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Capítulo 1. El rastro de sangre

1: El rastro de sangre

2 semanas antes

Kayla

El día en que conocí a Mørk Hodeskalle me levanté al medio día, como de costumbre. Desayuné en mi habitación, leyendo algunas noticias en mi teléfono y pasé gran parte de la tarde preparando algunas tareas que tenía que entregar en la universidad.

No salí de mi cuarto hasta que estuve lista y no me crucé con ningún miembro de mi familia antes de subirme al auto. Supuse que la mayoría seguía durmiendo y no me molesté en preguntar a ningún sirviente por ellos.

Dejé mi cartera en el asiento del copiloto y revisé los mensajes de mi compañera de equipo antes de ponerlo en marcha.

—Señorita Kayla —dijo el mayordomo mayor, Barin, golpeando discretamente mi ventanilla. Me sobresalté, pues no era común verlo en el estacionamiento de la mansión. Me apresuré a bajar el vidrio—. Su madre me dejó encargado que le dijera que vuelva temprano estos días, ya que estima que tendremos visitas.

—Oh —respondí, frunciendo el ceño—. Está bien.

Barin se inclinó y retrocedió para dejarme marchar, sin decir nada más. Los guardias de seguridad me abrieron el portón y conduje por las calles de la ciudad preguntándome porqué tanto detalle en recordarme algo como eso.

No era usual que tuviéramos visitas, pero sí era usual que quisieran tenerme presente. Por lo general, venían a visitar a mi abuelo o a mi padre por cuestiones de negocios, pero también visitaban a mi abuela sus legendarias amigas. A mi tía la visitaban grandes pretendientes, pero ninguno era tan importante como para requerir que estuviésemos todos juntos al recibirlo.

Deambulé sobre el tema un rato más, muerta de curiosidad y con ganas de enviarle un mensaje a mi madre, pero me distraje llegando a la universidad. Debía entregar una presentación y mi otra compañera, Emma, estaba llamándome, aterrada, porque llegaría tarde a clase.

No me alteré y le respondí que lo manejaríamos para pasar a lo último. Sin embargo, apenas entré al aula, tomé asiento, abrí mi laptop y empecé a chequear los detalles finales, escuché la voz cínica de Gian Bettencourt detrás de mí.

—No sé para qué se esfuerza tanto... Debería ponerse de rodillas y eso sería suficiente.

La mayoría de las veces lo ignoraba. Gian tenía la inteligencia emocional de un niño de secundaria y el razonamiento de un frijol. Era tan básico que usualmente no podía comprender como alguien como yo, una completa desconocida, podía tener tanto dinero y pagar la matrícula de una universidad tan prestigiosa como esa, la mejor del Principado de Blanche, en realidad.

No era mi problema explicárselo y además tendría que caer en varios detalles de índole familiar que estaba entrenada para mantener en secreto. Gian jamás comprendería que cuando tienes miles de años es fácil acumular dinero y hacer negocios cada vez más discretos, de modo que nadie conozca, jamás, tu nombre. Al menos en el mundo humano.

Así pasaba con mi abuelo, que llevaba dos milenios incrementando la fortuna de nuestro clan y absorbiendo empresas dentro de una multinacional con diferentes, supuestos, socios mayoritarios. Todos eran sus empleados, claro, porque no podría ponerlo bajo su nombre cuando se supone que debería morir en más o menos cada ochenta años.

Para los humanos, los White éramos desconocidos totalmente. No formábamos parte de los rumores de los ricos y famosos y no asistíamos a eventos sociales como la mayoría de las familias de mis compañeros de clase. Tampoco teníamos nada que ver con el gobierno, aunque no fuera una casualidad que el Principado llevara un nombre muy similar al de nuestra familia. No, no se suponía jamás que los humanos nos relacionaran con los anteriores príncipes de antaño, que, irónicamente, siempre habían obedecido a mi abuelo.

Por eso, alguien como Gian podría pensar fácilmente que tenía beneficios por mi físico y mis habilidades sexuales que por algo tan sencillo como una herencia.

A mi no me molestaba que casi todos ahí me hubiesen buscado para saber de dónde venía. Era la primera en mi familia en décadas que asistía a la universidad humana y me quedaban solo dos años antes de despedirme de todo y hacerme cargo de alguna de las tantas empresas de mi familia.

