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Secreto 19- Mi amigo del colegio.

Secreto dedicado a Alicia_howland por haberme enviado el secreto, haciendo el pedido. Espero que lo disfrutes.
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El irritante sonido del teléfono de la casa me sacaba de mi sueño, expliqué explícitamente que necesitaba dormir porque había pasado la noche terminando una asignación escolar, ah, pero quién hace caso a eso en esta casa. Bufo, levantándome entre protestas y caminado con los ojos entrecerrados mientras mi mano izquierda rasca mi cabeza, pasando entre mis rizos cobrizos y sin forma que yo tanto detesto.

Bajo las escaleras lentamente, esperando que quien estuviera llamando se cansara de timbrar, pero eso no pasa y un suspiro derrotado sale de mis labios cuando estoy delante del teléfono y este todavía suena.

— Dígame— contesto con voz ronca, era obvio que había estado durmiendo.

— Adán, no puedo creer que todavía estés dormido— la voz irritante de mi madre suena por el auricular del teléfono, haciéndome entender por qué la persona seguía insistiendo, ella sabía que yo estaría aquí— Son las dos de la tarde, ¿no tienes nada qué hacer? Un hombre no debería ser tan flojo, deberías de haberte levantado hace mucho aunque te hayas dormido tarde.

Aparto el teléfono de mi oreja, consciente de que ella seguirá peleando sin importar lo que yo conteste, la dejo que hable tanto como quiera mientras yo me apoyo en la pared y me deslizo hacia el suelo, aburrido de la vida en sí misma.

— ¿Me estás escuchando, Adán?— protesta mi madre, haciéndome retomar el curso de su pelea.

— Sí, madre— aseguro con voz cansina, ella sabe que le miento, pero igual no dirá nada.

— Necesito que vengas a casa de tu tía y me traigas la bolsa grande que dejé en la cocina, no pensé necesitarla hoy, pero sí lo hago— era una orden en toda norma, honestamente estaba cansado, siempre hacía lo mismo y yo no podía negarme ni protestar.

— Está bien, mamá— acepto, ni siquiera tenía sentido intentar rebatir nada.

— Pero eso es ahora, apúrate— sin esperar a que yo diga nada, ella simplemente cuelga.

Un gruñido cansado vibra por mi garganta antes de ponerme de pie y colgar el teléfono, subo las escaleras parsimoniosamente, entrando al baño y dándome una ducha rápida, me cepillo los dientes y corro a mi habitación para vestirme.

No soy muy detallista para eso y mi cuerpo delgado hace que no tenga mucho que lucir en chaquetas y camisetas apretadas, por lo que simplemente tomo unos pantalones ajustados marrones a media pierna, unas botas negras y un suéter gris con unos diseños extraños al frente en rojo y que me quedaba tres tallas más grande.

Me observo en el espejo, asegurándome que no quede ni rastro del delineador negro que me gusta usar cuando estoy lejos de mi familia. No me gusta el maquillaje en sí mismo, solo la idea de resaltar mis ojos avellanas con el color negro. Miro mis manos un momento, frustrándome ante la idea de lo mucho que me gustaría tener las uñas pintadas en azul oscuro o púrpura, pero era imposible mientras viviera en esa casa.

Sin meditar más mi miseria, bajo las escaleras, tomando la bolsa con telas, recortes y cintas de mi madre, colocándome los cascos para ir escuchando música y saliendo de la casa a paso constante. La canción que resuena es suave y triste, de esas que te sumen en una melancolía profunda y cuya letra es idéntica a tu vida, un grito desesperado por ayuda que nadie escucha nunca.

No soy totalmente consciente de en qué momento lo hago, pero pongo la canción en repetir y la escucho un total de ocho veces antes de llegar a la casa de mi tía. Toco el timbre, deteniendo la música y bajándome los cascos.

— Al fin llegas— comenta mi madre, abriendo la puerta— ¿No podías ponerte otra ropa? Sabes lo que piensa tu padre de que te vistas de esa manera— su voz es un reproche que ignoro, mi padre pensará mal sin importar qué haga.

Me adentro en la casa, llevando el bolso hasta la habitación de mi prima, cumplirá 15 en dos semanas y mi madre le está haciendo el vestido acorde al diseño que ella pidió.

