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1 - La escritora sin manos

Cualquiera podría pensar que ella, dadas las circunstancias, no podía cumplir sus sueños.

Podrían, incluso, decir que dichos sueños eran en realidad ilusiones sin sentido o que desvariaba presa de alguna extraña locura o enfermedad mental.

Todo era factible, pero distaba ampliamente de la realidad.

Ella, en su supuesto desvarío, anhelaba ser escritora. También fantaseaba con vivir un amor de novela, casarse, tener hijos y cumplir con esa popular lista de cosas que hacer antes de morir que, curiosamente, incluía plantar un árbol y escribir un libro. Desde que tenía uso de razón había sido así y sabía, a ciencia cierta, que nada respecto a eso iba a cambiar en su mente. Siempre había estado segura de sus intereses e inquietudes, así como de sus puntos fuertes y sus anhelos. Siempre se había mostrado segura de lo que quería, aunque desde cierto momento relegado ya a un pasado medio amargo, se habían burlado de ella sin cesar al escuchar sus metas.

Podía recordar vívidamente sus miradas y aquellos comentarios hirientes pronunciados con la ferviente intención de hacerle daño. Escuchaba todavía, de tanto en tanto, sus risas con tintes burlescos tras provocarle la herida de turno. Se recordaba a sí misma conteniendo las lágrimas en sus delicados ojos, en aquella época habitualmente cristalizados. Las heridas dolían, ¡vaya si lo hacían!

A pesar de ello, con el paso del tiempo, aprendió a no mostrar su dolor y, en su lugar, sonreía de boca cerrada con la intención de no darles el gusto de ver la agonía que la dominaba.

Jamás se preguntó la razón de aquel acoso, pues siempre lo tuvo claro.

Jamás se cuestionó cuándo había comenzado aquello, ya que lo supo desde el primer instante; desde que aquel suceso azotó su vida.

Era nada más una niña en aquel entonces; concretamente tenía nueve años, tiernos e inocentes como toda ella. Solía recordar a veces aquella época, cuando todo iba bien y su mundo era tan normal como el de cualquier otro chiquillo. En cierto modo, permitía que la nostalgia hiciese presa de ella, trastocando su estado de ánimo con pasmosa facilidad en cosa de segundos. El recuerdo podía ser ácido, corrosivo e incluso asesino. Mataba su alegría, su vivaz personalidad, su sonrisa a destiempos. Aniquilaba cualquier pequeña parte de positivismo de su existencia pues, sin poder evitarlo, cuando la pregunta clave atravesaba su mente, todo el horror regresaba. Y, muchas veces, dicha pregunta llegaba en el momento menos acertado.

«¿Por qué a mí?», quería saber.

Podría haber sido a otra persona, quizá, aunque eso no la consolaba pues no se alegraba del sufrimiento ajeno ni éste reducía mínimamente el suyo.

Podría haber sucedido en otro momento, cavilaba. Quizá cuando fuese mayor y hubiese sido capaz de reorganizar su mundo tras el incidente, pero eso tampoco era exacto pues era consciente de que, con toda probabilidad, le hubiese costado aún más levantarse tras el desastre.

Podría haber acontecido con distinto desenlace, con un final absoluto sin punto de retorno ni opciones de recuperación.

Hubiese preferido eso, pensó. En incontables ocasiones ese duro pensamiento había sido la respuesta de su mente a cualquier divague al respecto. Aquello la hería. Cuando esto sucedía, observaba el punto inexistente que, sin esperanzas, sabía que no alcanzaría con su mirada. Lo hizo en aquel instante, solamente para tragar duro al no ver lo que su mente quería ver.

A pesar de todo, había tratado de tomar su desgracia como una nueva oportunidad, como una experiencia que le dejaba un aprendizaje y de la cual estaba segura que, tarde o temprano, dejaría de ver solamente lo negativo.

A veces, soñaba con aquellos instantes en que su armonioso universo se desmoronó cual castillo de naipes. Su imaginación no alteraba la realidad, sino que le mostraba el suceso desde otra perspectiva que, entonces, ella no percibió. Era casi como una experiencia extracorpórea, viéndose a sí misma como si fuesen unos ojos ajenos los que la mirasen. Le resultaba inquietante pero la ayudaba, en cierto modo, a sufrir menos. No es lo mismo sentir el dolor en carnes propias que ver cómo otro lo sufre, al fin y al cabo.

