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Capítulo 2. Sed

2: Sed

Kayla

—Kayla, él es Mørk Hodeskalle —dijo mi abuelo, presentándomelo con formalidad, como si no hubiese notado la burla en el tono de su invitado a la hora de llamarme "princesa".

Sí, quizás podrían considerarme la princesita de mi clan, pero él lo había dicho como si fuese una niñita, inútil y caprichosa. Me enfadé tanto que tuve que morderme la lengua para no ponerme a chillar que no era una mocosa, sin importar la cantidad de milenios que él me llevara encima.

—Vengo de ver a Elliot —dije, en cambio, haciendo un esfuerzo sobrehumano, claro, para no dirigir la mirada hacia la máscara de calavera.

Sin embargo, él aún estaba viéndome.

—Oh, espero que se encuentre mejor —respondió, con simpleza, como si le hubiese hablado en primer lugar.

—No te preocupes —dijo mi abuelo, estirando la botella de sangre hacia él, para mantener su copa llena. En seguida, me golpeó el aroma metálico de la sangre humana. Traté de no arrugar la nariz, porque no quería que el desconocido notara mi desagrado—. Es un White, se recuperará. Es fuerte.

Yo no me moví de mi sitio, estaba congelada.

—¿Fuerte? —tercí, sorprendida—. Está muy mal herido.

Mi abuelo hizo un gesto despreocupado, descolocándome totalmente. Quién más se encargaba y protegía a la familia era él. Era extremadamente celoso de nuestra seguridad, incluso cuando se trataba de mis tíos, sentado en ese mismo despacho, que tenían más de doscientos años de edad.

Mi papá, que era el menor de todos, fue el único que se puso de pie y me hizo una seña para que me sentara en el sillón, ocupando su lugar junto a Mørk Hodeskalle. Seguí sin moverme y él notó que estaba realmente preocupada por Elliot; no me lo estaba tomando como chiste como todos ellos.

—Estará bien, hija —me dijo—. No tienes que preocuparte por tu hermano. Tu tío Sam ya lo revisó. Son heridas superficiales.

—¿Superficiales? —solté, casi sin aire—. Elliot dijo que le retorció los brazos. ¡Debe tener huesos rotos!

Mi tío Sam sonrió hacia Hodeskalle con muchísima amabilidad, como si ese mismo vampiro no hubiese sido el culpable.

—Ya se los acomodé y ahora debe beber sangre para acelerar el proceso de curación —explicó, con calma.

—Además —se metió mi tío Allen, cruzando una pierna por encima de la otra—, aprendió una valiosa lección hoy.

Mi abuelo apretó los labios, como única respuesta. Sí, todos llevábamos años estando de acuerdo que Elliot no sabía comportarse como el hombre que era. Y, si bien se había equivocado enormemente, estábamos en presencia de su agresor, que podría haber resuelto las cosas con él sin casi matarlo.

—Veras que mi nieto no volverá a hacer algo como esto, Skalle —dijo el abuelo, tratando de sonreír—. Durante tu tiempo viviendo con nosotros, seguro llegarán a ser amigos. Creo que te admira y que serás una influencia positiva para él, para que aprenda a respetar.

Solo en ese momento me atreví a mirar a Mørk Hodeskalle y noté que, en todo ese rato, él había estado pendiente de mí, sin quitarme sus ojos azules de encima. Su accionar me tomó desprevenida, pero como lo que acababa de escuchar había sido como una bofetada, lo ignoré rápidamente. Pasé mi atención de él a mi abuelo.

—Abuelo —murmuré—. No hablarás en serio.

De nuevo, todos mis familiares giraron la cabeza hacia mí. Mørk Hodeskalle no tuvo que moverse ni un centímetro. Ni siquiera estaba concentrado en la sangre de su copa.

—¿Por qué no hablaría en serio, Kayla? —me preguntó el abuelo, sin comprenderme en absoluto.

Ahí, yo me exasperé, incapaz de entender cómo no podían ver lo obvio.

