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Capítulo 3. Mordidas

3: Mordidas

Kayla

Llegué al cuarto de mi hermano acalorada, como si hubiese estado corriendo una maratón. Elliot levantó la cabeza de su cama y me observó extrañado. Frunció el ceño y me preguntó si ahora le temía al sol o qué.

—No seas bobo —repliqué, apoyando la espalda contra la puerta de la habitación, que estaba en penumbras—. Solamente me crucé al imbécil de Mørk Hodeskalle.

Elliot frunció el ceño, se irguió todo lo que pudo y ahí noté que la mayoría de sus heridas habían mejorado. Apenas si tenía raspones visibles. Sobre el edredón descansaban unas cuantas bolsas de plástico de sangre, señal de que se había estado alimentando por montones.

—Si las dejas mucho tiempo fuera se te van a echar a perder —dije, arrugando la nariz. Con razón apestaba ahí dentro.

—¿Y saliste corriendo de él como si fueres una niñita? —replicó mi hermano, ignorando mi comentario—. No, ya sé, no digas nada. Papá me contó lo que dijiste en frente de él anoche.

Se volvió a tender, poniendo los ojos en blanco, como si me considerara un caso perdido.

—¡No salí corriendo! Él sí, para tu información —dije, adentrándome en la habitación, pero manteniendo mi distancia de su cama. Preferí sentarme en sus sillones y poner los pies sobre la mesa de café—. Es terriblemente rápido. Casi creí que había desaparecido.

Con eso, Elliot se irguió otra vez. Se quejó por el esfuerzo, pero pude ver el brillo emocionado en sus ojos grises. Ya no había siquiera un leve rastro de miedo del día anterior. Ninguno que intentara ocultar. Era pura fascinación.

—¿Lo viste? ¡Es jodidamente impresionante! Nunca había visto a un vampiro como él. Podría derrotar a un ejército entero sin siquiera mover un dedo —exclamó y yo fruncí el ceño.

—Sí, y casi te mata —le recordé—. No puedo creer que estés hablando así de él. Casi como el abuelo, como los tíos y papá, que lo alababan como si fuese la última Coca Cola en el desierto.

Elliot se hizo el desentendido.

—No sabes el miedo que da. Aparece de entre las sombras, parece que la oscuridad se lo tragara y lo escupiera. No lo ves venir y, antes de que estés siquiera reconociéndolo, el tipo ya te tiene de boca en el suelo sin respirar. Increíble.

Yo hice una mueca, mostrando los dientes. Así que eso le había hecho, antes de hacerlo sangrar. No supe si quería matar a Hodeskalle o matar a mi hermano por irse de tema.

—No puede darte miedo y no puedes pensar que es increíble a la vez. Lo que te hizo fue exagerado.

—Le quise robar, Kay —contestó él.

—No creas que te estoy justificado —le advertí, levantando la mano—. Pero por lo poco que intentaste hacer, fue demasiado. Si te hubiese matado, hubiese sido un castigo demasiado grande para un robo.

Elliot me miró con impaciencia.

—Kay, sé que te molesta que te recuerde que no eres totalmente vampiro —me dijo, arqueando las cejas—. Pero fuera de la mansión White, el universo vampírico es así. Es la ley de sangre.

Me crucé de brazos. Sí, odiaba que me lo recordara porque reforzaba la idea de que era débil, que no podía adaptarme a ese universo y que mi única opción para ser una White digna, una vampira como correspondía, era estudiar y manejar los negocios. Elliot era el único de mi familia que usualmente se atrevía a decírmelo a la cara.

Y sí, no tenía idea de cómo era la ley de sangre porque nunca me había metido con vampiros sin clan o de clanes bajos. No solo porque mi familia insistía en que éramos demasiado para ellos, sino porque fuera de la casa en realidad yo... era bastante humana.

Como no era una vampira completa, como no había podido seguir el ritmo de Elliot, a mi siempre me enviaron al colegio con humanos. Durante la primaria me educaron en casa, pero en la secundaria me inscribieron en la mejor escuela del principado. Por eso, mis amigas, mis ex novios, todo mi círculo social fuera de la mansión White era simplemente humano.