En su pesadilla, ella corría por el bosque cercano a su casa, aquel que tanto temor le inspiraba después. Se apresuraba alegre, jugando, mientras su hermano pequeño la perseguía tratando de ganar al pilla pilla una vez más. Ella, muchas veces, se dejaba coger para darle una alegría al menor. Aquel día, tras zigzaguear entre abedules al borde de la colisión en varias ocasiones, se dio la vuelta para ver por dónde iba su hermano, dispuesta a aminorar la velocidad y permitirle agarrar su camiseta como siempre hacía. De repente, tropezó y cayó contra el terroso y húmedo suelo para después caer por un desnivel y rodar hasta quedar tendida en una parte llana hecha un lío de brazos y piernas.

Le dolía todo el cuerpo y creía que no podría moverse pero, cuando la voz de su hermano llegó a sus oídos y percibió cuán asustado estaba, sacó fuerzas de flaqueza y se movió cuanto pudo, dispuesta a incorporarse. Estiró los brazos colocando ambas manos con las palmas en contacto con la tierra, presionó queriéndose dar cierto impulso y fue entonces, en aquel segundo exacto, cuando desgarradores gritos emergieron de su menudo cuerpo, rasgando su garganta en el proceso. No tenía control sobre sí misma, no comprendía la situación tampoco; solamente entendía de dolor, de sufrimiento, de agonía y de lágrimas.

Sin importar el dolor o el daño que el resto de su cuerpo pudiese experimentar, dio un brinco y se hizo una bola justo donde sus manos yacían atrapadas. No dejó de chillar, su hermano hizo igual, aterrorizado. Alertados por los guturales gritos, los padres de los niños corrieron a su encuentro sin esperar hallar aquella horrorosa escena que cambió sus vidas completamente. La niña, con las manos atrapadas en un cepo de caza, pugnaba por liberarse mientras su carne se desgarraba y la sangre manaba sin control. El niño observaba aquello dominado por un incesante y doloroso llanto mientras los gritos seguían presentes.

En su sangriento recuerdo nocturno, ella veía su rostro contraído por el mortal dolor y el apabullante terror que sintió entonces en lugar de ver únicamente aquel instrumento de hierro oxidado atenazando sus extremidades. Recordaba con pena sus esfuerzos por liberarse, estirando como si aquel fuese el camino correcto a seguir. No sabía, entonces, que al hacer tal cosa lo único que conseguiría sería perderlo todo.

La adulta tomó al niño en brazos y regresó al pueblo a buscar ayuda, al tiempo que el hombre bajaba junto a la niña y se desesperaba en un vano intento de ayudarla sin conseguir nada. No tardaron en llegar otras personas dispuestas a ayudar, pero ya era tarde.

La niña, ya sin fuerzas y completamente pálida, había dejado de moverse y yacía recostada entre los brazos del varón con el corazón destrozado, pues ver de aquel modo a su pequeña lo estaba enloqueciendo y matando al mismo tiempo. Ambos, teñidos de rojo sobre un charco de sangre que no hacía sino incrementar conforme el tiempo se iba y la vida de la niña parecía llegar a su fin mientras ella cerraba lentamente los ojos y no emitía ya sonido alguno.

Cuando volvió a abrir los ojos, su mirada observó un blanco techo con pequeños agujeritos por doquier. Al tratar de moverse, sintió una terrible punzada en sus extremidades y dirigió su mirada hasta sus manos, sin lograr verlas. Rápidamente comprendió la situación y comenzó a hiperventilar en pleno ataque de ansiedad al verse en aquel estado. Sus progenitores trataron de calmarla, sin conseguir su propósito. ¿Cómo le explicas a una niña de nueve años que ha perdido ambas manos? ¿Cómo le dices que no volverá a sujetar un cubierto o un lápiz? ¿Cómo le anuncias que, a partir de ese instante, dependerá de alguien para prácticamente cualquier cosa?

Señalarle que lo importante era que estaba viva pareció la elección correcta, pero no la calmó en absoluto. Para ella, aquello implicaba que todo con lo que había soñado era un imposible y que su vida, normal hasta entonces, había dado un giro de ciento ochenta grados de modo irreversible.

Estuvo un tiempo en el hospital, mejorando poco a poco. Sus padres, habiéndola visto al borde de la muerte, se sentían aliviados aunque la evidente depresión que ella atravesaba lo empañaba todo. Recordaron su llegada al hospital, inconsciente, con la trampa aún mordiendo su carne desgarrada y los huesos a la vista. La operación fue difícil y nada fructífera, pues finalmente tuvieron que amputar ambas manos dado que los daños eran irreparables. Tendones, músculos, venas; todo hecho jirones cual tela vieja a la intemperie en un lugar abandonado durante décadas.