—¡Casi mata a Elliot! —exclamé, atreviéndome a señalar al hombre desconocido con esa máscara horrible—. ¿Y va a quedarse aquí? ¿Por un tiempo? —añadí, con un tono tan agudo que podría haber quebrado el cristal de la copa de Skalle.

Él estrechó los ojos y pude ver el atisbo de una sonrisa, pero se quedó callado mientras mi papá me ponía una mano en el hombro e intentaba calmarme.

—Ya lo oíste. Ambos arreglaron sus diferencias y se han pedido disculpas por el mal entendido. Un mal entendido que tu hermano gestó, hija.

Por impulso, me quité la mano de papá de encima. Esa situación me molestaba muchísimo, porque no consideraba que tuviésemos que ser hospitalarios con un tipo así de violento, uno que mataba con la más mínima provocación. ¡O sin provocación! Que Elliot estuviera mal no cambiaba el hecho de que Hodeskalle fuera un conocido asesino, bastante sádico, que amaba desmembrar a otros.

Todo eso, lo que Hodeskalle simbolizaba, no tenía nada que ver con nosotros y los ideales que profesaba nuestra familia. Así que, ¿cómo podíamos darle hospedaje a un tipo así? Los White éramos un clan de vampiros bastante humanizados. Odiábamos las guerras y la violencia desmedida. Resolvíamos siempre las cosas de forma política. Ni siquiera mordíamos humanos, no desde que existían los bancos de sangre. Tratábamos a todos de forma civilizada y educada y sin duda no nos relacionábamos con clanes de baja calaña o salvajes sin moral como él. Nosotros éramos la élite de los vampiros, nosotros teníamos control prácticamente del principado. Nosotros éramos dignos, siempre. Aceptar al agresor de nuestra familia no cabía en mis principios, fuese Mørk Hodeskalle quien carajos fuese.

—Sé que Elliot es un imbécil —mascullé, girándome hacia mi padre—. ¡Pero ni siquiera puede levantarse del sillón! Casi lo matan, papá. ¡Y fue él! —grité, señalando a Skalle de nuevo, sin mirarlo.

—Kayla —Con tono calmado y medido, mi abuelo llamó mi atención—. Skalle y yo somos viejos amigos. Estaba invitado desde antes a nuestro hogar. Este suceso fue una coincidencia de mal gusto. De alguna manera, tu hermano ha aprendido de esto y, al fin y al cabo, la cosa ya está solucionada.

Rechiné los dientes y le sostuve la mirada a mi abuelo hasta que él la bajo, prefiriendo ofrecerle más sangre a Mørk Hodeskalle, aunque este no había tomado ni un sorbo desde que yo entré. Con ese gesto, comprendí enseguida la razón por la cual todos estaban siendo tan complacientes con el invitado. Le tenían miedo, lo suficiente como para perdonarle cualquier desenfreno con nuestra familia y su pasado en general.

Miré a todos ahí, siendo consciente más que nunca de la educada manera en la que mi abuelo se movía, como el líder del clan y de todo mi universo, como alguien sumamente refinado y poderoso. ¡Cómo contrastaba con el aura oscura de Hodeskalle! Porque, aunque este estaba muy derecho en su silla y sujetaba la copa como si supiera hacerlo, discordaba con todo en el despacho tan elegante. Se vestía incluso informal, con una camisa negra sencilla y un par de jeans oscuros.

Esos eran dos mundos encontrándose y toda la vida me criaron para pensar que jamás deberían hacerlo. Siempre me dijeron que ni me tomara el tiempo para hablar con vampiros como él. Pero ahora... le chupaban las medias. Más enfadada con todos ellos que con el mismo vampiro violento, abrí la boca para expresar mi descontento, sin embargo, Mørk Hodeskalle me ganó.

