Capítulo 39. Juegos
ADVERTENCIA: Este capítulo contiene juegos sexuales, juegos de rol no convencionales. Puede herir la sensibilidad de algunos lectores. Leer con precaución y por favor, ser respetuosos.
39: Juegos
Kayla
Apenas mi tía se marchó, escuché unos nudillos en las puertas de mi jardín. Atravesé la estancia a zancadas y le abrí a Hodeskalle con una expresión cansina.
—¿Cómo se te ocurrió dejar el libro dentro? —le espeté.
Él sonrió, pero arqueó las cejas.
—Tu tuviste el descaro de esconderlo... bajo un mueble, a la intemperie —me reclamó, avanzando sobre mí. Me sujetó de la cintura y se estiró para darme un dulce beso en la mejilla—. La desubicada eres tú. Y, además... no sabía que tu tía iba a meterse, agarrarlo y encontrar mi nota.
Apreté los labios en una fina línea.
—¡Pudo haber reconocido tu letra!
Aleksi se encogió de hombros. Sus manos bajaron por mis pantaloncitos de conejos y alcanzaron la piel de mis muslos. En seguida, se apropiaron de mis nalgas con fiereza. Su pelvis se apretó con la mía y pude sentir la intensidad de su erección, una que evidentemente no se había aplacado desde lo que pasó en la tienda.
—No creo que se dé cuenta —musitó, atrapando mi boca con la suya, con una pasión famélica.
Me hice agüita en dos segundos y le devolví el beso con urgencia. Era fácil sentirse embriagada cuando estaba tan dispuesto a tragarse todas mis penas, cuando sus labios se deslizaban sobre los míos y su piel caliente me quemaba el alma.
Tenía que admitir también que la necesidad de que me tocara persistía intensa en mi cuerpo, entre mis piernas, donde me había regalado el pecado. Su ferocidad alentaba mi deseo y mi mente maquinó todo lo que se vendría a continuación.
Hasta que me levantó del trasero y empezó a llevarme a la cama, dominante y ardiente. Hasta que recordé que yo tenía que castigarlo a él.
—No, espérate —le dije, separándome con muchísimo esfuerzo. Aleksi se frenó, pero sus ojos no estaban nada calmos. Brillaban como los de una bestia, como los de un lobo en la oscuridad—. Estás castigado, ¿lo olvidas? Debo castigarte.
Sus cejas se arquearon. Sus manos nunca abandonaron mi trasero. Aunque quise salirme de entre la jaula de sus músculos, para tomar control de la situación, no pude.
—No hoy, conejita —murmuró, grave.
Me giró y me tendió sobre la cama tan rápido que se me escapó un grito. Mis caderas quedaron servidas en el borde del colchón y, en seguida, sus muslos inmovilizaron los míos.
—¡Oye! —me quejé, pero fue una queja muy débil, poco convencida. Me subió un escalofrío por las piernas desnudas, delicioso y peligroso. Se me anudó bajo los pantalones, bajo las bragas. Tembló ansioso cuando él hundió los dedos, lentos, tensos, por debajo de la ropa. Dejé caer la cabeza contra el acolchado, desinflada y entregada—. No es justo...
—¿Querías mostrármelo todo hoy, no? —dijo él, todavía con ese tono bajo, oscuro—. Estabas a punto de tenderte para mostrarme todo esto.
Acarició la totalidad de mi trasero y gemí, rendida, como única respuesta. No tenía sentido ser orgullosa cuando mi cuerpo entero gritaba que sí, que lo quise y lo quería.
Entonces, súbitamente, con un gesto que parecía ser violento, pero que jamás podría haberme hecho daño, Aleksi bajó toda mi ropa de un tirón. Me aferré a la cama y reaccioné estirando las piernas, levantándole las caderas, sirviéndoselas.
Él fue por mi sin dudarlo. Sus dedos frotaron firmemente la tierna piel de mi vulva, reconocieron cada pliegue y cada rincón tibio que anhelaba sus yemas. Yo ya conocía sus movimientos, de la misma manera en la que aprendió a conocer mis puntos débiles, pero eso no evitó que cada caricia sugerente me arrancara un suspiro.