Eso era lo que se esperaba de mí, después de todo. Buena hija, buena estudiante, buena empresaria. Que sea lo suficientemente buena como para heredera el poderío de mi familia. Cuando eso pasara, las pequeñas empresas como las de mis compañeros serían hormigas para mí. No deberían preocuparme.

Pero, tenía que admitir, por dentro sí me molestaba que Gian no superase mi supuesta vida privada y estuviera, a cada rato, insinuándola. Aunque intentaba ser digna de mi apellido y mi linaje, aunque intentaba ignorarlo porque él no era más que un imbécil, me hervía ligeramente la sangre cuando me agredía con insultos tan bajos. Parecía un niño chico; en algún punto, llegaba a hartarme.

Jane llegó cinco minutos después y se dejó caer a mi lado, parloteando sin parar sobre la falta de responsabilidad de Emma.

—¿Pero por qué simplemente no usó otro auto? —terció, sacando también su laptop, mirando por encima de mi brazo lo que estaba terminando de ajustar—. ¿Qué le habrá pasado a su chofer?

Me encogí de hombros.

—No te preocupes, tengo una idea —le dije, levanto los ojos de la pantalla justo para ver al profesor, un hombre de mediana edad que vestía un traje gris bien alineado, entrar al aula. Jane, a mi lado, gimió. No éramos las primeras en presentar, ni por asomo, pero según los cálculos de Emma, ella llegaría más tarde de nuestro turno.

—Buenos días, clase. Grupo uno, por favor —dijo el señor Evans, tomando asiento detrás de su escritorio y haciéndole un gesto a los estudiantes que estaban al frente.

Me apresuré a levantar la mano y traté de hacer caso omiso a la expresión del docente cuando vio que la que solicitaba atención era yo.

—¿Sí, señorita White? —dijo con una sonrisa amable, una que jamás le dirigía a nadie. Detrás de mí, Gian bufó.

—Quería preguntarle si podía dejarnos para el final de la clase, ya que Emma fue a la farmacia por un medicamento para mi resfrío —repliqué, con tono educado y apelando a la sensibilidad de un hombre que jamás daba segundas oportunidades.

Esa era en realidad otra razón por la que cual Gian afirmaba que yo había llegado ahí a base de favores. El señor Evans tenía una debilidad por mí que pretendía ocultar, pero para alguien dispuesto a buscar la aguja en el pajal, era fácil de ver.

—Solo por esta vez, señorita White —dijo él, apuntando un dedo en mi dirección.

Se concentró en el siguiente grupo y evitó mirarme desde entonces. A mi lado, Jane empezó a textearle a Emma, dándole la coartada perfecta. Mientras el primer grupo comenzaba a exponer, tuve que ignorar los susurros de Gian y de sus compañeros, sugiriéndome de nuevo que se la mamara al señor Evans y asunto arreglando.

—Es un asqueroso —musitó Jane, cruzándose de brazos, después de darse la vuelta y fulminarlos con la mirada—. ¿Por qué no le dices al señor Evans?

Mantuve la vista al frente, en la proyección de la presentación del grupo uno.

—Voy a esperar al final de la clase —le dije—. Seguro está preparando comentarios encantadores para cuando nos toque a nosotras. Más cuando vea que hemos tomado ejemplos nefastos de la compañía de su familia.

—Esa fue mí idea —replicó ella—. No tuya.

—Le dará igual. Pero si el profesor lo escucha, estará en problemas y no tendré necesidad ni de abrir la boca.

Yo sabía que Jane no estaba de acuerdo conmigo en eso. Varias veces me había insistido en que dijera algo, porque no podía permitirle tantos comentarios misóginos, pero yo estaba acostumbrada a actuar por atrás, porque así lo hacia mi clan desde siempre. Era más como lanzar la piedra y esconder la mano.

Y cada vez que Gian decía algo asqueroso para mí, su padre perdía una acción de su propia compañía. En el último mes habían sido treinta de ellas. En los últimos seis meses, había perdido el 20% de su participación. En algún momento, cuando fuese adecuado, le revelaría que yo era la dueña mayoritaria de todo su futuro y que podría aplastarlo con los dedos como un bicho.