—Sin duda alguna también he aprendido algo de este desafortunado evento—dijo, aún clavado mirándome. Parecía que le hablaba al resto, pero sus palabras me las estaba dirigiendo especialmente. Por un breve segundo, sentí escalofríos otra vez—. Vampiros suelen tenderme trampas y aún con mi edad no debería confiarme tanto. Debí suponer que un muchacho tan bien educado debía pertenecer a un gran clan. Y estando en esta ciudad, debí suponer que se trataba de tu nieto, Benjamín —agregó, sin siquiera voltear a ver a mi abuelo—. Debemos ser racionales y esforzarnos por ser claros con las personas que acabamos de conocer.

Alzó la copa hacia mí, sonriendo otra vez de forma sutil, engañosa y demasiado encantadora para mi gusto. Tuve que volver a tragar saliva, porque esta se me había acumulado sobre la lengua mientras veía sus labios dedicarme palabras tan enredadas y desafiantes.

El corazón me dio un vuelco y no supe por qué. Me asustó.

—Debería habérselo planteado antes de desfigurar a mi hermano —solté, sobresaltando a mi tío Allen, que me miró como si estuviese loca. Mi tío Sam y mi papá se quedaron callados. Mi abuelo hizo como si yo estuviese hablando del clima, lo normal de cada día—. No estoy de acuerdo con esto —añadí, con tono firme, esta vez para mi patriarca. Normalmente mi abuelo me escuchaba, prestaba atención a mis opiniones. Las valoraba.

Y aunque no pensé que serviría para que echaran a Hodeskalle de ahí, pensé que era importante que dijera lo que creía. Porque también así me habían criado, para ver valiente y comerme el mundo, para ser una líder como el resto de ellos.

Mi abuelo asintió leventemente con la cabeza, aceptando mi opinión, pero no dijo nada más. Por supuesto, como lo supuse, no echaría a Hodeskalle por eso, porque ya lo había invitado de antes. Y aunque la idea me desagradara en lo absoluto, podía comprenderlo.

Me di la vuelta y me encaminé hacia la puerta del despacho, que todo ese tiempo había estado abierta, dejando nuestra conversación a los oídos de las mucamas y mayordomos. Ninguno de mis familiares me detuvo y en seguida estuve dando zapatazos por todo el pasillo. Recogí mi cartera del sitio donde la había arrojado y no me frené a ver a Elliot en el living, que seguro ya estaba bebiendo las bolsas de sangre de nuestra reserva privada.

Entre a mi habitación y me quedé de pie junto a la puerta, aspirando todo el aire que podía ahora que no estaba viciado con el aroma a sangre de la copa de Skalle. Y, además, porque tuve la sensación que todo ese rato dentro del despacho lo había pasado sin oxigenarme de verdad, entre el estupor, la incredulidad y la indignación.

Sacudí la cabeza y marché hasta mi tocador. Agarré uno de mis perfumes y me lo tiré prácticamente sobre la cara, para así quitarme de las fosas nasales el olor de la sangre humana.

La detestaba casi tanto como odiaba las cucarachas. No me pasaba lo mismo con la sangre de vampiros, pero la humana me repugnaba. Por suerte, no la necesitaba para alimentarme, pero en ocasiones, como las que estaba a punto de vivir, me arruinaban el apetito.

No siempre cenábamos todos juntos. Hacía años que mis padres no me obligaban a sentarme a la mesa con ellos, no desde que fui una adolescente y en verdad entendieron que no podía comer tranquila si estaba oliendo la sangre de sus copas. Obviamente, tenían que perdonármelo. No era mi culpa ser como era y tampoco podían cambiarme.

Pero ese día, mi madre pretendía que cenara con el invitado de honor, con todos ellos. Ya me lo había estado recordando desde la tarde con Barin de por medio y yo creí que podría hacerlo. Ahora, dudaba poder sentarme ahí en la mesa, delante de Mørk Hodeskalle bebiendo más sangre, y no vomitar.

Me dejé caer en el sillón de mi tocador y me miré al espejo, cuando la súbita imagen de la gota de sangre resbalándose por su labio, antes de que la lamiera, ocupó todos mis pensamientos. Di un respingo cuando una vocecita desconocida murmuró que mataría por verlo beber otra vez.