Me sofoqué en goce y en llamas. La velocidad aumentó y me moví para seguir su ritmo. Subí y bajé la pelvis, desesperada por más, por ser la castigada en vez de ser la que impartía los retos. Estar tan expuesta era excitante; estar sometida, impactante.
Aleksi se introdujo en mí, con un dedo travieso como en el salón, lento y dulce. Gruñí en respuesta, cerrando mis manos en puño. Fue tan delicado, tan considerado, incluso cuando me tenía así, entregada, que la tensión ávida de mi cuerpo se esfumó en un instante. Se me llenó la mente de estrellas y la columna de brasas. Ardía incandescente, atestada de sensaciones que me debilitaban.
—¿Esto era lo que querías, verdad, conejita? —susurró él, separándome los muslos con la rodilla. La tela rasposa de su pantalón de jean raspó entre ellos, obligándome a gruñir otra vez. Su dedo continuó torturándome con calculado placer y no fui capaz de responder—. Dímelo.
Sabía exactamente dónde estaba mi punto débil; dónde tenía que frotar en mi interior, para estimular y preparar la miel que lo recibiría más pronto. O al menos eso yo esperaba. Trazó círculos con la yema del dedo y me temblaron las piernas. Sollocé esta vez, a punto de morir, o de caer para siempre en un punto de no retorno, y él presionó aún más la rodilla contra mí, contra mi clítoris.
—Dímelo —volvió a ordenarme. A mi me costaba ordenar mis ideas, así que menos que menos podía encontrar mi lengua—. Conejita, la que necesita un castigo eres tú.
Quitó esa rodilla caprichosa y lentamente salió de mí. Antes de que pudiese quejarme, o siquiera exigirle que regresara donde le correspondía, él estuvo inclinándose sobre mi trasero. Su aliento tibio se regó por mi piel y su boca se encontró con mi vagina, ardiente y dominante.
Me sentí demasiado débil y demasiado a gusto con lo que eso implicaba. Me mareó la frenética necesidad de ser suya. La certeza de que le pertenecía me dio escalofríos, jugó con mis más profundos temores y los convirtió el polvo.
Ahí estaba yo, la causante de la marca, endeble y sumisa, disfrutando de sus movimientos ásperos, por momentos, de terciopelo por otros. Era contradictorio, pero tan desafiante que me obligaba a mi misma a bajar más y más, a sucumbir a la fuerza de mi pareja. Era un desafío para mi misma y no quería perder por un instante.
Gemí, largo, lento.
Su saliva me dejó líquida. Sus labios, chupando y besando, se bebieron todo mi océano, salado y espeso, como el placer picante que me atravesaba desde muy, muy adentro. Ahí estaba ese sabor profundo, haciendo estragos con mí. Latía en mi carne, salvaje, antiguo y poderoso.
Eso fue lo único que aplacó la voz que rogaba en el fondo de mi consciencia. Una vocecilla que me recordaba que yo tenía que castigarlo a él. Empecé a oírla cada vez más lejos, mientras luchaba contra ella, mientras le ganaba el desafío a mi parte dominante, recordando que ya había estado ahí antes y que los premios no eran solo consuelos.
Aleksi me comió entera. Creí que no podría superarse a sí mismo, pero ahí estaba él, devorándome cada día mejor que el anterior. Rompía récords entre mis piernas. Era su propio desafío. Creí que no habría nunca una mejor lamida que esa; creí que me desmayaría cuando estuvo a punto de batirse a sí mismo de nuevo.
Pero, así como empezó, me dejó ir. Se me escapó un jadeo y espabilé, llena de frustraciones que no podía expresar, porque seguía sin encontrar mi propia voz. Sus dedos volvieron a rozarme, de arriba abajo, apreciando lo húmeda que estaba gracias a su boca experimentada.
—Dímelo, mi amor.
Escuché que se desabrochaba los pantalones. Los jeans cayeron sobre mis pantorrillas, aún tensas por el placer que se me retorcía en el pubis. Me llené de ansiedad, pero no dije nada, aún cuando me cerró bien las piernas y se montón sobre ellas. Él, se llenó las manos con mi trasero. Esperó, acariciando en círculos un punto determinado, jugando conmigo. Me desafiaba con la marca de la misma manera en la que me estaba desafiando a mi misma cada vez que me quedaba callada, cada vez que levantaba el culo para que tomara más de mí.