Emma llegó aproximadamente cuarenta minutos más tarde. Estaba agitada y despeinada y corrió a sentarse a nuestro lado después de que el señor Evans le permitiera pasar al aula. Se disculpó con nosotras y se dedicó a arreglar su aspecto antes de que llegara nuestro turno.

Por supuesto, el equipo de Gian pasó antes y dio una deplorable explicación de por qué los planes económicos de Repgol SRL fallaron en el año 2019. El señor Evans hizo preguntas afiladas para ponerlos a prueba, descartando la mayoría de sus justificaciones y terminó su presentación antes de tiempo.

—Tendrán que recuperarlo —les dijo, con tono duro, señalándoles con la cabeza que regresaran a sentarse—. Señorita White, señoritas Evermore, Holland...

Por lo general, nosotras tres éramos buenas alumnas y siempre entregábamos a tiempo. Eso, sumado a la afinidad que el señor Evans tenía por mí, dieron como resultado una excelentísima presentación que solo se cortó cuando, en efecto, nos tocó dar el ejemplo por la empresa Bettensar, la empresa de Gian.

Jane dio todos los puntos, señalando los errores y las problemáticas en los negocios que comprometieron el desempeño de la empresa, todo como si su heredero no estuviese ahí. Si el señor Evans lo sabía, también hizo como si nada.

Yo me mantuve en silencio, ignorando los ojos furiosos de mi compañero solo fijos en mí, ignorando totalmente que la que indicaba los fallos era Jane, no yo.

—Excelente —dijo el profesor, girándose hacia Emma—. Y entonces, señorita Holland, le preguntó, ¿cuál ha sido la caída en la bolsa de esta empresa en ese año?

—Fue una caída fuerte —respondió Emma—. Las acciones se derrumbaron un 7%. Y debido a la pandemia del 2020, apenas si han podido recuperarse un porcentaje aún más ínfimo.

Ya sabiendo que me tocaba mi parte, me adelanté para dar a conocer nuestras propuestas a la hora de recuperar la empresa de modo efectivo. Mientras más hablaba, más Gian rechinaba los dientes y más el profesor alababa nuestra investigación.

Por dentro, yo pensaba que para mí de ese año, Bettensar estaría completamente en mis manos y tendría la opción de hacerla desaparecer antes de que pudiesen usar cualquier de nuestras brillantes ideas.

Le sonreí a Gian al terminar y el señor Evans nos despidió del frente de la clase con un aplauso, indicándole al resto que así era como se debían preparar. Volvimos a nuestros asientos y me preparé para lo que estaba por venir.

Justo antes de que fuera a sentarme, Gian me pateó el asiento, esperando que me fuese a caer. Pero yo me erguí de vuelta y estiré la mano hacia el señor Evans, llamando su atención.

—Profesor, olvidé entregarle el... —empecé. El profesor me miró y justo entonces la silla se estrelló contra el piso y el aula entera miró hacia nosotros, alertado.

—¿Señor Bettencourt? —terció el señor Evans, arrugando toda la cara—. ¿Qué acaba de hacer?

Por primera vez en semanas, Gian se quedaba sin habla. Todo el mundo continuó viéndolo y, al final, no le quedó otra que abrir la boca.

—Yo... yo nada, a la señorita White se le cayó la silla —contestó.

El profesor dio un golpe rotundo sobre su escritorio.

—¿Usted cree que no lo vi? ¿Qué clase de excusa tonta es esa? ¡Estamos en St Thomas! En esta universidad formamos hombres y mujeres de prestigio y gran educación y usted no lo está demostrando.

Yo me mantuve de pie, callada y digna, como si en realidad el problema no hubiese sido a mi costa. Solo levanté la mirada para ver la expresión de Jane, que no cabía en sí misma de felicidad. Al final de cuentas, ella había decidido poner esa empresa solo para vengarse un poco de la manera en que me trataba.

Concentrado en el profesor, Gian se enderezó, con el orgullo herido.

—Usted no puede hablarme así.

—Claro que puedo. Y voy a sancionarlo —replicó el señor Evans, abriendo su libreta de notas de la clase.

—¡No puede tratarme como si fuese un mocoso de secundaria! —exclamó Gian, poniéndose de pie. El profesor apenas si se inmutó.

