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8 - El marino enamorado

Entre dulces melodías se contaba, años ha, un bello cuento de amores imposibles que a todos llegaba a cautivar. Se tornó canción con el tiempo, mas no fue siempre así; antes de aquello fue leyenda y, más atrás aún, una extraña realidad.

En la desaparecida isla de Snarho, habitaba un buen hombre llamado Severino, un marino por obligación hasta el momento en que descubrió que el mar contenía grandes maravillas. Severino transportaba gemas preciosas de una cueva cercana al acantilado, donde los hombres del lugar trabajaban sin parar y las mujeres laboraban en el agua, buscando ostras a las que extraerles las perlas que, en aquellos lares y de modo inexplicable, abundaban y eran de gran tamaño. Con aquella mercancía, el buen hombre comerciaba en nombre de sus conciudadanos, yendo de isla en isla buscando al mejor postor.

Un día en que Severino estaba cruzando las aguas con su barco bien cargado, una furiosa tormenta azotó el mar y éste enloqueció formando grandes olas que sacudieron la embarcación ladeándola entre crujidos, relámpagos y truenos. Empujada por agua espumosa y embravecida, las velas tocaron el agua y el mástil quedó bocabajo. Todo se sacudió entonces en el interior del barco y la carga rodó hasta un lateral cuando la nave volvió a posicionarse con la cubierta mirando al cielo. Severino, incapaz de sujetarse en tal odisea, cayó al agua y se hundió irremediablemente, dejando el barco abandonado al vaivén de las potentes olas.

Sentía que oprimían su pecho mientras descendía. Su mirada perseguía la escasa luz de la luna que parecía colarse desde la superficie y sus brazos, estirados, perdieron fuerzas y todo él quedó a la deriva dentro del frío líquido que lo envolvía. Pronto rozó la inconsciencia, con un único pensamiento atormentando lo que quedaba de su mente: moriría sin conocer el amor. Por un instante, deseó que aquello fuese distinto. Después, se rindió, cerró los ojos y se entregó a la muerte.

Una extraña calidez en torno a él le llevó a emplear sus exiguas fuerzas en abrir los ojos por última vez. Entonces, la vio.

Una ondeante maraña de cabello plateado rodeando un rostro suave, de nariz respingada y labios finos, fue lo primero que apreció. Sus ojos eran un portal a otro mundo, cuya esclerótica negra sorprendió al varón haciéndolo estremecer. Su iris era plateado también y la pupila de un profundo azul semejante al del mar. Nada en aquellos orbes era normal, pensó.

Dos finos brazos rodeaban su cuerpo, sosteniéndolo para evitar que siguiese descendiendo, mientras el agua a su alrededor se movía rítmicamente. Deslizó su vista allá donde alcanzó y perdió la poca respiración que le quedaba al apreciar una preciosa cola de sirena, tan brillante como la luna. Aquel ser se apresuró en unir sus labios y le infundió las fuerzas y el oxígeno suficiente para no perecer. Severino, con la mente embotada y el cuerpo paralizado, no podía creer lo que estaba sucediendo y lo único que parecía importarle era quién era ella.

La fémina profundizó el beso al tiempo que lo estrechaba contra ella y él, abandonado, cerró los ojos, ebrio de las sensaciones que estaba experimentando. Ya no existía el miedo, pues se creía muerto y en un mundo mejor donde aquella sirena parecía ser quien reinaba las profundidades de un mar bravío. Al abrir los ojos, pudo ver un destello dominar los de ella, quien alzó una mano y movió los dedos frente a su rostro, creando un pequeño remolino burbujeante con pequeños brillos girando en él. El corazón de Severino latía desbocado y no podía hacer más que observarla. De pronto, aquel ser se lanzó a nado tirando de él y, en lugar de tener miedo, sintió dicha.

Bancos de peces de diversos tamaños quedaban atrás; cualquier barrera parecía susceptible de rotura al bucear de aquel modo, lo cual le proporcionaba cierta algarabía que le llenaba el alma. No importó adónde se dirigían, ni qué iba a ser de él; lo único importante era ella y que se mantuviese a su lado. Su corazón gritaba que no tenía más deseos que aquel, pues había parecido ser una respuesta divina a su deseo de no fallecer sin conocer el amor.

Más tarde, tras visitar los arrecifes, lo llevó a la superficie y él subió sobre una gran roca.

- Sube -pidió-. No me dejes aquí solo -casi suplicó.

- No te dejaré aquí -habló ella por primera vez-, te regresaré a tu barco, que sigue surcando el mar con el rumbo que tenía establecido.

Severino se perdió en el sonido de su voz y fue incapaz de responder, limitándose a observar cómo la sirena se sumergía y salía del agua en un gran salto antes de acercarse al borde de la roca para treparla.

