Lo despertó el dolor. Una sensación de ardor indescriptible en su pecho. Estaba pasando otra vez.

Sin tiempo que perder se quitó de encima las cobijas, agarró los lentes, se levantó de la cama como pudo, y casi arrastrándose llegó hasta la computadora, la encendió y colocó las manos sobre el teclado.

Era hora de escribir. El público estaba olvidando su último cuento, y él no podía permitir que eso pasara, no mientras su vida dependiera de que lo recuerden.

¿Qué estaba haciendo mal? Desde hace varios meses que el tiempo de olvido de sus historias se estaba reduciendo, cada vez tenía que escribirlas con más frecuencia, y las ideas no le durarían mucho más.

Y esa noche en particular las ideas eran bastante esquivas. Tal vez por el dolor que no le permitía pensar con claridad. No lograba juntar las palabras. ¿Había llegado su hora?

Una lágrima recorrió su mejilla. Luego se dibujó en su rostro una sonrisa de felicidad nerviosa, de tranquilidad desesperada. Quizás era lo mejor. Dejar un inútil esfuerzo por permanecer vivo un segundo más. Abandonar la pelea. Descnsar en el otro mundo.

Pero él era muy terco. Se limpió el rostro, apretó las manos y escribió. Varias páginas de ideas desordenadas que nadie nunca podría amar. No estaba orgulloso de ellas, y no esperaba que nada bueno saliera de ahí. Pero esas hojas lo mantendrían vivo. Por poco tiempo, es verdad. Eso era lo de menos.

Presionó enviar. El ardor en su pecho desapareció. El viejo autor seguía aferrándose a la vida.