—No, no, NO —dije, estirando las manos hacia delante y frenando a mi propio reflejo—. ¿Qué carajos, Kayla?

Me puse de pie otra vez y me aferré a la imagen de mi hermano, tirado en el sillón, tratando de reírse y actuar como bobo para que mi madre y mi abuela no se dieran cuenta de lo mal que estaba y del miedo que en realidad sí había sentido. Aunque Elliot bromeara al respecto, estaba muy lastimado.

Mørk Hodeskalle no era una persona con la que te cruzas y ya, eso lo sabía y ese día había quedado claro. Todo el mundo conocía su nombre y le tenía miedo por una obvia razón: nadie podía ganarle a un vampiro que movía cosas con la mente, incluso tus propias articulaciones. Incluso había historias de él en el mundo humano. Se rumoreaban en internet, sobre el hombre sombra con cara de calavera. Se decía que, si te lo encuentras, no saldrás con vida.

Eso era algo literal, porque Hodeskalle mataba humanos y vampiros por igual todo el tiempo. Compartir la mesa con él, como si fuésemos todos amigos, me parecía impensable. En primer lugar, jamás me habían contado que Hodeskalle era amigo de nuestra familia. Me resultaba difícil creerlo cuando mi tío Sam nos llenó la cabeza, a Elliot y a mí, con sus horribles leyendas.

Arrugué la nariz. Ahora que estaba más calmada, que no estaba en su presencia, sabía que echar a Hodeskalle sería imposible y también una tontería, como la que había hecho Elliot. Por lo que sabía de las leyendas, Hodeskalle hacía lo que quería siempre, por encima de toda la ley entre los vampiros. Si no, no hubiese destruido clanes sin mediar palabra y por supuesto que no habría salido impune.

Hodeskalle era alguien que, según la ley vampírica, la ley de sangre, debería haber sido cazado y ajusticiado. Ojo por ojo, diente por diente, cabeza por cabeza.

Pero, ¿alguien se atrevió alguna vez? Probablemente mi abuelo nunca lo hizo. Probablemente no eran amigos de verdad. Quizás, Hodeskalle solo se estaba abusando de su poder al pedir asilo en nuestra casa.

Me crucé de brazos. Lo lógico sería que yo fuese igual de sumisa que mi familia. Yo también le tenía miedo, la verdad. Pero de solo pensarlo, de abrazar la idea de quedarme callada, de fingir que no había un asesino despiadado en mi casa, me ardía la sangre. Me generaba un rechazo atroz. Iba en contra de todo lo que alguna vez me inculcaron. Iba en contra de lo que yo creía que era correcto.

Decidí entonces que no iría a la cena, porque mi hermano tampoco podría y qué, si cambiaba un poco mis horarios, no tendría por qué cruzarme a Hodeskalle. Nuestra mansión era enorme, estaba formada por un montón de bloques individuales y yo, en mi cuarto, tenía todo lo que necesitaba, incluso un jardín privado.

Agarré el teléfono de línea interno y le avisé a las cocinas que me prepararan la cena y la enviaran a mi habitación. Aunque la cocinera, que era humana, se mostró extrañada por mi pedido, porque seguro tenía ordenes de llevarme la cena al comedor, simplemente procedió a darme las opciones para el menú.

Ella tenía trabajo pura y exclusivamente por mí. Era la única a la que tenía que alimentar con comida normal y por esa razón era humana, así que seguía mis órdenes a pesar de que alguien pudiera haberle indicado lo contrario. Era, en resumidas cuentas, mi empleada, aunque mi abuelo le pagara enormes cantidades para olvidar que el resto bebía sangre.

Me arrojé sobre la cama y miré Tiktoks durante quince minutos antes de que reconociera los golpes en la puerta de mi cuarto. Bajé el teléfono y suspiré, sabiendo la que se me venía.

—Pasa —le dije a mi madre, pero antes de que terminara ella estaba dentro. Su aroma dulzón a vainilla llenó toda la habitación.