Ahí, yo destacaba sin esforzarme, por ser bonita, por ser buena alumna, por ser más ágil que cualquiera de mis conocidos. Pero de vuelta en mi hogar, no era así. Tenía que esforzarme más. Y si Elliot no estuviera perdiendo el tiempo comportándose como un imbécil, sin duda yo no sería más sobresaliente que él.

Al final, muy en el fondo, yo sabía que mi desconocimiento de la ley de sangre, en general, era porque no estaba capacitada para sobrevivirla. Porque mi familia creía que no lo estaba.

—El universo vampírico es así —repetí sus palabras—, pero no hay ninguna ley puntual sobre ser imbécil y estar robándole a otros, ¿no? —contrataqué.

Elliot agarró una de las bolsas de sangre y la agitó en mi dirección, porque sabía que me molestaba al igual que sus palabras.

—Para tú información, princesita —me dijo, con una media sonrisa media. Tenía costras en las comisuras, por los golpes que Hodeskalle le había dado—. Él y yo ya hablamos. Ya me disculpé y él se disculpó conmigo. Estamos a mano.

Gruñí, sentí mis colmillos saliendo, clavándose en mi lengua. Mi hermano jamás me había llamado así. Podíamos decirnos de todo, en broma y en serio, pero él nunca me había dicho "princesita". Creía saber por dónde venía.

Elliot me sostuvo la mirada y clavó sus propios colmillos en la bolsa de sangre. Me dedicó otra sonrisa y me mostró toda la lengua roja. Me puse de pie de un salto y contuve el aire. Le hubiese revoleado algo, pero me preocupaba que una silla pudiese ser demasiado para un vampiro estúpido que estaba alabando a su agresor.

—Menos mal que eres el mayor, eh —dije, todavía conteniendo el aire.

Mientras abría la puerta de la habitación, Elliot me chistó.

—Mayor no implica responsabilidad. Para eso estás tú, princesa.

Sali al pasillo y cerré la puerta con tanta fuerza que rompí el picaporte. Escuché a Elliot quejarse por el destrozo, pero lo ignoré y me marché rápidamente por el pasillo, apurada por volver a mi cuarto. No quería encontrarme con Hodeskalle ni por casualidad. 

No me hizo falta volver a hablar con alguien de mi familia para saber que todos amaban la presencia de Mørk Hodeskalle en la casa. Nadie me presionó, pero fue evidente que para la mayoría era un invitado super interesante.

Las veces que visité a Elliot durante el fin de semana, él insistió en que era un tipo elocuente, con grandes historias. También me aseguró que le había prometido enseñarle unos cuántos movimientos.

Por eso y porque mi hermano ya estaba bien y ahora solo fingía estar invalido, y porque yo ya tenía que hacerme cargo de mis tareas de la universidad, dejé de visitarlo.

Me limité a seguir mi rutina y el martes, cuando llegué a casa y salí del ascensor del estacionamiento, vi a Hodeskalle sentado en la oscuridad del patio principal, leyendo un libro, con la estúpida máscara de calavera puesta.

Me sorprendió, primero, que fuese una persona culta. Pero casi al instante me recordé que él tenía más siglos incluso que mi abuelo. Probablemente, tuviese muchísimos conocimientos, aunque no tuviese clan ni familia, algo que normalmente se asociaba con la ignorancia y sobre todo con la ley de sangre.

Lo siguiente que pensé fue en la máscara y en cómo no se la sacaba ni siquiera para leer. Me pregunté también si se la sacaba para dormir, para ir al baño o para estar en la intimidad con algún amante.

Inevitablemente, traté de recomponer su rostro en mi mente. Lo único que se veía de él era su mandíbula cuadrada, sus labios y los hoyuelos que se le formaban cuando estaba sonriendo. También estaban sus ojos azules y el cabello oscuro y rizado.

No podía evitar imaginar a alguien atractivo bajo la máscara. La mayoría de los vampiros eran hermosos, algo que la especie ostentaba. Pero, por alguna razón, una que en realidad me molestaba muchísimo, él me daba más de una clase de escalofríos. Sentía que él era más hermoso que cualquier otro hombre que hubiese visto y me avergonzaba pensar así después de lo enojada que estuve. Que estaba, en realidad.