Durante un largo tiempo, se sumió en un silencio únicamente roto por su incesante llanto. Su única compañía en aquella habitación era la ausencia de sus manos, para ella dejó de existir nada más; sus padres iban y venían, pero ella los ahuyentaba queriendo estar sola consigo misma. Su hermano había quedado traumatizado aquel día, y había dejado de hablar y no miraba a nadie a los ojos pues era incapaz de hacerlo tras haber visto la agonía en la mirada de la niña.

Nunca se supo quién había puesto aquella trampa, pero se procedió a hacer un barrido en el bosque y retiraron un total de siete cepos más del área. Ella, tras abandonar el centro médico, regreso a su casa pero no a la escuela. Tuvo una maestra particular que iba cada mañana durante cuatro horas y le daba la lección sin que nadie tomase apuntes ni realizase trazo alguno. Era una buena profesora y se notaba que le gustaba enseñar, además de que la mujer conocía un sinfín de técnicas de estudio y de aprendizaje que la niña no había visto que tuviesen sus anteriores maestros. La animaba y la forzaba a seguir aprendiendo, dándole fuerzas y confianza pero imponiéndole retos mentales constantemente. Aquello reforzó su comprensión lectora y la agilidad mental de la niña rozó niveles desconcertantes para los adultos.

Ella solamente hablaba cuando esta mujer estaba presente, pues sentía que para ella no era una incapacitada. Todos se dedicaban a decirle que debía dejar que los demás hiciesen sus cosas por ella, pues no tenía manos. Tales palabras la hundían, pero luego llegaba la educadora y todo se desvanecía. Ella le repetía una y otra vez una frase que decidió convertir en su lema de vida: una persona instruida, es una persona capaz.

Se esforzó en aprender todas y cada una de las reglas ortográficas y gramaticales, para poder escribir sin errores. Evidentemente no escribía, pero cuando le tocaba clase de lenguaje con la maestra era la alumna quien dictaba deletreando las palabras, indicando los signos de puntuación correspondientes y matizando cualquier detalle que creyese necesario. Después, leía el texto y daba el visto bueno, tras lo cual la profesora corregía y daba el resultado. Pronto, no existieron los errores. En matemáticas, los ejercicios se resolvían mentalmente. Los decía en voz alta utilizando las fórmulas para que la adulta pudiese comprobar si erraba en algo.

El siguiente curso, regresó a la escuela.

Fue duro, extraño y desagradable. De pronto, advirtió los cambios de su último año: de ser todo completamente normal, pasó a depender de otros y, ahora, según los demás niños, era la manca.

No comprendían para qué iba a la escuela si no podía escribir, tomar apuntes, dibujar, realizar los ejercicios de la clase de gimnasia ni jugar con ellos en el recreo. Por ello, la convirtieron en el centro de sus burlas y se dedicaron a recordarle cuán inútil era a cada momento. Se sintió incapaz, pero recordaba a su querida maestra y las aguas se calmaban. Cansada de los desprecios que la hacían sentir menos, se centró en demostrar que podía con todo. Por supuesto, no podía. Le tenían que dar de comer ante los demás, si necesitaba ir al baño debían ayudarla y la forma de enseñar de los maestros de escuela no era compatible con ella y su limitación, por lo que lloraba sin descanso cada día al entrar en casa.

Cuando dijo que quería ser escritora solamente recibió desprecios y comentarios que buscaban recalcar su inferioridad e incapacidad. Se le dijo que nunca tendría pareja, ni hijos, porque era imposible que nadie pudiese querer a alguien como ella, sin manos. Odiaba sus muñones y los llevaba siempre cubiertos por las mangas cosidas de su ropa, pero era consciente de que estaban ahí y que los demás, tristemente, tenían razón. ¿Quién podría querer a alguien a quien daba asco mirar debido a aquellos brazos? La depresión crecía y crecía, pero nadie parecía tomar consciencia de ello y la dejaban a su suerte.

Un día, una de sus tías, la cual vivía en otro país desde hacía varios años, les realizó una visita. En aquella ocasión, su pariente le trajo un regalo. Mientras la mayor sonreía, la pequeña observó la caja con el ceño fruncido. ¿Acaso esperaba que la abriese ella?

Tras unos segundos sumidos en un silencio incómodo, la tapa que cerraba la caja fue retirada y la niña observó el interior de la misma. El enojo tomó su rostro tiñéndolo de rojo. Sintió que se burlaba de ella, pues aquello parecía ser una broma. Disgustada, comenzó a quejarse alzando mucho la voz.