—Entonces no actúe como uno —zanjó—. La falta de respeto y agresión a su compañera quedará asentada en su prontuario —Entonces, le hizo un gesto al resto de la clase—. Quiero que todos se marchen menos el señor Bettencourt.

Con solemnidad, yo recogí mis cosas y me apuré por la puerta. Emma y Jane me siguieron, riéndose entre dientes.

—¿No tenías que entregarle el pen drive? —inquirió Emma, cuando ya estábamos en el pasillo.

Negué, sonriendo.

—Claro que no.

Le había dejado todo al profesor Evans en la mesa. Aquella solo había sido una excusa para llamar la atención justo en el momento indicado. Tuve solo unos segundos, pero cuando puedes moverme más rápido que los humanos, todo se hace más lento, lo suficiente como para que las acciones encajen en el tiempo correcto.

En el resto de mis clases no vi a Gian, supuse que estaría arreglando sus problemas con dinero, como usualmente hacían todos los estudiantes ahí, pero me olvidé rápidamente de él cuando recibí un mensaje de mi madre pidiéndome que volviera para la cena —o el almuerzo, para muchos de mis familiares—.

Me acordé de las misteriosas visitas y entre eso y los extensos apuntes que tuve que tomar, no me acordé más del incidente. Apenas terminó mi turno, ya bien entrada la noche, me despedí de mis compañeras y me subí a mi auto repasando la ropa que llevaba puesta y si esa era digna de los invitados que tendríamos. Para que requirieran que estuviese disponible sí o sí, mínimo debía ser algún antiguo noble.

Sin embargo, apenas llegué a casa y aparqué en el estacionamiento de la mansión, vi manchas de sangre por todo el pavimento.

Arrugué la nariz, pero apenas la olfateé y reconocí el aroma mentolado, me preocupé. Era la sangre de mi hermano. 

Apuré el paso y mis tacones retumbaron en el estacionamiento. Uno de los guardias me recibió en el ascensor y me explicó, antes de que pudiera abrir la boca, que mi hermano había tenido un grave conflicto con otro vampiro, uno más anciano y fuerte.

—¿Que hizo qué? —chillé, sobresaltando al empleado.

Estuvo a punto de explicarme, pero el ascensor se detuvo en la planta baja y lo dejé con la palabra en la boca. Corrí por las galerías que atravesaban el primer patio externo y rodeé a dos mucamas que estaban limpiando el rastro de rojo de mi hermano mayor del suelo de mármol.

Bufando, llegué al vestíbulo y atravesé la puerta principal en dos grandes zancadas, solo para encontrarme a mi hermano tirado en el sillón de uno de nuestros livings, arruinando la tapicería importada con toda la mugre que tenía encima.

Mi abuela le estaba limpiando algunas heridas y mi mamá lo estaba reprendiendo por ser tan imprudente.

—¿Es que no puedes pasarte un día, siquiera, lejos de los problemas? —grité yo, desinflándome por dentro. Verlo vivo era un gran alivio, pero cuando bordeé el sillón y lo observé bien, me di cuenta de que había sobrevivido de milagro. Quien sea que fuera el vampiro que lo reventó a golpes tuvo que haber sido complicado.

—Ay, no, ahora tú no —se quejó mi hermano, haciéndome un gesto con la mano para que me marchara.

Mi abuela le dio un manotazo y le bajó los dedos de inmediato.

—Tu hermana tiene razón, Elliot. No puedes ser así de irrespetuoso e incrédulo. Ser un White no te hace inmune a nada si te comportas como un tonto —replicó ella, frunciendo su frente inmaculada. Cuando mi hermano se rió y dijo que eso era evidente, mi madre, a su lado, rechinó los dientes.

—Podrías haber muerto, insensato —escupió.

Las dos siguieron parloteando sin parar sobre cómo no se tomaba a otros vampiros en serio y que esa debía ser una lección importante.

Por supuesto, no era la primera vez que pasaba. A diferencia de mí, mi hermano perdía su tiempo vagando en las noches, haciendo orgullo de su bien afamado clan. Pero cuando eres realmente tan joven, cualquier vampiro, incluso de una clase inferior, puede aplastarte.