Negué con la cabeza, tratando de apartar esa idea. Los días que no lo vi, fue mucho más fácil no recordar ciertos gestos que se grabaron a fuego en mi cabeza. Había estado demasiado ocupada con la universidad y renegando por la tontera de mi hermano como para pensar en lo que me provocaba con solo verlo.

En ese momento, reflexioné que quizás lo que me ocurría tenía que ver con la curiosidad y el misterio. Quizá, si viese su cara por completo, comprobaría que él no era tan atractivo como me imaginaba y que usaba su máscara para tapar alguna fea cicatriz o algo que podría, en realidad, horrorizar a quien la vea. Más que sus poderes.

Sonreí, sintiéndome más confiada con eso, y solo ahí me di cuenta de que me había detenido, en medio de las galerías que cruzaban al patio hacia el vestíbulo. No supe cuánto tiempo había estado parada, cavilando después de mirarlo, cuando regresé la vista hacia el patio.

Él estaba viéndome y la vergüenza asaltó cada nervio de mi cuerpo. Sentía su mirada, pesada e intensa, y me resultó obvio que había estado pendiente de mi desde que salí del ascensor, desde que me detuve a analizarlo.

Me puse en marcha de inmediato, como si ahí no hubiese pasado nada, y una vez entré al vestíbulo, corrí hacia el pasillo. Apenas si saludé a mi tío Allen cuando me lo crucé y atravesé la mansión en un par de segundos, solo para llegar a mi habitación y encerrarme en ella.

Cuando estuve sola, me sentí una idiota. No había actuado con la altura que hubiese deseado tener y lo más seguro era que él se estuviese riendo de mí, de la princesita de su buen amigo Benjamín.

Dejé mis cosas de la universidad en la mesa y empecé a sacar mis apuntes, tratando de concentrarme en lo que realmente me importaba: mi examen. Al fin y al cabo, si quería ser una White, lo único que me quedaba era ser la mejor heredera. Más aún si mi vida resultaba ser corta, como todos temían. Yo no tenía tiempo que perder, del modo en que lo hacía Elliot, jugando con la ley de sangre.

Pasé casi toda la noche estudiando y frenándome en seco cada vez que mis pensamientos se iban de tema. Como cada vez que mi mente divagaba yo simplemente volvía a Mørk Hodeskalle, su máscara, su mandíbula y su boca, opté por expandir mis colmillos y hacerme pequeñas muescas en la mano, para sancionarme por distraerme.

Para la madrugada, tenía las dos manos llenas de pequeñas heridas que tardarían en sanar al menos que bebiera sangre humana. No me habían dolido, porque eran mis propios dientes y porque mi resistencia al dolor era superior a la de un humano, pero ahora eran una clara muestra de que no podía dejar de pensar en él cada vez que lo veía.

—Esto no está bien —mascullé, mirándome las manos. Tendría que usar guantes en la universidad y ese miércoles me tocaba ver a Gian de nuevo. Ya me imaginaba que buscaría una excusa para molestarme por eso, como el niño chico que era.

Me fui a dormir después de tomar un aperitivo y al medio día revolví en todo mi armario para encontrar algo que combinara con unos guantes blancos de seda que no usaba jamás.

Me los había regalado mi abuela, porque insistía en que se me verían bien, como los que ella usaba en su juventud. Yo no estaba de acuerdo, sin duda alguna. Los que ella había usado en su juventud estaban llenos de ribetes, moños y cintas, propios del 1600. Ella todavía los guardaba, al igual que decenas y decenas de vestidos preciosos que cuando era niña amaba probarme.

Por suerte, mis guantes eran más sobrios, pero demasiado elegantes para combinarlos con la ropa que usaba en la universidad. Y, sin embargo, no tenía otra opción. No pensaba beber sangre humana y las marcas durarían al menos un día más.

En la uni, después de sentirme incómoda por la mirada de mis compañeros, respondí las preguntas de Emma sobre mi elección de vestuario y también agradecí sus halagos, porque según ella se veía chic.

—Es que mis uñas están hechas un asco —mentí, un poco insegura, cuando llegó Jane y me hizo la misma pregunta.