- Gracias por salvarme -dijo con voz trémula.

- Soy Benilde, ¿cuál es tu nombre? -Indagó ella.

- Severino -murmuró-. Tienes un nombre precioso -dijo, evitando pronunciar el pensamiento completo, que toda ella lo era.

Allí estuvieron un tiempo; ella se sumergía en ocasiones para hidratarse, él se limitaba a observarla. Cuando el sol salió, lo guio en raudo nado hasta el navío errante, con sus dedos entrelazados. Allí, se dieron un último beso, creyendo que no volverían a verse jamás. La pena era grande, la dicha también. Severino la había conocido de casualidad, ella calló que había sido obra del destino.

Benilde le había contado de su vida, de los infinitos años que llevaba cruzando aquel vasto mar a la espera de que algo emocionante sucediese. Entonces, él se había cruzado en su camino. Las palabras sobraron, se regalaron una última mirada y ella se zambulló, con el corazón apresado en un puño invisible y mar brotando de sus lagrimales. Severino se dejó caer sobre la cubierta, ansiando volver a verla algún día y sintiéndose roto en cuerpo y alma.

Once días después, se encontraba descargando en la playa de Snarho, con las personas del lugar aguardando. Se quejaban de su demora, pues debía llegar el día anterior. Él, ya cansado de recriminaciones, narró lo acontecido aquella noche de tormenta. Le tomaron por loco, pero, igualmente, quisieron saber más al respecto. Era sabido que la magia sirenil era de otro mundo y podía curar enfermedades que la medicina de entonces no lograba vencer. El interés por la historia se intensificó, las exigencias por obtener una ubicación se sucedían a cada momento y, fue en ese preciso instante, cuando Severino se arrepintió de sus palabras. Ahora Benilde estaba en peligro, ¡y era por su causa!

Al anochecer, paseó por la playa en pacífica soledad, observando el horizonte mientras cavilaba que, en algún punto de aquel charco inmenso, una hermosa y valerosa sirena tenía su corazón y sus pensamientos. ¿Dónde estaría? ¿Se encontraría a salvo?

«...ino», escuchó, como un susurro del viento costero que trataba de decirle algo. «Severino», logró captar. Aquella melodía, una voz suave y casi musical, azotó sus oídos y le hizo respingar y voltear a toda velocidad. Entonces, la vio.

Esta vez su plateado cabello no ondeaba en el agua, sino llevado por el viento mientras ella permanecía sentada en la orilla con el agua rodeando sus caderas y su cola dando leves toques en el líquido. Se quedó paralizado, sin creer que estuviese allí.

- Severino...

- ¿Eres real? -Cuestionó inconscientemente.

- Ven, Severino -pidió juguetona, entonando su nombre como si de una canción se tratase.

Él la observó, confuso. Allí, corría peligro, ¡debía hacer que se marchase, aunque aquello le partiese el corazón!

- Vete, Benilde -indicó con voz rota-. Debes marchar, abandona la idea de verme nuevamente.

- ¿Cómo dices? ¡He cruzado el amplio mar por ti! -Exclamó entristecida.

- Corres peligro aquí -logró decir-. Quiero protegerte. ¡Parte, por favor!

La sirena lo observó con el ceño fruncido, el corazón bombeando a toda velocidad y un terrible pinchazo atravesándola de cola a cabeza y, sin él esperarlo, sonrió.

- No me quiero alejar de ti, aunque eso me conlleve la muerte -sentenció-. Ven conmigo, por favor. ¡Partamos juntos!

- ¿Es posible? -Preguntó mientras se arrodillaba ante ella con la ilusión dominando su expresión.

- Si tú lo quieres, lo haré posible, mi amor.

Nada más fue necesario para convencer al enamorado humano de que ella era su mayor deseo, y estaba a punto de unir sus labios en un desesperado beso cuando, a sus espaldas, el rumor de varias voces se hizo presente. El rumor se tornó griterío y Severino, decidido, puso fin a aquello.

- Vámonos juntos, sirena mía. Estaré por siempre a tu lado, nada me une a estos desgraciados que sólo piensan en riquezas aun sin faltarles nada.

Ella tomó su mano, tiró de él y, en un mágico salto, lo llevó al interior del mar nuevamente, donde desaparecieron para vivir juntos por los tiempos de los tiempos, pues Benilde le confirió sus mismos poderes y él gozó de la vida acuática junto a su reina, su señora; su sirena preciosa de plateados detalles, intensos y brillantes como la luna misma.

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Relato escrito para participar en Flores de Marzo:

1r lugar del desafío "Amor marino".

Reto #26: 1496 palabras.

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