— Adán, eres un amor por haber traído las telas— dice mi tía, dándome un beso en la frente y acariciando mis cachetes, mi madre pone expresión de disgusto, pero no comenta nada.

— No es problema tía, todo bien— aseguro con una sonrisa ligera, hablar con tía Maura siempre ha sido relajante para mí.

— ¡Adán!— mi padre llama en una exclamación ronca y yo doy un respingo en el lugar— ¿Qué haces en la habitación de tu prima? Ven, los hombres estamos en el patio tomando cerveza. No espera mi respuesta para empezar a caminar hacia el patio, yo le doy una mirada de disculpas a mi tía antes de seguirle.

La verdad es que antes mi familia no era así, mi padre solía ser agradable y risueño, jugaba conmigo béisbol los fines de semana y hacíamos barbacoas los domingos. Mamá solía observarnos con una sonrisa mientras tía Maura y Lisset, mi prima, la acompañaban en la cocina.

Todo estuvo bien durante años, antes de que yo también me empezara a interesar en la cocina, específicamente en la repostería. Mi padre se ponía molesto por mi interés en algo tan femenino, según él, y mi madre evitaba que yo estuviese cerca de la cocina.

Pronto, el ambiente dentro de casa se volvió tenso, mi tía Maura había accedido a enseñarme a cocinar, sobre todo, mostrarme cómo se hacía ese pastel especial que ella siempre llevaba a los cumpleaños, con el glaseado de crema y mantequilla, pero tan pronto mi madre se enteró se lo prohibió, aludiendo el problema que eso causaría si mi padre se enteraba.

Todo se salió de control el día en que mis padres regresaron un día antes de lo que se suponía era una salida de fin de semana para celebrar el aniversario atrasado, atrapándome en la cocina horneando el pastel de la receta de mi tía, usando el delantal de mi madre.

Recuerdo el sabor metálico de la sangre cuando los golpes de mi padre me rompieron los labios contra los dientes, el dolor en las costillas y como cada músculo de mi cuerpo se resentía al día siguiente. Pasé dos semanas encerrado en mi cuarto, estaba castigado sin absolutamente ningún tipo de comunicación ni entretenimiento y no me dejaban ni ir a la escuela.

Papá me llevaba la comida una vez al día, se quedaba a mirarme comer con una expresión rancia en el rostro y luego se iba cuando yo terminaba. Lo que más recuerdo de ese tiempo fueron la cantidad de veces en que mi padre dijo que no tendría un hijo afeminado, que yo no era mujer y que no mantendría a un desviado bajo su techo. Dos semanas, 122 veces.

Para cuando mi padre me dejó salir de la habitación, me estaba esperando en la sala para explicarme como me había cambiado de escuela. Antes yo iba a una escuela pública mixta, porque mi mamá había insistido en que mi educación corría por mi cuenta y esfuerzo y ellos no tenían que gastar dinero en eso, que cualquier contenido que no lograse adquirir en la escuela por cuestiones de la preparación de los maestros o el programa de estudios, era mi responsabilidad estudiarlo yo, sin embargo, mi padre había tomado una decisión distinta cuando determinó que yo estaba comportándome de forma inadecuada.

— Te he inscrito en la escuela privada solo para hombres que se encuentra en el centro norte— me había informado firmemente, sin consultarme ni preocuparse por lo que yo sentía.

Por lo que sabía, había sido una escuela militar en su momento y luego fue transformada en una escuela masculina, aunque el régimen militar seguía un tanto presente. Mi padre y mis tíos habían estudiado allí cuando todavía se regía por las normas de la milicia, mi padre consideraba que era el lugar indicado para corregir mis actitudes femeninas totalmente inaceptables en un hombre de la familia Méndez.

Al día siguiente yo estaba entrando con mis maletas a los dormitorios de la escuela, donde solo teníamos pase un fin de semana cada dos semanas, no que yo quisiera salir sinceramente, cualquier reformatorio era preferible a mi casa. De todas formas, ya ha pasado un año.

— Sobrino, me alegra que te unas a nosotros— comenta mi tío Rogelio cuando me vio entrar al patio detrás de mi padre, a esas alturas yo podía decir que él estaba borracho, pero obviamente no lo diría.