Antes de que empezara la clase, Gian entró al aula y me dedicó una expresión de especial fastidio. No lo había visto desde el viernes, pero era evidente que seguía molesto por haber sido sancionado por mi culpa.

Paso junto a nosotras y se inclinó hacia mi escritorio, dispuesto a soltar todo el veneno.

—¿Le pagaste al señor Evans, White? ¿Cuántas horas tuviste que acostarte con él para compensar lo que hizo por ti?

Me mordí la lengua y sentí mis colmillos tirando de mis encías. Me hubiese gustado muchísimo mostrárselos y aterrarlo hasta la muerte, pero Jane me ganó y le dio un puntapié en la pantorrilla. Gian ahogó un grito y la mitad de la clase se volteó a vernos.

—Cierra la boca, cerdo asqueroso —le espetó ella.

Emma, se irguió todo lo que pudo, también dispuesta a defenderme:

—¡No es culpa de Kayla que seas un idiota!

Gian se frotó la pierna y luego fulminó a Jane con la mirada, como si Emma no hubiese abierto la boca y como si yo al final no fuese el tema de discusión.

—¿Tú qué te metes? ¿Acaso tu eres puta por gusto?

Jane se puso de pie y me tocó agarrarla de la falda para frenarla antes de que le partiera la boca a Gian de un puñetazo.

—Fue mi idea poner tu empresucha en la presentación. ¿Y adivina qué, quebrado? Tuvimos la mejor nota de la clase solo por listas las cagadas que se manda tu padre. Para cuando termines la universidad, quizás te quede algo que rescatar de las cenizas —le espetó.

Gian se abalanzó hacia ella y no sé en realidad por qué creí que no sería capaz de levantarle la mano a una chica que era mucho más pequeña que él. Él era especialmente misógino y violento y dónde más le heria el orgullo era su herencia, su empresa, la señal de que era valedero de estar en esa universidad.

Tiré de Jane hacia atrás y la senté en la silla. Antes de que Gian pudiese terminar de levantar la mano, yo estaba entre ellos. Le di un empujón en el pecho y cayó sobre el escritorio de nuestros compañeros al otro lado del pasillo.

Rodó por la superficie de la mesa y terminó boca abajo en el suelo, quejándose como un bebé. Ni siquiera había usado tanta fuerza como para que llorara así.

—No te atrevas a levantarle la mano otra vez —le dije—. Más aún si no quieres que las palabras de Jane se hagan realidad incluso antes de que termines la universidad.

Gian se puso de pie, gruñendo. El odio en sus ojos fue todavía más intenso. Tenía el orgullo más que herido, estaba roto.

—Te voy a denunciar con las autoridades de la universidad —jadeó.

—¿Y qué? —le espeté yo—. ¿Cuántos testigos hay de que me insultaste y que quisiste golpear a Jane? ¿Crees de verdad que tu padre o tu apellido podrán salvarte por agredir físicamente, de nuevo, a tus compañeras?

—Haré que te expulsen —me prometió, centrando sus ojos en mis guantes, por un segundo—. Ningún profesor, ni aunque te pongas mil veces de rodillas, podrá salvarte. Ni todos tus Sugar Daddys.

Me reí. No pude evitarlo. Que él siguiera aferrándose a ese discurso era patético.

—Si en verdad crees que llegue aquí arrastrándome es que en serio eres muy corto de mente. A diferencia de ti, yo sí tengo empresas y negocios que heredar en buenas condiciones. Incluso, quizás haga caridad con algunas que están en la lona, luchando por sobrevivir.

Se la dejé picando. Volví a mi silla y me senté como si nada hubiese pasado.

Cuando Gian intentó ponerse de pie otra vez, el chico dueño del escritorio donde cayó le dijo que mejor se fuera del aula, porque otro compañero acababa de grabar la situación y él no quedaba bien parado. Ofuscado, él recogió sus cosas y se marchó, dando tumbos por el aula.

Yo busqué con la mirada entre mis compañeros a quien tuviese el celular en la mano, pero ninguno parecía estar realmente dispuesto a colaborar. Cuando el chico notó mi actitud, se inclinó hacia nosotras para aclarar que se lo había inventado con el único objetivo de que se marchara.

