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La historia del Norte y el Sur [Nammin]


Cuando el reino del Sur y del Norte no hallaban punto de conciliación, fue necesario un llamamiento a negociación para evitar que los puntos de contiendas se expandiesen y siguiesen destrozando los poblados y manchando de sangre las tierras. De los cuatro reinados, eran estos apenas los que mantenían altas las defensas porque no encontraban acuerdos suficientes para apaciguar la ira que sentían entre sí.

Los reyes en cuestión, Kim Seokjin al Sur y Park Jihan al Norte se odiaban desde que sus propios padres duelaron a muerte y acabaron en derrota deshonrosa de uno de ellos: el Norte. No obstante, el rey sureño no había quedado en mejor condición de jactarse de la victoria y al poco tiempo murió. Declarándose inmediatamente heredero a Kim Namseok, único hijo del monarca, quien asumió la corona con un amplio margen de terreno ganado en el duelo de su padre, así como la nueva imposición de tributo al sur que, de por vida, los norteños debían pagar.

Park Jihyun, el primogénito varón de Jihan, había sido un muchacho ingenuo por aquel entonces, pero ver el reino que heredó brutalmente burlado por el Sur lo endureció y se encargó de fortalecer sus defensas para, una vez obtenido el apoyo de hombres necios, hombres exiliados por crímenes y fugados de prisiones, comenzar a saquear los poblados del dominio del Sur.

A la par de esta gesta vengativa, los reinos del Este y Oeste, el clan Jung al mando del primero y el Min del segundo, prefirieron mantener distancia del enfrentamiento y no brindar ayuda ni a una parte ni a la otra. Bastante debían ya al reinado del Sur, pero, por benevolencia del anterior Rey, no se les requería lealtad en sus batallas. Esta debía nacer motu proprio. Por lo que, ocupados en sus propios asuntos, dejaron de seguir la pista del Sur y del Norte.

Pasaron años hasta que Park Jihyun pudo por fin causar verdadero daño a las tierras de Kim Namseok, y fue entonces que el rey, que había crecido del temeroso muchacho a un hombre de palabra justa y dado a la generosidad, decidió acabar con el odio ancestral y heredado. No era una pelea que considerara digna de responder, incluso. Así que mandó a llamar al Rey Park para presentar un tratado de paz. Aturdido por la negativa inmediata, no dejó de insistir hasta que, motivado por una curiosidad atroz, Park asistió a la cita concertada por el rey sureño.

Kim Namseok ofreció dejar que los norteños transiten por los terrenos que les han sido concedido al sur con la libertad suficiente para vender y comprar lo necesario, hasta residir si allí lo deseaban, y redujo la carga impuestaria a la mitad del valor actual, que había sido incrementada recientemente.

—¿Y qué pidió a cambio? —interrumpió impaciente el muchacho que cabalgaba con menos gracia que el caballero a su lado, quien se encargaba del relato.

—No interrumpas al Rey —susurró, amonestándolo, el consejero noble que iba junto a ellos, un poco más rezagado.

—Déjalo, aquí no hay nadie que vea esta irrespetuosa manera de pedirme que continúe —la mirada del Rey brilló divertida, incluso si lo siguiente fuera un regaño—, algo que no va a repetirse en público, ¿estamos claros?

—Sí, señor —aceptó refunfuñando el joven, apretujando las riendas para evitar reírse.

El viento disipó la polvareda que dejaban los caballos en su lento trote, y la historia continuó.

El rey Norteño no estaba complacido con la deferencia del sur, pero no era obtuso. Supo que había pocas oportunidades de conseguir beneficios del reinado mayor. Admitía, además, que había sido desgastante la lucha solitaria ante una potencia superior como era el reino del Sur, por lo que, como cabeza de mando del Norte, debía pensar con inteligencia su siguiente movimiento. Resultó así que accedió a escuchar la propuesta que sabía que Kim Namseok reservó hasta el final. Intuyendo, y sin fallar, que era algo que lo beneficiaría mucho más que lo que concedía en gracia al resto.