—No hagas esto —me suplicó, con un tono dolido.

Me erguí y arqueé una ceja.

—¿Qué cosa?

—Ven a cenar con nosotros.

—No voy a comer con el olor de la sangre y con un desquiciado en frente —repliqué, levantando el teléfono una vez más—. No sé por qué hay que rendirle culto a Hodeskalle como si hubiese salvado y perdonado a Elliot por caridad, en vez de casi romperle el cráneo. Si ustedes lo quieren hacer porque creen que no tienen otra opción, okay. Pero yo no.

Mi madre titubeó, pude verla por el rabillo del ojo. No sabía cómo abordar la situación conmigo y cómo arrastrarme al lado oscuro cuando ni ella estaba tan segura de querer ir por su cuenta.

—¿Me vas a dejar sola en esta situación? —dijo, al final, apretando los labios.

Normalmente, mamá se sentía menos delante de otros vampiros. Los centenarios y milenarios conocidos de mis abuelos y mis tíos no se fijaban mucho en aquellos que habían sido convertidos y, por lo tanto, no se fijaban en ella ni la trataban con la misma atención que al resto. Por lo general, a los convertidos se los consideraba inferiores por no tener la capacidad de cambiar. Los vampiros de sangre, los que nacían y podían dar vida, eran la verdadera especie.

Traté de que no apelara a mí empatía. Yo era la menor del clan, la "princesita", como dijo Hodeskalle. Era la más consentida y, aunque tenía bastantes características vampíricas como para que otros no me consideraran tan inútil, era mucho más débil que cualquier vampiro, incluso uno convertido, como mi mamá.

Yo tenía colmillos, sí, como todos, bien guardados en mis caninos superiores. Era más rápida que un ser humano común y corriente. Tenía la piel un poco más dura que ellos y difícil de atravesar y ninguno podría dañarme con facilidad. Podía correr y saltar grandes distancias, también. Además de no tener veneno y no poder convertir a nadie, el único detalle era que no me gustaba la sangre y que, si otro vampiro me pinchaba con un tenedor, probablemente sí podría atravesarme.

Sin embargo, ser la única mitad vampiro, mitad humana, nacida, en la historia conocida, levantaba murmullos constantes. No solo dentro de la casa, entre los empleados, entre mi familia que siempre estuvo preocupado por mi existencia, aunque no quisieran decírmelo en la cara. También hablaban de mí personas que ni siquiera me conocían: La gran mayoría de los socios de mi abuelo creía que yo era débil, que era una astilla en su costado o un talón de Aquiles. Ellos sí que no tenían problema alguno en señalar mis falencias hacia el clan cuando yo estaba presente.

Por eso, detestaba estar en presencia de esos invitados. Normalmente, nadie me obligaba a ni siquiera a saludarlos cuando se realizaban las reuniones políticas o económicas que se daban en la casa. Así, en realidad me era más fácil fingir que esos dichos no eran una astilla en mí costado. Así me concentraba en ser la mejor estudiante, para luego ser la mejor empresaria. Para ser la mejor hija y no ser una carga ni una debilidad para mi clan.

Mamá lo sabía. Creo que siempre sintió que yo era un alivio al propio rechazo que recibía por otros vampiros, porque al menos podíamos ser un fracaso para el clan juntas. Pero ella sabía que yo lo odiaba, que no me gustaba enfrentarme a esa gente, así que ahora viniera y me dijera justo eso, me molestaba muchísimo.

—¿Quieres que te acompañe a renegar porque papá, los tíos y los abuelos le chupan el culo a ese imbécil? —tercí—. No, gracias.

—¡Kayla! —se quejó ella, avanzando hasta mi cama—. Es un invitado super importante de tu abuelo.

—Casi te devuelve a Elliot en una bolsa de plástico. Y aun así todos ustedes iban a decirle por favor y gracias —contesté, sin quitar la vista de mi teléfono. Seguí pasando Tiktoks, pero no le presté atención a ninguno.