Orgulloso, se metió en lo suyo y nos dejó a nosotras tres con un único pensamiento en la cabeza: que ese era otro tonto. Tanto él, como el resto que había escuchado la conversación agresiva de Gian hacia nosotras, intervino para ayudarnos y frenarlo. Nadie se involucró.

—Por lo menos no le veremos la cara hoy —murmuró Jane, exhalando con brusquedad—. Aunque tendrías que haber dejado que le pegara. Hice Taekwondo hace quince años —aseguró.

Yo agité la mano en su dirección, para que lo olvidara.

—No fue nada. Al final, me estabas defendiendo a mí.

Emma, a mi lado, se desinfló como un globo.

—Pero no sé por qué te odia tanto. No es tu culpa que seas pobre y que tengas una beca.

Tanto Jane como yo nos giramos a verla. Emma era un poco despistada, pero dudaba mucho que en verdad no hubiese visto mi auto, o mis bolsos, o mis zapatos. Se notaba de lejos que yo no tenía una beca.

—Em —le dijo Jane, inclinándose hacia ella—. ¿Estás ciega o qué?

—Claro que no estoy ciega —dijo Emma, sorprendida—. Por eso digo que no es su culpa.

—Emma, no tengo una beca —expliqué, tratando de retener una risa—. Soy millonaria.

Emma giró la cabeza hacia mí, con los ojos como platos.

—Pero busqué tu familia, no figuran en ninguna lista de empresarios emergentes, ni tampoco de negocios legendarios. ¿Tu familia tiene una empresa pequeña y por eso no la conozco? —dijo, con total inocencia. Sabía que lo hacía sin maldad, incluso aunque estaba cayendo en la misma tontería que Gian.

Negué con la cabeza y le palmeé la mano.

—Mi abuelo no es dueño de una empresa. Es dueño de Ceos —dije, de forma resumida—. Nuestro nombre no figura en ningún lado porque así es más fácil tener control de varias.

Le guiñé un ojo y abrí mi laptop, para dejar el tema atrás. Seguro eso sí podían entenderlo varias, porque en ese universo, de ricos empresarios, todos buscaban evadir impuestos a las ganancias y declarar valores mucho menores de los que realmente manejaban.

—Entonces —Emma se tocó el labio inferior con el dedo índice—. En realidad... ¿dices que tienes más dinero que Gian?

Hice una mueca. Podía comprar incluso las empresas de sus familias, no solo la de Gian, pero tampoco quería ostentar demasiado. Si no tendría que dar más explicaciones. Lo cierto, era que ellas eran mis amigas porque nunca se habían molestado mucho por saber a qué familia prestigiosa pertenecía.

—Llevo meses comprando acciones de Bettensar —susurré—. Su padre está a nada de convertirse en el socio minoritario.

Jane empezó a reírse, presa de la satisfacción, pero Emma solo se quedó boqueando como un pez.

—¿En serio?

—Esto es mejor que solo golpearlo —terció Jane, dándose la cara contra el escritorio. Tuvo que ahogar el ataque de carcajadas para que nadie nos prestara demasiada atención y se enterara.

—Sh —le dije, pero también estaba tentada.

Pasamos el resto de la clase imaginando la reacción de Gian cuando se enterara lo que había hecho. Jane hasta pensó en todas sus reacciones y al terminar la jornada, marchó por el estacionamiento, haciendo imitaciones grotescas y exageradas.

Nos despedimos de Emma, que se fue con su chofer, y la acompañé hasta su auto. Solo cuando llegó a él se relajó y paró con las bromas. Se la había pasado increíble.

—En realidad, necesito estar presente cuando se entere. Cuando se convoque a una reunión de socios y, ¡ahhhh! Imagina que su papi le diga que Kayla White se presentó a la junta y rechazó todas sus propuestas —fantaseó—. Qué placer.

Se suponía que los White actuábamos desde las sombras, por ser tan longevos, pero la verdad es que deseaba hacer exactamente lo mismo que planteaba Jane, porque no quería ahorrarme la reacción de Gian. Al final, estaba haciendo eso no solo para arruinar su futuro, sino para que supiera que era más lista de lo que él creía que era.