Mi hermano y yo teníamos realmente, la edad que aparentábamos. Los dos apenas pasábamos las dos décadas de vida y eso nos hacía muchísimo menos experimentados que vampiros que tenían no décadas, sino cientos de años.

Por desgracia, es difícil adivinar cuando uno de los nuestros es mayor de lo que se ve. Mi mamá y mi abuela eran un claro ejemplo. Ambas parecían casi de la misma edad, pero se llevaban más de setecientos años. Tenían la piel inmaculada y el cabello perfecto, se veían como perfectas y atractivas esculturas, no tenía ni una sola arruga o alguna mancha en su cutis. Eran como ángeles, pero mucho más sanguinarias.

A diferencia de la abuela, mi mamá fue humana hasta que nosotros nacimos y, antes de cumplir los treinta años, mi papá la convirtió. Ahora, permanecería eternamente en el momento en el que había sido congelada. Nadie podría adivinar que era veinticinco años mayor, porque apenas si se veía mayor que yo.

—En realidad, para mí fue un honor. En serio ahora entiendo todo —parloteó Elliot, riéndose como un imbécil.

—Jamás había sentido tanta vergüenza en mi vida —mamá continuó retándolo y yo, sin entender a que se refería con eso, dejé caer mi bolso en el sillón vecino y me incliné sobre el respaldo.

—¿Vergüenza? ¿Honor? —dije—. Creo que no estoy entendiendo. ¿Quién te pegó así, Elliot? ¿Lo conoces?

Elliot arqueó sus cejas negras en mi dirección.

—¡Cómo no! Tendrías que haberlo visto en acción, ahora entiendo por qué todo el mundo le tiene tanto miedo.

Como me parecía que estaba afectado por los golpes, levanté la mirada hacia mi abuela, que estaba cerrando los ojos, seguro contando hasta diez, para no matar ella misma a su propio nieto, el único que tenía, después de todo. Mi madre, en cambio, se estremeció.

—¿Quién? —insistí.

Ella se agarró el pelo oscuro y se lo estrujó con nerviosismo, como miedo. Bajó muchísimo la voz, y si no hubiese sido porque tenía mejor oído que cualquier humano, casi que no la habría escuchado:

—Mørk Hodeskalle —dijo y sentí como se me erizaban, instantáneamente, los vellos de la nuca. Me eché hacia atrás, repelida totalmente la oír ese nombre, y casi que el corazón se me detiene.

Bajé la cabeza para ver a mi hermano y afirmé que sí, sin duda alguna, la había sacado barata. Tragué saliva, entendiendo porqué mi madre estaba avergonzada y no solo aterrada. También entendí por qué ese idiota consideraba un honor salir con vida de una pelea con un vampiro como ese.

Había escuchado historias de Mørk Hodeskalle desde que era muy pequeña. Muchas se las escuché a mis tíos y las hice eco de mis pesadillas. Era muy fácil dejar volar la imaginación con todos los rumores, mitos y leyendas que había en torno a su figura. Un vampiro tan anciano como único, incluso más anciano que mi propio abuelo, y más poderoso que cientos de nosotros juntos.

Sabía que llevaba una máscara de calavera ocultándole la cara y para mí siempre había sido el temible villano de todos los cuentos.

Me incliné sobre la cabeza de Elliot y le di un golpe en el único lugar sano que tenía: la frente.

—¿Es qué estás loco? ¡Podría haberte matado! —dije, temblando.

—Lo sé —respondió Elliot—. Pero es que en realidad no fue mi culpa, ¿sabes?

Me enderecé, confundida, pero como vi que mi abuela ponía los ojos en blanco, supe que quizás sí lo había sido.

—¿Cómo que no?

—Yo pensé que solo iba a entrar a molestar a alguien y ya —dijo Elliot, sacándole importancia al asunto—. Perdí una apuesta, ¿sabes? Eso nos puede pasar a la gente que no es taaaan perfecta —bufó mi hermano, mirándome de reojo. Arrugué la nariz—. Solo tenía que entrar al cuarto, ¡tomar la máscara y huir! ¡Pero no sabía que era Mørk Hodeskalle! Ella no me lo dijo.

Miré a mi hermano como si fuese retardado.

—¿Bromeas, cierto? —tercí, con un tono ahogado.

—¿Te parece que jodo?

Mi abuela siseó.