Kim Namseok contaba con un solo heredero, quien apenas alcanzaba la tierna edad de dos años en ese entonces, y habiendo enviudado sabía que poco podía hacer para proteger el reino hasta que su hijo creciera. No pensaba volver a contraer nupcias, habiendo amado con devoción a su primera y única esposa. Por esta razón, teniendo en frente al mayor peligro de su corona, destinó la mano de su hijo en matrimonio con la candidata norteña que Park Jihyun considerara adecuada.

Por desgracia, el rey Park no contaba con hijas de su sangre. De hecho, guardaba un secreto del que supo en cuanto estuvo enterado que algún día obtendría provecho. Y ese día había llegado, así que aceptó, no tomar al hijo del rey como yerno directo.

—¿Qué secreto?

—¡Kim Sejin! —se exasperó ahora sí el Rey—, compórtate y deja de interrumpirme. Serás el rey algún día y tendrás que empezar ahora mismo a conservar el temple y dominar la paciencia.

A sus diez años, Sejin mostraba tanto o más carácter del que supo llevar consigo el Rey. Aun así, no dejaba de ser un pequeño travieso que ante todo, se sabía amado por su padre y perdonado por sus insolencias.

—Pero estamos ya pisando el pueblo —protestó Sejin, señalando que, de hecho, a menos de setecientos metros se alzaba la primera casa del lugar—. Y una vez allí cortarás el cuento para atender a los súbditos, ¡quiero saber el final ya!

—No es un cuento, joven príncipe —corrigió el consejero del rey.

—Lo que sea, ¿por qué el Rey del Norte rechazó al heredero Kim?

—No lo rechazó exactamente...

Ante la negativa del rey Park, Kim Namseok enfureció creyendo que su hijo había sido ofendido por la insolente corona de Park. No obstante, el Rey del Norte se apresuró a contarle aquel secreto que guardaba para sí.

—¿Conoces la leyenda de los donceles? —preguntó el Rey, distraído, puesto que ya había súbditos yendo al encuentro para cumplimentar y dar sus respetos.

Sejin pensó en ello, reconociendo que la palabra le resultaba familiar.

—¿Son los hombres que son mujeres?

La risotada del Rey contagió sonrisas también a los que los observaban pasar. A todos, menos a su hijo, que se sintió molesto, y al consejero, que guardó silencio y se reservó cualquier comentario.

—Los donceles, hijo mío, son tan hombres como nosotros —explicó, viendo de pronto con renovado interés los puestos de mercaderes, aun sin bajar del caballo—, lo que los diferencia de nosotros es que están malditos.

—¿Malditos?

—Así es, y su condena es antigua y de desconocido origen.

Los donceles eran hombres que cargaban consigo la maldición de Eva, aquella que le permitía concebir hijos en sus vientres. Su imagen era semejante a la de cualquier varón. Su sexo y porte no delataba la característica femenina que los enrarecía. A excepción de dos anillos negro que circulaban su cuello. Una vez el doncel cumplía la edad de dieciséis años, su cuerpo sufría las modificaciones que requería para albergar vida en su interior.

Eran criaturas magníficas, pero temidas. ¿Cómo podía ser posible que un macho engendre vida sin hembra? Por lo que por mucho tiempo cazados, hasta que, con el tiempo, encontraron que los hijos de aquellas uniones puramente masculinas eran fuertes, hermosos, inteligentes y con una fortuna que les sonreía siempre. Y entonces fueron codiciados, los pocos que quedaron, por aquellos que deseaban una próspera descendencia.

—Majestad... —la voz del consejero sobresaltó un poco al Rey, que se acercó hasta el otro que le hablaba para que seque el sudor que el día caluroso agrupó en su cabello oscuro—. Creo que es tiempo de cortar la historia...