Le sostuve la puerta del auto a mi amiga y, durante un instante, me pareció ver un movimiento en la oscuridad, muchos metros más allá, en dirección a la costanera. La brisa del mar me despeinó el cabello, pero también me trajo muchos aromas distintos que nada tenían que ver con la fauna marina: el olor de un perro, un par de gatos, un humano y otro aroma que no pude distinguir, pero que me resultó vagamente familiar. Olía como a un vampiro, pero no estaba segura de a quién.

—Te veo mañana en el examen —me dijo Jane, tirando de la puerta de su vehículo.

La dejé ir, porque no estaba totalmente segura de lo que había más allá, a unos quinientos metros, donde no llegaban los faros del estacionamiento de la universidad y empezaba la rocosa costanera gris y fría.

Cuando arrancó, me quedé parada en medio del estacionamiento, que estaba prácticamente vacío. La mayoría de los autos aparcaban cerca de los edificios del campus, pero cuando Jane y yo llegábamos a clase nos quedaban los lugares más alejados.

Mantuve mis ojos en la oscuridad, tratando de peinarla por completo. Tenía mejor vista que un ser humano, pero jamás sería como la de un vampiro completo, por lo que, aquello que se había movido por allá, al menos ya no podía percibirlo. Lo importante era que Jane ya no estaba en su radar y que, si realmente era un vampiro lo que había estado dando vueltas por ahí, seguro también me había olido.

Caminé por el estacionamiento, alejándome de mi vehículo y pasé por encima de las manchas de aceite y gasolina que habían quedado durante el día. Me crucé de brazos y esperé, en silencio, con mis guantecitos de seda tratando de verme como una amenaza.

Aspiré profundamente tratando de determinar qué aroma era, pero apenas si sentí un leve rastro a durazno. No me pareció que fuese el olor que sentí al inicio, pero por las dudas, me quedé un rato largo ahí, para asegurarme de que no regresaba.

La brisa marina se encargó entonces de disipar cualquier aroma. Todo estaba en absoluto silencio y me dije que, quien sea que fuera, se habría marchado o alejado lo suficiente como para que el mar no me acercara más su esencia.

Volví a mi auto y manejé, tratando de quitarle importancia al asunto, de vuelta a casa. En la noche los vampiros daban vueltas. Y aunque no eran muchos, debido a las problemáticas de la especie para concebir, no era tan extraño que uno merodeara la universidad, donde tenía oportunidades alimentarse. Solo me alegraba de haber sacado a Jane del camino.

Una vez salí del ascensor del estacionamiento, en la mansión, evité mirar hacia el patio, pensando que quizás podría ver a Hodeskalle de nuevo ahí leyendo. No tenía por qué seguir mordiéndome la mano esa noche.

Atravesé el vestíbulo y antes de llegar a mi pasillo, me crucé a mi abuela, que estaba muy elegante para un día de la semana. Tenía el cabello negro recogido en un moño y unos pendientes de diamantes muy largos que decoraban su blanco cuello.

—Hola, abu —saludé, con una sonrisa.

Mi abuela me sonrió también. Las dos nos parecíamos muchísimo. A decir, verdad, había heredado más rasgos físicos de ella que se mi propia madre, incluso para ser una semi humana. El pelo negro, los ojos grises, la forma del rostro. Aunque Elliot también tenía el pelo oscuro y los ojos grises, cuando mi abuela y yo nos mirábamos frente a frente, parecíamos un reflejo el uno de la otra.

—¿Te fue bien hoy? —me preguntó, con su calidez de siempre, notando los guantes.

—Sí. Aunque estuve un poco preocupada a último momento —confesé, siguiendo mi camino hacia mi habitación—. Me pareció oler un vampiro en la universidad.

Mi abuela, que me acompañó hasta la puerta, se frenó en seco.

—¿Un vampiro? —inquirió, un poco cortada.

—Seguro fue a alimentarse, pero mientras no se acerque a mis amigas... —musité.

Ella trató de mantener la sonrisa y dispensó el asunto con un gesto de la mano.

—Cualquier vampiro que intente acercarse a tus amigas sentirá tu olor sobre ellas. Tu aroma es lo suficientemente fuerte como para notar que ya tienen presencia vampírica encima —añadió, agarrándome un mechón de cabello y acariciándomelo, como cuando era niña.

