Gorriones
¿Cuánto tiempo llevaban ahí? Pasó los dedos por su frente. Sangre. ¿Su cabeza? ¿Su ojo? No importaba. No era su culpa. Nada de eso era su culpa. Eran los gorriones. Esos malditos gorriones.
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Un deber del colegio. Un trabajo en parejas. Como siempre, su amigo Mateo y él. Los dos contra el mundo. Investigar a los gorriones. Un trabajo escrito, y un trabajo de campo. Observarlos en su hábitat natural. ¿El lugar escogido? Un pequeño bosque detrás de su casa. Perfecto para tomarles fotos.
Llegó el no tan esperado día. Reunidos los dos en casa de él, armados con su ropa vieja y una cámara de fotos en mal estado partieron hacia la aventura desde muy temprano. El sol pegando con fuerza. El cielo despejado. Momento perfecto para encontrar gorriones.
Siendo el plan encontrar las aves de inmediato, la desesperación se hizo presente al llevar varias horas sin encontrar ni una sola de esas aves. Internándose más profundo en el bosque con cada frustración pronto descubrieron que era una tarea inútil. Los gorriones no estaban ahí. Ningún animal lo estaba. Esa fue la primera señal.
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Se acercaban. Podía sentir sus pasos. Su mal escondite había sido descubierto.
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Estaban a nada de rendirse. Habían avanzado mucho sin resultados. El bosque se hacía espeso tapando la ya de por si poca luz del sol. Las quejas de Mateo eran constantes, y él se esforzaba por mantenerlo ahí, por convencerlo de caminar un poco más, de llegar hasta aquél claro que se vislumbraba entre los árboles. Si tan solo Mateo no fuera tan fácil de convencer.
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Ahora o nunca. Antes de que los vieran tenían que salir de allí. Si corrían con todas sus fuerzas tal vez podrían lograrlo. Había que apostar todo en ello.
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La llegada al claro se sintió como un tremendo alivio al inicio. Por tres segundos a lo mucho. Luego el hedor golpeó sus narices, junto con la desconcertante visión de unas tiendas de campaña cubiertas de suciedad y agujeros. Una fogata al otro lado del césped. Varias figuras igual de desliñadas de espaldas. Sin lugar a dudas, no había ningún gorrión por esos lares.
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Los aullidos, las pisadas, los gritos. Podía sentirlos atrás de él. La oscuridad del bosque y la sangre sobre sus ojos no le permitían ver mucho, y hace rato que dejó de sentir la mano de Mateo, pero no podía parar de correr, no aún.
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Los dos chicos intercambiaron miradas. Habían cometido un terrible error al entrar a ese lugar. Ambos lo sabían. El miedo impregnado en sus ojos. Tenían que huir antes de que los dueños se percataran de su presencia. Nada bueno podía pasar si eran capturados. Empezaron a moverse demasiado tarde. Y por si fuera poco, él resbaló con una lata y golpeó su cabeza contra el suelo. Muy mal inicio. Mateo a penas pudo levantarlo, y con él a cuestas no pudieron llegar muy lejos, se escondieron en un matorral, y rogaron que no los encontraran. Funcionó en un principio, el primer grupo de buscadores pasó de largo, pero tarde o temprano volverían y ese truco dejaría de ser efectivo.
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Tropezó de nuevo, al caer, se dió cuenta que ya no se encontraba en el bosque, había llegado al borde, a pocos metros de la casa de sus vecinos. Limpió su cara. Las ramas y raíces de árboles y arbustos dejaron sus brazos y piernas cubiertos de pequeños cortes y moretones. Quizo festejar, la ausencia de Mateo no se lo permitió. Esperó varios minutos, era obvio que su amigo nunca volvería. Miró al cielo con desesperación, en la rama de un árbol una pareja de gorriones. Todo era su culpa.
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