—Qué terca eres —rió, abriéndome, justo antes de apoyar su pene, caliente y duro, contra la entrada de mi vagina. Antes de hundirse en mí.
Fue rápido, inhumano. Tan oscuro y violento que, si yo hubiese sido más frágil, me habría roto, me había dejado en pedazos. Habría llorado y no de la lujuria que tiró de mis labios cuando grité.
La cama se corrió. Golpeó la mesa de luz del otro lado y mi lampara de noche se precipitó al suelo. Pude oír la fina porcelana estallando en miles de pedazos, pero eso fue lo último que escuché antes de que el ronquido profundo de su voz me pusiera a vibrar. Ese rugido bajo inundó mis oídos, palpitó con el sonido de su pelvis chocando furiosa con mis nalgas. Lo ahogó todo menos la firmeza de sus manos en mi cintura, atrayéndome hacia él.
Fue tan profundo. Toda su textura tocó mis fibras más sensibles. Su piel ardía y para mí, quien me marcaba era él. Sentirlo apropiarse de mi destrozó cualquier resistencia que me quedaba y mis gritos agudos acompañaron sus gruñidos repletos de deleite.
Se montó aún más, aprisionándome contra el borde de la cama, sosteniéndome contra ella. Su boca bajó hacia mi cuello y finalmente sus manos dejaron mi cintura para subir, despacio, por mis costillas.
Me delineó el arco de los pechos y estos se me tensaron. Se me volvieron pesados, hinchados, a sabiendas de que serían atendidos pronto. Sus palmas me frotaron y sus pulgares encontraron los botones erectos que eran mis pezones.
Gimoteé y eché el cuello hacia atrás. Mi sangre cantaba su nombre, lo llamaba deseosa, casi iracunda. Le expuse mi garganta, tal y como le exponía el trasero, para que me cogiera más y más fuerte. Arqueé la espalda y aprovechó el movimiento de mi cuerpo para aferrarse a mis pechos, para hacerlos suyos.
Me sujetó con una especie de rabia que me volvió las piernas gelatina. Era una rabia encantadora, deslumbrante, sexy. Era la rabia de mi sangre, contagiándolo, enfermándolo. Sus colmillos me rozaron la garganta por un segundo y, entonces, se clavaron en mi piel.
Ambos temblamos. Él se presionó contra mí, convertido en una bestia brutal. Con la práctica más íntima y ancestral de nuestra especie, los dos volvimos a unirnos en un espiral, cuesta abajo. Caímos de lleno, con el placer golpeándonos en oleadas incontrolables.
Bebió directamente de mi alma, con la conexión que se ataba a mi corazón. Su pene se agitó, viril e imperioso, y bombeó de pronto con mayor delicadeza. Me desarmó en la cama con su dulzura. Sus movimientos se volvieron más lentos.
De mi boca se escaparon suspiros embelesados, pero lo que no sabía él era que la bestia era yo. Su ternura solo alimentó mi fiereza. Los movimientos sugerentes de su cadera, recorriendo la mía, acumularon lujuria de la misma manera en la que se me acumuló saliva sobre la lengua.
Entonces, cuando él me soltó, liberando mi cuello de sus colmillos afilados, los colmillos de un monstruo, exhalé con brusquedad y llevé mis brazos, hasta ahora aferrados a la colcha, a sus muslos.
Los sujeté, lo empujé hacia mí. Le clavé las uñas demandando más, lo que me merecía.
—Duro —gruñí, dándome cuenta de que, en realidad, no solo Aleksi estaba perdiendo. Yo estaba perdiendo mi propio desafío, el de ser su presa—. Quiero que me castigues duro.
Era la orden de una vampiresa con el cuello sangrante, bajó la masa de sus músculos. Toda su hombría podía estar sobre mí, tenerme sometida, pero era imposible negar mi naturaleza, incluso cuando disfrutara enormemente de ese rol. Aunque estuviera boca abajo, regalándole hasta mi apellido, mi verdadero yo iba a resurgir.
Esa era la evidencia más clara de mi marca; también de la suya.
Aleksi lamió mi garganta y rio contra mi oreja, antes de morderla.