—¡No tendrías que haberte metido en ninguna apuesta!

—¿No se te ocurrió que si te mandaron a robar una máscara... podía ser Mørk Hodeskalle? —le espeté, pero de nuevo mi hermano le restó importancia. Yo empecé a negar con la cabeza. No había muchos vampiros que usaran máscara, no así como él, como el temible Mørk Hodeskalle.

—Vamos, es que yo pensé que esa vampira era solo un amante él. Me dijo que se dejó algo en su cuarto de hotel y que si lo recuperaba me contentaría luego... ¡Ya sabes! Pensé que a ella le daría vergüenza ir por sus cosas o algo.

Esta vez, la que siseó fue mi mamá.

Yo me llevé una mano a los labios. No sabía si me sorprendía aún la estupidez de mi hermano o la posibilidad de que Hodeskalle fuese capaz de tener amantes. Volví a pasar mis ojos por sus heridas. Iba a tener que tomar mucha sangre para recuperarse de eso. Me daba impresión hasta verlo.

—No puede ser —solté—. ¿Cómo se te ocurre intentar robarle a Mørk Hodeskalle?

—Yo no sabía que le estaba robando a él...

—¡Tú no tienes que robarle nada a nadie! —chilló mi abuela, poniéndose de pie—. Eres un White, eres uno de los herederos más jóvenes de esta familia. ¡Y tu hermana, que ni siquiera es completamente vampiro como tú, hace valer más su apellido!

Elliot apenas alzó el mentón.

—¿Y a mí qué lo que haga Kayla?

Pero ellas no le contestaron. Salieron del living echas una furia, viendo que mi hermano no podía razonar lo que se le estaba diciendo. Yo solo me quedé en silencio y rodeé el sillón. Me senté en una butaca frente a él, para ver su estado lamentable.

Cuando Elliot quiso incorporarse y no pudo, tuvo que dejar de comportarse como un idiota y notar que había estado en serio peligro.

—Mira cómo te ha dejado.

—Es temible —replicó él, mirando el techo, rindiéndose antes de volver a intentar incorporarse—. Casi que sentí que se me helaba la sangre. Probablemente lo haya hecho.

—Mørk Hodeskalle no puede helar tu sangre —contesté, sacándome los tacones con un movimiento de los pies y reclinándome en la butaca.

Mi hermano negó y el gesto le arrancó un grito de dolor.

—No, pero sí puede controlarla. No podía moverme, ni gritar. Dobló mis brazos como si fuesen de manteca, sin siquiera tocarme. Estaba aterrado —admitió, con un suspiro.

Yo también lo hubiese estado. Y aunque creía que Elliot era un imbécil, sí sentí bronca e ira por la forma en la que lo había dejado. ¿Había sido necesaria tanta violencia? Él fue un tonto intento de ladrón, nada más. Me parecía un milagro que estuviese con vida y no sabía siquiera cómo lo había logrado.

—¿Cómo te soltó?

—Me preguntó quién era y por qué lo hacía. Cuando le dije que era Elliot White, me soltó —contó, con simpleza—. Me dijo que estábamos a mano.

Hice una mueca de disgusto.

¿A mano?

Elliot me miró de reojo.

—Con el abuelo, quería decir.

Eso tenía muchísimo más sentido, pero nunca nadie me había dicho que Mørk Hodeskalle le debía favores a mi abuelo. Claro, era probable que lo conociera, porque los dos tenían milenios, pero pensé que podrían conocerse lo suficiente como para perdonar así la vida de uno de sus nietos.

—Tuviste suerte —contesté, poniéndome de pie—. Pero te sugiero que comiences a comportarte. Tienes veinticuatro años, Elliot —le señalé. Mi hermano puso los ojos en blanco—. No puedes andar por ahí apostando con vampiros quién sabe de qué clan. ¿Siquiera conocías a esta mujer?

Él frunció los labios.

—Sí, la conocí ayer.

Esta vez, la que puso los ojos en blanco fui yo. Elliot era un caso perdido. Por eso mismo también mi abuela y mi mamá se rendían fácil con él. Todo se lo tomaba a broma, incluso el que su vida estuviera en peligro le parecía chiste. Por eso estaba ahí, sufriendo en el sillón.

—Eres un tonto.