— Buenas, tío— le saludo tranquilamente, sin saber qué hacer exactamente a partir de ahora.

— Toma una cerveza— me indica, señalando hacia el cubo con hielo y botellas dentro.

— Tengo 17 años— comento, aludiendo a mi minoría de edad.

— ¿Y eso qué? Yo empecé a beber a los 11 años— respondió él, pasándome una cerveza y haciéndome sostenerla.

— Venga, toma— mi padre habló directamente, mirándome mientras él le daba un trago a su propia cerveza. Yo lo entendía, estaba retándome.

— Primo, hace tiempo que no coincidimos— mi primo Rubén me pasa su brazo por la espalda y me guiña un ojo, es el único hijo varón de mi tío Rogelio, va a la universidad y no me agrada mucho, pero eso tiene más que ver con mi padre que con él.

— No tengo mucho tiempo libre— comento dócilmente, no es que sepa qué responder además de eso.

— Cierto, esa escuela tuya es una locura— asegura, dándole un trago a la cerveza que trae en la mano— No entiendo cómo pudiste meterlo allí, tío Rodolfo— veo a mi padre tensar su agarre en la botella y temo que pueda llegar a reventarla sin querer.

Inconscientemente me achico en mi posición y para mi sorpresa, siento la mano de Rubén darme una caricia ligera, como si estuviera consciente de lo que acaba de despertar y quisiera consolarme.

— Adán tiene que aprender a ser un hombre, allí lo enseñarán, ya que no tomó ejemplo ni de ti, que sí muestras cómo debe ser un verdadero macho— fue la rígida respuesta de mi padre, que hizo que el ambiente en el patio se condensara. El agarre de Rubén alrededor mío se afianzó y entonces escuché lo impensable.

— No creo que yo sea el mejor ejemplo, tío, a fin de cuentas me gustan demasiado los hombres como para encajar en tu concepto de macho— su confesión fue segura, sin vacilaciones y yo me quedé varios segundos impactado como para notar el desastre que acaba de desatarse. Veo a mi padre ponerse de pie, con las venas marcándose del enojo y mi tío Rogelio parece a punto de tener un ataque, Rubén se inclina un poco hacia mí y me susurra sin mirarme— Deberías irte ahora.

Me da un pequeño empujón que me incita a salir del patio y yo tomo la ventaja, sabiendo que nada bueno podría pasar ahora, salgo de la casa caminando casi en automático, afortunadamente nadie más me nota y puedo volver a ponerme los cascos con una canción que nunca había tenido más sentido para mí que en ese momento, Hero de Skillet, que habla sobre como uno mismo tiene que luchar por sus vida, porque todos necesitamos un héroe y en cada uno de nosotros yace uno dentro.

No soy consciente de a dónde me estoy dirigiendo sino hasta cuando ya estoy montado en el tren, esperando a que llegue mi estación para bajarme. ¿Tanto he caminado escuchando la misma canción? No importa, ahora mismo esto me trae paz. Medito por un instante por qué he tomado inconscientemente la decisión de ir en su búsqueda, pero la respuesta viene confusa y en forma de recuerdos.

Martín en un chico alegre, de cabello oscuro largo hasta por el cuello, muy al estilo clásico, no es exactamente el chico más popular de la escuela, pero ciertamente muchos lo conocen y se lleva bien con los profesores. Lo conocí cuando llegué el primer día, estaba perdido, no soportaba la idea de estar encerrado en aquel lugar y me vi en medio de la noche corriendo por el campus del sitio. Sabía que no había salida, pero mi mente parecía sostener el momento de pánico más allá del raciocinio.

Recuerdo haber doblado una esquina a demasiada velocidad y haber tropezado hasta caerme de cara contra el suelo, me ayudaron a incorporarme sentado tirando de mi brazo derecho y pasé varios minutos sobándome la nariz, que me dolía horrores, solo entonces noté que había tropezado con el chico que se carcajeaba al lado mío hasta prácticamente llorar, como estaba sentado en el suelo no lo había visto en mi crisis y ese había sido el resultado.

— ¿Estás bien?— me había preguntado entre risas y yo solo había sabido mirarle de mala antes de protestar.