Asentí. Los vampiros y los humanos olían distinto, aun cuando cada persona tenía un olor particular. Mi abuela olía a lilas, pero a lilas vampíricas, así podría describirlo. Yo por otro lado, no sabía a qué olía y tenía que confiar en ella cuando me decía que olía lo suficiente a su especie como para que no me pasaran por encima ni me confundieran con una presa.

—¿Entonces todo bien? —agregó—. Me sorprende que estés usando los guantes.

Esta vez, yo traté de sonreír de forma normal. No quería explicar por qué los tenía puestos cuando jamás los había usado.

—Creí que quedaban bien —dije, entrando finalmente a mi habitación.

—Sí, quedan bonitos. ¿Por qué no los usas en la cena de hoy?

Me giré hacia ella y ni me molesté en encender la luz del cuarto. Podíamos vernos perfectamente.

—¿Cena?

—Hoy será la primera vez en la semana que tu hermano nos acompaña. Ya está bien recuperado. Así que pensé que quizás querrías compartirlo con la familia —dijo, con alegría.

Me quedé en silencio. No veía a Elliot desde el lunes, cuando me di cuenta de que seguía llorando en la cama solo para tener la atención de la familia. Pero no me preocupaba romperle la burbuja a mi abuela. Me preocupaba estar en presencia de Mørk Hodeskalle.

Me preparé para negarme, pero antes de que abriera la boca mi abuela se adelantó.

—Kayla, por favor —suplicó.

Me atajé a tiempo.

—Tengo que estudiar. Tengo un examen mañana.

—Será breve.

—Sabes que odio comer cuando ustedes beben sangre —contesté, todavía de pie en medio del cuarto, con la luz apagada.

—Hace muchísimo tiempo que no estamos todos juntos —replicó ella, finalmente estirando la mano y tocando la tecla de la iluminación—. Kay, sé que te molesta, sé que no entiendes por qué se lo han perdonado tan rápido. Lo sé, pero él puede hacer más por nosotros de lo que jamás podremos agradecerle. Es un milagro que, al final, él no le haya cobrado a tu abuelo lo que Elliot hizo con el favor que le debe. Y, más allá de todo, Hodeskalle es un amigo fiel, es alguien en quien nuestra familia puede confiar y que jamás nos haría daño, sabiendo quiénes somos.

Ella espero, tratando de apelar a mi consentimiento, pero aun cuando ella tuviera razón y Mørk Hodeskalle pudiese estar a mano con Elliot y con mi abuelo, yo no quería estar cerca de él otra vez. Tendría que morderme todos los brazos y las piernas para quitármelo de la cabeza si pasaba media hora sentada en una mesa con él.

—¿Por qué dices que él puede hacer más por nosotros? ¿Tanto que jamás podremos agradecerle? —pregunté, frunciendo el ceño—. ¿Está pasando algo malo?

Mi abuela titubeó. Fue por una milésima de segundo, pero fue suficiente para mí. Algo pasaba y no me lo estaban diciendo. Tenía que ser algo jodido si necesitábamos a Mørk Hodeskalle viviendo con nosotros durante un largo tiempo.

—No es nada, cariño —respondió ella, cambiando la expresión de su rostro—. Son cosas que tu abuelo y Hodeskalle se deben. Y yo te aseguro, que he conocido a Hodeskalle hace siglos, que es un buen hombre. Si hubiese sabido quién era Elliot, nunca lo hubiese agredido.

Ahí se estaba cocinando algo y supuse que Elliot, que vivía en la luna, tampoco sabría de qué se trataba. Si no, me lo hubiese contado en los varios mensajes de texto que me mandaba por día, porque estaba aburrido fingiendo estar mal para que no lo castigaran.

—Está bien —dije, preguntándome por dentro si en realidad no sacaría más penas que aciertos de esa cena. Supe, en el instante en que mi abuela salió emocionada de la habitación, que también temía verlo tanto como lo ansiaba.

Unavez estuve sola, me quité un guante de seda. Miré las marcas de mis colmillos,más suaves, apenas rosados. Si seguía así, no me quedaría ya piel que morder. 

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