Estabamos ahí reunidos, bebiendo y conversando para olvidar las preocupaciones, olvidar el estrés, olvidar la ciudad en la que nacimos.

A pesar de haber sido el principal detractor de la idea de pasar las vacaciones en la casa del abuelo de Paul en medio de la nada, debí admitir que no estaba tan mal. Me había divertido. Todos la habíamos pasado bien.

Y ahora estábamos en el final de una buena semana. Semana de recostarnos en la hamaca y nadar en el río. Semana de buena comida y noches de películas. Semana de descubrir que la vida era más que trabajo y estudios. Semana de recordar el valor de nuestros seres queridos.

El calor justo, buena charla, cerveza fría, ella en mis brazos, y el partido en la, contra todo pronóstico, enorme tele del abuelo. Todo acompañaba el mejor final posible de estás grandiosas vacaciones.

Entonces la voz del relator fue interrumpida por un grito ahogado. Una voz de mujer que de inmediato supimos pertenecía a Sofía. Y ella enfatizó su terror al levantarse de su asiento y correr a toda velocidad hacia la puerta, todo en medio instante.

Un par de nosotros nos levantamos por puro instinto para tratar de averiguar qué ocurría, sin embargo eso fue obvio al cabo de un par de segundos.

Una criatura alada revoloteó sobre nuestras cabezas batiendo sus oscuras alas con desesperación, moviéndose de un lado a otro sin saber cómo salir de allí, seis patas, dos antenas, enormes ojos negros. Una mariposa. De cinco centímetros a lo mucho. Sofía en la puerta sacudiéndose sin parar, todos los demás cayéndonos de risa.