—Tú sabes que esto no me hace gracia. Pero vivimos en un mundo que es complicado. Tú y yo somos demasiado jóvenes para entenderlo —masculló mamá, quitándome el teléfono de las manos como si yo fuese una adolescente caprichosa—. Hay cuestiones entre Hodeskalle y Benjamín que probablemente comprenderemos dentro de dos mil años.

Puse los ojos en blanco y rodé en la cama. Me abracé a una almohada y jugué con los volado de su funda.

—Si es que llego a eso, claro —solté.

Mamá se echó para atrás. Odiaba tocar el tema de mi esperanza de vida. A veces, yo lo usaba solamente para cortar una conversación que no me gustaba, porque en realidad también odiaba tocarlo. Si algo no sabíamos de la naturaleza de mi existencia era cómo envejecía, al contrario de los vampiros de sangre.

Mi hermano, completamente vampiro, había comenzado a ralentizar su crecimiento en los últimos cuatro años. Lo sabíamos porque su sangre adquiría un tono más oscuro y porque su piel se volvía más pulida, más lisa. Ya estaba casi dura como el diamante. Definitivamente solo alguien como Mørk Hodeskalle podría quebrársela sin usar los colmillos.

La mía no, quizás nunca lo haría. Quizás era más humana de lo que todos pensábamos.

—Kayla —me reprendió—. Esto es... en serio. Mørk Hodeskalle ha venido a quedar con nosotros, por un tiempo indeterminado. Tiene pactos pendientes con tu abuelo y va a resolverlos. Tenemos que, de alguna manera, convivir con él.

Yo exhalé con brusquedad.

—No, no tengo por qué hacerlo —contesté—. Él puede vivir en una parte de la casa y yo en otra. Y, además, no tengo ganas de que mi cena apeste a sangre. No puedes tampoco obligarme a vomitar delante de él. Nunca lo has hecho, nunca me obligas a pasar tiempo con ningún invitado del abuelo.

—No quiero arruinar tu apetito. Te lo estoy pidiendo como un favor, como una excepción.

Me senté en la cama y aparté la almohada.

—Mamá —dije, con seriedad—. Sean quien sea él, no pueden arrastrarme ahí. Estoy lo suficientemente adulta como para decidir con quién quiero relacionarme y con quién no. Los asuntos pendientes con mi abuelo son solo eso, asuntos con mi abuelo. No tienen nada que ver conmigo. Y no tengo vergüenza alguna en quedar como una irrespetuosa. Sí evitó matar a Elliot porque él era un White, dudo mucho que venga a matarme porque no quise cenar con él. Y la verdad... —añadí, arqueando las cejas—. No creo, tampoco, que a Hodeskalle le importe que la "pequeña princesita White" no cene con él. Soy solo la nieta de su "amigo", que por desgracia para mí, vive en esta misma mansión. Pero como te dije antes, no tengo por qué cruzármelo. No quiero pasar mi corta vida coincidiendo con seres tan desagradables, ¿okay?

Me puse de pie y marché hasta el baño. Mamá no me contestó, dándole vueltas a mis palabras, y finalmente salió de mi cuarto sin decir más nada.

Por un instante, me sentí mal por ella. Al ser la esposa convertida de papá debía sentirse sin la opción de desertar, como lo estaba haciendo yo. Más cuando se trataba de quien había herido a su propio hijo. Su dicotomía debía ser más fuerte y más dolorosa que la mía.

Pero tampoco podía jugar a ese juego solo porque los demás lo hacían. Si realmente era la única con la opción de rebelarse, la tomaría. 

Me levanté muy temprano al día siguiente, cuando ningún vampiro White, invitado o quien fuera, estaría despierto. Preparé, como de costumbre, mis cosas para la universidad y charlé con Emma y con Jane sobre el examen de marketing de la próxima semana hasta la hora del medio día.

En la tarde, salí al jardín y tomé algo de sol con la esperanza de broncearme un poco, aprovechando que mi piel aún no se endurecía lo suficiente.