—Eres una conejita traviesa —canturreó. Su voz atravesó mi piel, más profundo incluso que sus dientes—. ¿Crees que tu das las ordenes hoy?
Pude entender bien el tono de su voz. Era parte del juego, de los personajes desenfrenados que estábamos representando. Eran los personajes que pretendieron encontrarse furtivamente en la noche de un viernes, en una habitación de hotel: la del vampiro oscuro, enmascarado, tan mayor y experimentado; la de la jovencita nerviosa que no sabía qué esperar, que fantaseaba con el antiguo mejor amigo de su abuelo. Demasiado antiguo, demasiado fuerte y malvado.
—Nalguéame —respondí, apostándolo todo. Mi voz ahogada salió sensual. Si yo no daba las ordenes, quería ver qué decía a eso—. Castígame... como lo merezco.
Aleksi dejó de moverse por una milésima de segundo. Dejó de hundirse hondo y lento en mí. Sus abdominales, pegados a la parte baja de mi espalda, se contrajeron. Ahí me di cuenta de que se había quitado la camiseta. Ahí, percibí toda la duda recorrer su cuerpo, pero yo confiaba en él. Sabía que jamás me lastimaría, lo tenía tan claro...
Entonces soltó mis pechos. Antes de volver a deslizarse dentro, una y otra vez, recuperando el ritmo ardiente, se enderezó. Así, sin abandonar ni un momento más su papel, me sujetó el culo y lo amasó, atesorándolo con rudeza.
Me mordí el labio inferior y lo solté también, para sujetarme de nuevo de las colchas, preparándome mentalmente para lo que venía. Nunca permití que alguien me golpeara en el sexo, siempre creí que era horrible. Que, aunque un humano no pudiese lastimarme, le quitaba todo lo sensual. Siempre pensé que yo prefería el sexo cuidado y vainilla. Pero con él siempre era distinto. Con Mørk Hodeskalle, yo quería la maldad. La gozaba. Lo fuerte y lo compacto se apropiaban de mi mente y de mi cuerpo. No existía el miedo ni el dolor, porque nuestra rudeza no era violencia cuando la acordábamos los dos, cuando confiábamos los dos.
Cerré los ojos y salté en el aire cuando su palma abierta abarcó toda mi nalga derecha, en la que estaba la marca. Grité, sorprendida. No me dolió, casi que fue una caricia, pero aún así, aunque yo esperaba más, me produjo un deleite alocado.
—Dios, sí —gemí, atravesando el acolchado con mis uñas. Sentí mis colmillos florecer a través de mis dientes. Estaban ahí porque eso no era suficiente.
—¿«Sí»? —terció él—. Creo que no te estás tomando el castigo en serio.
Me nalgueó de nuevo, pero del otro lado, más fuerte. Tenía la lengua afuera y casi me la muerdo. Esta vez, sí me picó un poco la piel. Eso lo volvió aún más apasionante, más vulgar, más prohibido.
Solté un jadeó ronco y mis uñas rasgaron el acolchado. Aleksi dejó salir una risa lúgubre y me dio una vez más, sin dejar de montarme.
—Car... Carajo —logré decir.
Rompí las sábanas también. Las hice jirones con cada nalgada y cada embestida. Alcancé el colchón y tuve que morderme, clavarme los dientes en las manos, para no destrozarlo también. Debía contener toda esa tensión de alguna manera. El cabello me cayó sobre la cara y ni siquiera pude ver el desastre que hice. Ni lo necesitaba.
—Una princesa como tu no debería decir malas palabras, ni romper su hermoso lecho —dijo él, cuando sentía el culo deliciosamente ardiente—. Eso también merece un castigo —Una de sus manos subió por mi espalda. Rozó el costado de mis pechos y se aventuró por encima de mis hombros. Alcanzó mi nuca y despejó los pequeños mechones, húmedos por mi sangre y el sudor, que estaban pegados a mi piel. Sus dedos se cerraron cuidadosamente por debajo de mi mandíbula, delineando la garganta de la que ya se había alimentado. Todo su pecho firme, caliente, se pegó a mi cuerpo. Sus labios atraparon el lóbulo de mi oreja—. ¿O acaso piensas disculparte, conejita?
