nuestras penas y riéndonos sin parar de la decepción que se llevaría Gian cuando supiese lo de las acciones. Burlarnos de eso se había convertido en nuestro deporte favorito desde el día anterior.
En algún punto de la noche, unos chicos se acercaron a charlar con nosotras. Los dos se inclinaron más hacia mí que hacía Jane, pero la verdad es que no estaba tan interesada. Me sentí tonta por rechazar una oportunidad de divertirme sin compromiso, pero ninguno me parecía tan atractivo como para tentarme. Una vocecita en mi cabeza me dijo, contantemente, que yo quería otra cosa.
A otro, más bien.
Uno de los chicos finalmente se decantó por Jane, al darse cuenta de mi falta de interés, y ella se mostró encantada por el coqueteo. Cerca de las doce de la noche, él le susurró algo en el oído y ella asintió, con una sonrisa encantada.
—¿Te molesta si me voy antes? —me preguntó, arrimándose a mí.
Negué de inmediato. Faltaba más. Ya quisiera yo no estar pensando en otra persona y poder irme con el otro chico, que aún intentaba ganar algo de mí.
Los dos se pusieron en marcha y apenas salieron del pub, yo agarré mis cosas. El chico, que seguro me había dicho su nombre, se dio cuenta de que pensaba huir de él.
—¿No quieres que vayamos a otro sitio?
Le sonreí, casi con pena por no haber captado las señales. Luego pensé que yo había sido demasiado pasiva y poco clara.
—Te agradezco, pero mañana tengo que ir a clases —mentí—. Hasta luego.
Lo dejé sentado en la mesa con una cara de decepción terrible y me sentí un poco más por no haberme mostrado más desinteresada en un principio. Salí del pub y me apresuré a mandarle un mensaje a Jane para que me diera el número de teléfono, el nombre y la dirección donde iba a estar, así como ofreciéndome para socorrerla en cualquier instante.
Llegué hasta mi auto y me entretuve rebuscando en mi bolso por mis llaves, cuando percibí el aroma de un vampiro. Levanté la cabeza y lo vi al otro lado de la calle. Era un joven bien vestido, de piel morena y barba perfectamente recortada. Llevaba un fino traje beige y accesorios de oro. Supe que se trataba de él porque, aunque la calle estaba concurrida, era el único que se había detenido a verme.
Me dedicó una sonrisa después de salir de su pequeño instante de curiosidad. Le hice un asentimiento cortés con la cabeza, porque no lo conocía y tampoco quería darle alas. Parecía un tipo de muchísimo dinero, pero no tenía idea de a qué clan pertenecía. Y si bien yo no sabía manejarme con otros vampiros, sí sabía que cuando estabas dentro de la ley de sangre, de su universo, todo se podía ir a la mierda muy rápido.
Yo no estaba para nada acostumbrada a lidiar con ese mundo. Hacia unos años, mi hermano me había llevado sin permiso a Corazón, el barrio vampírico más importante de la Ciudad. En realidad, todas las ciudades tenían su Corazón, en mayor o menor medida. El nuestro, el de la bella y rica capital Olvona, era bastante grande y lujoso. Y muy peligroso, pues así como había vampiros de prestigiosos clanes de todo el mundo, también estaban aquellos sin decoro, asesinos sin alma y criminales.
Todavía me acordaba del tremendo castigo que Elliot recibió por llevarme ahí sin guardias de seguridad. También me acordaba las palabras de mi abuelo, que sacado casi amenazó con golpearlo: «¡Podrías haberla matado! ¡Podrías haberla perdido para siempre!». Desde entonces, jamás había vuelto a Corazón sola. No era que lo tuviera prohibido, ni que no supiera llegar, pero no era tan tonta como Elliot para exponerme así.
Me metí al auto, entonces, ignorando al vampiro que aún me observaba desde la otra calle, y me dije que sí, que había sido demasiado sobreprotegida y que tendría que, en algún momento, adaptarme a ese universo lo suficiente para sobrevivir la ley de sangre, al menos si me tocaba ser eterna. Y si me tocaba ser mortal, me costaría muchísimo lidiar con vampiros como esos si no me proponía entender ese universo pronto.
Dejé mi cartera en el asiento del acompañante y cuando levanté la vista me encontré con el vampiro, apoyado contra mi auto, inclinando sobre mi ventanilla.
—No te conozco, ¿de dónde eres? —preguntó, en voz baja, a través del cristal.
Eché un vistazo a mi alrededor. Los humanos seguían riéndose, borrachos, por toda la avenida. No se habían dado cuenta de que él alcanzó mi auto tan rápido. Ahora se veía como un tipo normal, intentando seducir a alguien.
—No soy de por aquí —repliqué, sin bajar el vidrio—. Tengo que irme, lo siento.
—¿Tan temprano? —inquirió él, con los dientes brillando bien blancos. Tenía los colmillos guardados—. Tu aroma no me parece familiar, pero... ¿podríamos conocernos, no? Sería de educación que bajaras el cristal.
Traté de mostrarme relajada. El acoso no era divertido ni como humana ni como semi humana, pero en casos así, tenía que ser cuidadosa para no subestimarlo y para que él no se diera cuenta de que lo que realmente era. Probablemente, si bajaba la ventanilla y me olfateaba directo, comprendiera que mi aroma no era tan fuerte como el de una vampira completa. Notaría que yo no era una vampira realmente.
—Si tuviera tiempo, pero hoy no. Debo encargarme de unos asuntos.
Arranqué mi auto sin quitarle los ojos de encima y le hice un gesto con los dedos, como un saludo. Como no le quedaba otra opción que correrse, se apartó cuando moví el volante y avancé por la calle. No le convenía hacer un show para intentar entrar a mi auto, sin dudas, pero también cabía la posibilidad de que no fuese un tipo agresivo.
Lo controlé por el espejo retrovisor y noté, antes de doblar la esquina, que dejaba de verme partir para concentrarse en alguna presa.
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