Salí con la parte de debajo de la bikini, para dejar el bronceado lo más parejo posible en mi torso, y me recosté en una de mis reposeras. Lo único que me dejé fue un anteojo de sol. Traté de relajarme y aferrarme a la idea de que, en ese espacio personal, nadie podía molestarme, ni irritarme. Ni siquiera la idea de que fuera de mi suite había gente que no deseaba ver nunca más.

Suspiré y estiré las piernas, imaginando que me vería mejor bronceada que con el tono pálido que caracterizaba a mi familia. Era la única que en realidad podía disfrutar de eso porque, aunque una de las ventajas de ser un vampiro de sangre era que el sol no afectaba de ninguna manera posible. Mientras más dura se pusiera la piel con la edad, más inmune serías a cualquier consecuencia por exponerte al sol. Mucho menos, podría destruirte.

Para los vampiros convertidos la historia era otra. El sol sí podía volverlos cenizas y por eso mi madre nunca estaba bajo su rayo directo. El resto de mi familia, por costumbre y porque en realidad los vampiros eran criaturas más bien nocturnas, pasaba la mayor cantidad de horas en la noche despiertos y dormía durante el día.

Yo, en cambio, podía adaptarme a ambas rutinas y aprovechar el calor del sol, aunque quizás de un modo más lento que un ser humano, para cambiar mi tono de piel. Un precio bajo por, quizás, tener una vida muy corta.

Me quité los anteojos de sol cuando me llegó un mensaje de texto de mi hermano suplicándome que fuera a verlo. Era raro para él estar despierto tan temprano y pensé que quizás no había podido dormir bien, por la cantidad de heridas que tenía.

Aunque estaba tentada de decirle que no, que me dejara en paz, porque no pensaba salir de mi cuarto, me levanté de mi reposera y volví al interior de mi habitación. Me puse el pijama de nuevo, uno de pantalones cortos que tenía dibujos de conejitos, y salí al pasillo, completamente segura de que el único levantado, además de los empleados humanos que mantenían la casa cuando los vampiros dormían, sería él.

Arrastré las pantuflas por el suelo de mármol y doblé en la esquina sin siquiera mirar por donde iba. Vi unos pies interponerse en mi camino y los esquivé a tiempo, pero enseguida noté que los zapatos de cuero no tenían nada que ver con los del uniforme de los empleados ni se parecían a los que usaban mis tíos o mi papá.

Me erguí completamente y di un brinco hacia atrás incluso antes de ver la máscara de calavera. Se me atoró el corazón en la garganta y me quedé viéndolo con la boca abierta, incapaz de decir algo.

Mørk Hodeskalle me miró a los ojos, primero con curiosidad, como si estuviese analizando todos mis rasgos y estuviese buscando los genes de los White en mí. Después, su mirada bajo por mi cuello y de ahí por todo mi conjunto.

—¿Qué hace despierta tan temprano la princesa? —preguntó, con tono calmo, pero las comisuras de sus labios se tensaron. Mis ojos se desviaron enseguida hacia ellos y tragué saliva, incapaz de despegar la súbita noción de que tenía una hermosa boca de mi mente.

Me acordé de la gota de sangre que había bailado brevemente sobre su boca antes de que la lamiera y sentí muchísima sed. Tanta sed, como si quisiera tener una gota para mí, lista para saborearla desde su sonrisa, como si de verdad me gustara la sangre.

Él, en ese momento de silencio mientras yo trataba de pensar con claridad, dio un paso leve hacia mí. La repentina cercanía que hubo entre ambos aumentó mi necesidad de tocarlo y apenas fui consciente de eso, me aterré.

—¿Qué? —farfullé, retrocediendo más de dos pasos, poniendo una muy buena distancia de por medio—. ¿Qué haces tú despierto? —repliqué, sin pensar si quiera que me estaba dirigiendo al hombre del cuál se escribieron leyendas antiquísimas.