No pude ni respirar. Quería reírme por su audacia, pero a pesar de todo el seguía moviéndose. Las estocadas pasionales regresaron, duras cuanto entraba; lentas y tortuosas cuando salían. Era más de lo que podía soportar. Solo seguía consciente de mi misma porque ese placer extraterrenal se alimentaba con sus palabras.
—Perdóname, daddy —gemí, soltando la mano que me estaba mordiendo, bien dispuesta a continuar con eso—. Me porté muuuy mal.
Se atragantó. El vampiro de tres mil años que estaba cogiéndome bien duro, dándome cachetazos en el culo, se atragantó porque lo llamé «Daddy». No pude evitarlo y sí me reí. Me reí de él, de cómo se salió del guion, de cómo se ablandaba ante mí.
Disfruté del poder, aceptándolo por completo.
—Castígame más fuerte, daddy —supliqué, bajando mi voz a un susurro.
Le tomé la mano que tenía aún bajo mi mandíbula, mucho más débil que hacia unos segundos, y la llevé a mi boca. Aleksi jadeó, su pene se hinchó dentro de mí, y yo ahogué un gemido ante esa sensación al atrapar su dedo índice con los labios.
Lo chupé, lentamente, como lo hubiese chupado a él, abajo. Le mostré lo que haría mi boca si me pedía que me disculpara así. Él gruñó como única respuesta y apretó las piernas alrededor de las mías. Gimió de verdad, largo, cuando lo mordí y me bebí su sangre.
—Mm —solté, saboreándolo al tragar.
Fue mi actitud traviesa la que finalmente lo hizo recomponerse. Despertó de su pequeño exabrupto y se tensó por completo sobre mí, empujándome contra el colchón, a besa de la presión exquisita de pelvis.
—Sí que voy a castigarte —ronroneó, dejando el dedo dentro de mi boca, pero volviendo aferrarme con la otra mano. Sonreí y vi por el rabillo del ojo que el también lo hacía. Sus comisuras estaban elevadas en una mueca erótica.
Me penetró otra vez, con escandalosa rudeza. Su dedo en mi boca era inmoral y esa idea nos mandaba. Su pene continuó hinchándose dentro de mí. Se hundía en las lagunas de mi aliento desencajado. Latía al ritmo que latía mi pecho. La tierna carne que acariciaba al pasar, se contraía más y más fuerte.
Cerré los ojos y me imaginé qué, a la vez, ese dedo entre mis labios también era él. Me imaginé cosas más negras y más rojas. Me dejé llevar por las lamidas calientes que mojaban mi nuca. Desfallecí en ese abismo que conocía ya también. Choqué contra el fondo, al igual que él.
Explotó, en millones de supernovas. Me ahogué en el polvo que me cubrió por completo, cuando se deshizo sobre mí. Ni salió, siquiera, un solo sonido de mi boca.
Permanecimos unidos más tiempo del que llegué a notar. Seguí con los ojos cerrados, bien a gusto, mientras el orgasmo se asentaba tranquilamente en mi vientre. Pasó mucho más antes de que Aleksi se moviera sobre mí, quitara el dedo y sujetara cariñosamente mi mandíbula para atraerla a sus labios.
—Si vas a llamarme daddy, adviérteme antes —me dijo, cuando lo miré—. Casi me da un paro cardiaco.
Le sonreí y me estiré para besarlo. Hacia rato que no lo hacía.
—Considérate afortunado —susurré—. Lo hago solo porque te amo.
Se separó de mí y se me escapó un gimoteó. Cayó a mi lado, en la cama con las sábanas destrozadas, y acarició mi mejilla con la punta de la nariz. Deposito dulces besos por toda mi cara.
—Soy afortunado porque me amas —respondió, besando también mi frente—. Porque me amas cuando yo te amo.
Esta claro que jamás en la vida escribí algo así. Y creo que también esta claro que escribo esta historia porque quiero animarme a escribir cosas así. Yyyy normalmente siento mucho miedo cuando la publico. Así que, espero que aún así, les haya gustado, porque mi intención es mostrar que con consentimiento, implícito o explicito, en el sexo pueden pasar muchas cosas. Y que los juegos y los roles no tienen porqué avergonzarnos <3
Terminado ya, a nada de que en Argentina se termine el día, ¡les deseo un muy hermoso día de los enamorados! YO LOS AMO <3
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