—Lo sé —dijo—. Pero los riesgos valen la pena, ¿no?

—¿De qué carajos hablas? Entraste a la habitación de Mørk Hodeskalle y casi te mata y lo único que te salvó fue el hecho de que seas un White. ¡Él es un violento psicópata, Elliot! Toda la vida lo supimos. ¿Es que acaso no te acuerdas las historias del tío Sam?

Mi hermano se río.

—Oh, sí, por eso digo que valió la pena. Conocer ese poder. Él es jodidamente increíble.

Se me encogió el estómago al ver que él mismo justificaba su invencibilidad y, además, la violencia desmedida de Hodeskalle. No podía considerar a ese tipo su héroe, porque no lo era. Era conocido como el Terror de la noche, el Destructor de clanes. Era un maldito asesino, no Batman. Y casi lo había asesinado. Lo hubiese hecho si no hubiese sido un White.

Me agaché para recoger mis zapatos y me acerqué al otro silloncito para agarra mi cartera. Yo tampoco pensaba seguir intentando razonar con él, por lo que me dispuse a irme. Sin embargo, mi hermano me chifló, justo antes de que saliera del living.

—Yo te diría que te pongas algo más elegante —dijo, señalando mi falda de cuero con el dedo índice—. Al menos alguno de los dos tiene que salvar la imagen de esta familia y caerle bien a Hodeskalle esta noche.

Casi me da otro paro. Me quedé como una estúpida, a medio camino entre la puerta y el vestíbulo.

—¿Qué, qué? —dije, con el pánico subiéndome por la garganta.

—Que Mørk Hodeskalle es el invitado de honor del abuelo, Kay, así que sé linda, ¿okay?

Por más que mi mente trabajaba a toda velocidad, no era capaz de atar los cabos correctamente. No era capaz, en realidad, de entender cómo se estaban dando las cosas. No podía concebir cómo mi abuelo invitaba a cenar al tipo que casi le había arrancado el pescuezo a mi hermano.

El miedo dio paso a la indignación.

Me puse los tacones de vuelta y tiré mi bolso en una esquina, esperando para llevármelo después de mi cuarto. Caminé hecha una furia por los pasillos y las galerías y abrí la puerta del despacho de mi abuelo sin siquiera pensarlo dos veces. Simplemente no pensé en nada.

Dentro, estaban mis tíos y mi padre también, pero, sentado tomando una copa de sangre, como si no hubiese torturado telepáticamente a mi hermano mayor en su maldita y extensa vida, estaba Mørk Hodeskalle, con su máscara de calavera ocultando la mitad de su rostro.

Todas las cabezas se giraron hacia mí y él no fue la excepción. Pude ver sus ojos azules a través de los huecos de los ojos del cráneo y la intensidad de su mirada casi me manda derecho al piso. Me temblaron las piernas y recordé todas las pesadillas e historias maléficas que formé alrededor de su nombre por años. Recordé lo que le acababa de decir a Elliot de ese mismo hombre.

—Skalle —dijo mi abuelo, señalándome con la mano abierta, cuando yo no dije nada y nadie más lo hizo—. Ella es mi nieta menor, Kayla.

Mørk Hodeskalle inclinó la cabeza como saludo. En un instante ínfimo, me recorrió de arriba abajo con la mirada. Un instante después, se relamió una gota de sangre que le había quedado sobre el labio.

Se me secó la garganta y sentí un cosquilleó en el pecho que bajó lentamente por mi estómago. No parecía un anciano, por supuesto que no, y esa idea se instaló en mi mente, golpeándome la consciencia una y otra vez para justificar lo que de pronto me estaba provocando sólo verlo. El miedo se mezcló con una extraña ansiedad, con una necesidad que no pude explicar.

Negué con la cabeza, tratando de retomar el control de mis pensamientos y de mi cuerpo, justo cuando él abrió la boca.

—Así que esta es tu princesa, Benjamín —dijo, con una leve sorna, y el recuerdo de porqué estaba ahí, en primer lugar, regresó a mi fuerte e intenso. Rechiné los dientes, concentrándome para no hacerlo evidente, pero él me sonrió y estiró la copa hacia mí. Me había visto, lo había notado. Supo que me había enfadado y, aun así, siguió—: La pequeña princesa White.

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