—¡No! —se quejó enseguida Sejin, quien advertía hacia dónde iba el relato, pero de todos modos quería oírlo.

Los habitantes del pueblo les permitieron pasar habiendo ya saludado, y los tres caballos se detuvieron en un palenque dispuesto especialmente para ellos. El Rey descendió primero, ayudando a su hijo a desmontar de su alazán. El consejero vio con reprobación aquello, mas no argumentó para no faltar al respeto al Rey ante los ojos curiosos de todos. Era impresionante el carisma que desprendía el Rey Kim Namjoon cuando se mostraba por el pueblo. Muchos admiraban no solo la astucia con la que su reinado crecía y crecía, sino la belleza inigualable del mismo. Opacada apenas por su hijo, Kim Sejin, un niño exquisitamente hermoso, que dejaba sin aliento ya a tan corta edad.

—¿Por dónde iba? —preguntó en voz baja el Rey.

—¿El rey Park tenía un doncel escondido? —ayudó el niño, queriendo que su padre dejara de ignorarlo.

Tardaron unos minutos en continuar la conversación, puesto que el Rey se detenía a saludar a los mercaderes y puesteros. Recibía las solicitudes, siendo el consejero quien tomara nota para atender luego, y también agradecía los obsequios dados a él y a su hijo. Sejin se sentía un tanto abrumado, pero sonreía a todos.

—El Rey Park era un hombre rico y lo sabía —comentó el Rey, retomando la historia.

Sin haberse casado, el rey Park mantuvo relaciones con mujeres de casta pobre, siendo una ellas quien le concedió el honor de hacerlo padre de un doncel. Nacido en cuna de barro y paja, el pequeño con aquella maldición ya evidente en los anillos de su cuello, fue criado a escondidas y presentado apenas para negociar convenio con el Rey Kim Namseok. A la edad de veintidós años, el hijo del Rey sureño sería obsequiado con el doncel para concubinar y traer al mundo un heredero poderoso que no solo selle la unión del Sur y del Norte, sino que enriquezca a los reinos. Por supuesto, Kim Namseok intentó convencer al rey Park de efectuar la entrega apenas cumpliese el doncel la edad permitida para la concepción, temiendo que el Rey norteño cambie de opinión. No obstante, el Rey del Norte se mantuvo firme en que no podría reconocerlo como Park hasta tener esposa, y por consiguiente presentarlo antes de la mayoría de edad legal, y por ende, tuvieron que conformarse con un concubinato sencillo.

Firmaron el acuerdo de unión y sería años después que se conocieran al fin los dos implicados en el tratado.

—Mmm... ¿y qué pasó cuando se conocieron?

Pero el Rey estaba muy concentrado en observar a un puestero de hierbas medicinales que no contestó enseguida. Sejin incluso temió que dejara la historia cuando vio a su padre acercarse al hombre, que, aunque joven, se lo veía bastante maltrecho, con su pelo opaco y su rostro carente de brillo. Aunque no pudo reunir suficiente pena para ofrecerle, dado que al verlos llegar, el hombre, ahora sí casi aparentando su verdadera edad, se iluminó y les regaló tal sonrisa que sus ojos se perdieron en dos rendijas como medialunas.

—Alteza —saludó el puestero, y si su voz titubeó, no importó cuando se volvió a ver al Príncipe y se tiñó de emoción—. Majestad, me honra con su presencia y la de nuestro joven Príncipe.

Sejin sintió que enrojecía ante la mirada enternecida del puestero, pero no se apartó sino que se acercó y recibió lo que le convidaba. Eran unos jabones aromáticos, que, según dijo el hombre, aliviarían cualquier dolencia y malestar del cuerpo.

—Gracias.

—Muchas gracias... —se cortó de pronto el Rey, viendo al consejero negar casi imperceptiblemente—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

Si no lo conociera mejor, Sejin habría jurado que su padre se contenía de conversar. No platicó como con los demás puesteros, y hasta se veía repentinamente nervioso, inquieto.