Varios lienzos, pinturas y pinceles eran el contenido del envase blanco con rayas negras. ¿Cómo pretendía que ella los utilizase?

«No necesitas las manos, mi niña. Yo te voy a enseñar a usarlos sin ellas, ¿de acuerdo? Antes de venir, estuve con varias personas que tienen un problema similar y me enseñaron, y yo voy a hacer igual contigo», aclaró la tía. Cabe decir que la niña quedó enmudecida y no tardó en romper a llorar, presa de la emoción. No podía creer que, algún día, podría pintar de nuevo aunque eso, hasta entonces, no había sido una de sus puntos más fuertes.

«Hay algo más», anunció. Rebuscó en la caja y sacó un aparato similar a un reproductor de casete en color negro, con un botón extraño, más grande que el resto. En la base, tenía dos ventosas. La mujer lo colocó hasta dejarlo sujeto a la mesa y entonces la animó a presionar el botón y hablar. Tuvo que indicarle que le diese con cualquier punto de su brazo pues, al sobresalir más que los demás, quedaría presionado sin necesidad de emplear un dedo como cualquier otra persona haría. Así lo hizo la chiquilla, sintiéndose muy desconcertada con todo aquello ni comprender el sentido de ese presente.

«Quizá no puedas escribir de tu puño y letra, querida, pero puedes hacerlo a viva voz», indicó. «Ya habrá quien pueda escucharlo y transcribirlo, ¿no crees? Puedes crear cuantas historias quieras, ¡no hay limitaciones a la creatividad!», añadió. Ella, nuevamente, se ahogó en el llanto.

Le habían repetido incontables veces que no podría hacer nada, y ahora parecía poder hacer un montón de cosas.

Con el tiempo, las cintas comenzaron a acumularse en varias cajas que guardaba en su dormitorio, el cual se había convertido en su estudio y apenas salía de allí. Unos años después, su querida tía llegó acompañada. Cuando quiso darse cuenta, le estaban ofreciendo publicar un libro de su autoría y no sabía cómo tomarse aquello. Recordó que tres de las incontables grabaciones habían llegado a manos de la mujer un tiempo atrás, habiendo sido enviadas por correo con ayuda de su hermano. Dichas cintas, habían sido escuchadas por esta persona que trabajaba en una editorial y había recibido el visto bueno de sus jefes para seguir adelante y darle una oportunidad.

Así, llegó su primer libro a librerías. Y, tras ese, uno cada año.

Desde entonces, había creído mucho más en sí misma. Por supuesto, el recuerdo la dañaba, le hería el alma de tinta que la conformaba y la hacía llorar en la oscuridad de su dormitorio durante las solitarias noches.

Desde entonces, había tenido presente que, si bien no contaba con cumplir la mayoría de sus sueños, había logrado aquél que más le importaba. Eso debía ser suficiente para calmarse y seguir adelante, aunque fuese un día más.

No podría plantar un árbol con sus propias manos, pues carecía de ellas.

Probablemente no lograría vivir un romance de novela, como los que ella misma relataba, pues comprendía la incapacidad de los demás de aceptar a quienes tienen alguna diferencia.

Descartó hace mucho lo de tener hijos, pues, aunque había aprendido a manejarse sola con el tiempo, sin ayuda, no se veía capacitada de cuidar de otros y prefería no meterse en cosas con las que no pudiese lidiar a la larga.

Había un sinfín de cosas que no podría hacer o experimentar jamás, y lo asumía. Pero, desde luego, crear historias no sería una de ellas. No escribía de su puño y letra, pues era imposible, pero podía hacerlo a viva voz. Lo hacía, y lo seguiría haciendo. Seguiría relatando, creando, organizando, supervisando cada parte del proceso de publicación y, también, seguiría firmando con su seudónimo, al que había tomado ya hasta cierto cariño.

Seguiría siendo siempre ella, nadie conocía su nombre en realidad, pero era ella, sin más. Para todos los que la leían, que no eran pocos, ella era especial y ansiaban llegar al final de cada libro o relato simplemente para ver aquellas últimas palabras:

«Infinitas gracias por leer hasta aquí.

Con cariño,

La escritora sin manos».

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Y hasta aquí este cuentito. 

¿Qué te ha parecido? Yo he de reconocer que me gusta mucho más de lo que esperaba que llegase a gustarme el resultado. 

Espero que lo hayas disfrutado y que sigas leyendo. ¡Nos vemos en el siguiente relato!

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