No pensé, tampoco, en la cruel ironía que marcaba mi vida: siempre le había temido por sus poderes, por su supuesta crueldad. Ahora, en realidad, me estaba dando cuenta que le temía porque yo solita me estaba maquinando películas incongruentes con su boca.

Mørk Hodeskalle esta vez sonrió de verdad, divertido por mi contestación tan directa.

—Estaba recorriendo la mansión. Será mi hogar de ahora en más, por un tiempo. No quería perderme y terminar en... algún sitio donde no soy bienvenido —contestó, dándole una miradita al pasillo, a mi pasillo. Las únicas puertas en ese tramo eran las mías. Casi que sonó como si lo supiera.

Se me heló la sangre, porque, durante un momento, pensé que él podría también leer mi mente y saber todo de mí, desde donde dormía a cómo me daban vuelta los recuerdos de su boca en mi cabeza.

—Aquí no eres bienvenido en ningún sitio —contesté, con un hilo de voz—. Casi matas a mi hermano.

Hodeskalle relajó las mejillas. Los hoyuelos que se le comenzaron a marcar desaparecieron.

—Ya me disculpé con tu hermano por haber actuado con gran violencia —explicó, con la tranquilidad típica de alguien que en realidad es muy mayor y está lidiando con un infante—. Pero no te culpo por sentirte así, princesa. Agradezco, en cambio, que tengas el valor de decírmelo. Es muy agradable que alguien me diga lo que en verdad cree de mí.

Cuando me halagó por mi valentía, sentí que el corazón brincaba dentro de mi pecho. No supe de dónde demonios salía esa reacción incoherente y enseguida volví a pensar en su boca, en la gota de sangre, en las ganas de probarla con mis propios labios...

Apreté los labios, controlándome, llenando de oxígeno mi mente y buscando alejarla de tales tonterías. Y, por eso estuve a punto de soltar un impropio digno de un infante, bien caprichoso y escandaloso, olvidando el pavor por la posibilidad de que pudiera leer mi mente:

—No me llames princesa —gruñí, avanzando solo un poco hacia él—. Nadie me llama así. Mucho menos lo hará un desconocido.

Creí que lo había dicho con bastante fiereza como para que lo entendiera, así que simplemente lo rodeé y seguí mi camino por el pasillo.

—Lo lamento —dijo Hodeskalle, levantando apenas la voz. Sabía que podía oírlo, aunque pusiera más metros entre nosotros con cada segundo—. Quizás te quedaría mejor "conejita".

Me frené en seco cuando escuché su tono provocador. Me miré el pijama y me sentí repentinamente desnuda. No solo como si no tuviera puesto un brasier y bragas debajo, si no como si no tuviera siquiera el pijama con los conejos.

No supe qué contestar, me quedé completamente en blanco por más de un segundo. Cuando dejé de boquear como un pez y me giré hacia él, decidida a decir algo, aunque sea cualquier cosa, por la estupidez que había dicho, me encontré con que ya no estaba ahí.

El pánico me regresó tal y como se había ido, pero esta vez no tenía que ver con la inusual y descabellada atracción que no quería admitir, sino con el terror que sentía por la leyenda, por el mito.

Me quedé ahí, en medio del pasillo, buscándolo con la mirada como una boba. Me asomé por los enormes ventanales del pasillo, que daban a uno de los patios, esperando verlo ahí nomás, cerca de los cristales, sopesando que sus poderes incluían una velocidad que ni siquiera yo era capaz de captar.

Entonces lo encontré, apenas un momento después, caminando tranquilamente bajo el rayo del sol, de espaldas a mí, a más de cien metros de distancia, casi sobre las galerías del jardín de invierno de mi abuela. Ni siquiera lo había escuchado abrir las ventanas en los tres instantes en los que tardé en procesar su ridícula sugerencia.

Me alejé del cristal y exhalé lentamente. Me sacudí de encima el escalofrío que se había apoderado de mi columna y me acordé por qué él no debería estar en nuestra casa: Mørk Hodeskalle era un tipo peligroso, uno que ni siquiera podíamos ver venir. 

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