—Tengo todo lo que necesito —respondió el puestero, haciendo una pronunciada reverencia—. Y con su visita ha traído inmensa alegría a mi vida, no podría pedirle más, Alteza.

El calor del sol ya siendo mediodía golpeó el pueblo, haciendo que sus habitantes resientan estar expuestos. El puestero, tras su reverencia, buscó entre los hilachudos ropajes un pañuelo con el que se secó el rostro y el cuello. Sejin no quiso parecer maleducado, pero se le quedó viendo cuando le pareció notar manchones negros en el cuello. Quizá, desestimó enseguida y pasó a curiosear al siguiente puesto, estaba demasiado entusiasmado con la historia que su padre le contaba.

Una vez se alejó el Príncipe, el Rey mandó al consejero, que apretó los labios disgustado de ser enviado de niñero, a que lo acompañe. Permaneció allí hasta que estuvieron solos.

—No hagas esto más difícil —fue lo que susurró el puestero, quien tenía los ojos cargados de lágrimas tanto de felicidad como de angustia—. Aun así, gracias.

—Es tu derecho verlo, yo no te pedí que...

—Lo sé, pero no soportaría una vida a tu lado sino eres completamente mío.

—Jimin... —el puestero negó—. Era mi deber tomar una esposa.

—Y el mío ceder al fruto de mis entrañas —le recordó con amargura—. Nuestros padres no contemplaron en su tratado mi felicidad o la tuya, apenas el bienestar de ambos reinos.

—Él no merece pensar que su padre ha muerto por darle a luz, es una mentira cruel —renegó el Rey, olvidándose de la prudencia y rodeando el puesto.

Jimin tembló ante el avance, su cuerpo ansiando el toque del hombre que amó demasiado para tan poco tiempo juntos. Y si ya habían pasado los años, ¿por qué remover aquellas cenizas que debieran ya haber volado lejos para permitirles vivir en paz?

Namjoon se lamentó por no haber insistido en que se quede, pero entendió cuán doloroso habría sido para Jimin vivir en la sombra de su esposa. Y no había por qué enfadarse con la reina, Lee Jieun, del Este, porque era una madre sustituta amorosa y una gran compañera.

—Tienes mi afecto, mi corazón lo has traído contigo y se ha quedado para siempre a tu lado —confesó el Rey, viendo aquel rostro que supo resplandecer cuando yacía junto a él en su lecho, cuando paseaban por los amplios jardines del palacio, cuando contó la buena nueva de que venía en camino quien sería el Rey de dos poderosos reinos.

—Cuídalo mucho, y recuérdale que lo amo con todo lo que soy y hasta mi último suspiro —Jimin no podía ceder y responderle a Namjoon que él también lo amó y lo ama hasta el día presente.

Como siendo llamado, el hijo de ambos regresó por su padre.

—¿Podemos volver al palacio?

Jimin despegó los ojos del Rey, de su amado, para enfocarlos en el pequeño Príncipe. Inocente y ajeno al tumulto de emociones que ocasionó en aquel simple puestero. El muchacho llevaba consigo su regalo, haciendo balancear los jabones de una mano a otra. Cuando notó que lo veía, le devolvió una sonrisa igualmente contenta que logró que Jimin sienta su corazón estallar.

—Gracias nuevamente por su visita, Alteza, Príncipe mío.

Al montar ya rumbo al palacio, Kim Sejin iba animado siendo él el relator de su tiempo en el pueblo. Y también, anticipaba la cena de esa noche en que recibían a la familia de la reina, quienes traían a sus primos con los que jugaría y entrenarían con espada las siguientes semanas.

Olvidado ya cualquier cuento de donceles y reyes.









Nota:

No estoy realmente segura de qué es esto, pero bien, eso. Otro Nammin, que me sugirió una chiqui beia (Hyo).

Acepto sugerencias para las siguientes historietitas, claro:

:)

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