— Choqué con un bulto viviente que terminó riéndose de mí. ¿tú qué crees?— aquella respuesta lo había hecho carcajear más fuerte.

— Para ser justos, tú eras el que corría despavorido— y luego de esa respuesta y de que yo me sonrojara, él había empezado a hablarme de cosas sin sentido, durando de esa forma gran parte de la noche.

Momentos como ese se repitieron a lo largo de este año, solo que ya no incluía que yo tuviese una crisis de pánico, simplemente esperábamos a que todos se durmieran y nos encontrábamos allí, él fumaba y yo me quedaba sentado a su lado, escuchándolo desvariar sobre cientos de temas inconexos.

Durante el día no solemos relacionarnos mucho, vamos a clases diferentes y eso dificulta las cosas, pero solemos encontrarnos en los recesos y el horario de almuerzo, donde casi siempre tengo que verlo atragantarse, porque habría que ver como come de forma voraz, mientras yo me ahogo con mordiscos pequeños y él me da palmaditas en la espalda entre risas.

Los celulares o cualquier otro medio de tecnología están prohibidos en la escuela, aun cuando estás en los dormitorios, pero de alguna manera una noche él se apareció con dos celulares de tapa, nada muy sofisticados, pero que servían para enviarnos correos y mensajes, o quizás llamadas si se diera la emergencia.

No hice preguntas de más, simplemente lo acepté y después de ese día el enviarnos correos durante el tiempo en que estábamos en la seguridad de las habitaciones se había vuelto una costumbre constante, a tal punto de pasar horas intercambiando correos cada menos de cinco minutos y noches en las que el alba nos alcanzaba y pasábamos el día como zombies en la escuela.

El primer fin de semana en que tuve que regresar a casa, el miedo recorría cada fibra de mi cuerpo, le tuve que decir que no podía escribirle porque si mi padre se enteraba que tenía un celular, más aun, que me escribía con un chico, probablemente me mataría a golpes, esta vez de literalmente. Martín entendió, me dio una sonrisa suave de apoyo y yo me fui más tranquilo a casa.

Tal cual había pensado, mi estadía había sido una pesadilla y cuando el lunes volví a la escuela, prácticamente sentía paz de poder estar lejos de casa. No conté con que Martín se hubiese colado en mi habitación y que cuando yo entré me estuviera esperando, una botella de alguna bebida alcohólica no identificada en la mano y una sonrisa ligera, sin preguntas de más ni comentarios indeseados.

Eso se volvió un ritual entre nosotros, yo iba un fin de semana cada mes a la casa, regresaba deprimido y destrozado mentalmente y él me esperaba en el cuarto, con una bebida indefinida y su silencio cómodo. Bebíamos juntos hasta que yo me quedaba dormido sobre su hombro, envolviendo su cuerpo entre mis brazos, aferrándome a él y luego, a la mañana siguiente, él ya no estaba cuando yo despertaba para retomar las clases.

Así, poco a poco, con detalles de chistes y comentarios sin sentido en correos, saludos lejanos y horarios de comida apurados donde había que comer rápidamente y él siempre se burlaba de mi lentitud, silencios y bebidas alcohólicas en mis regresos, su risa que me hacía sonreír y su apoyo que me hacía no sentir solo, Martín se había colado en mi vida como cuando bailas en una fiesta.

Empiezas lento, porque estás rodeado de desconocidos, no hay suficiente alcohol, tu autoestima es baja y todos tus amigos son excelentes bailarines, pero la noche avanza, la bebida empieza a quemar tu sistema, los extraños ahora son tus compañeros, bailando, gritando y sonriendo a tu lado.

De repente, como de golpe, todas tus inseguridades desaparecen y te ves reventando la pista de baile sin preocupaciones, dejándote llevar por el ritmo acelerado de una música que ni siquiera te gusta, pero que para esa noche parece muy apropiada.

Así describiría yo mi relación con Martín, como algo natural que fue evolucionando lentamente, pero que se fue al traste cuando este viernes él se me confesó, aludiendo estar enamorado de mí.

Estábamos sentados en la azotea, un nuevo sitio que Martín descubrió para escabullirse y pasar tiempo antes de tener que salir por el fin de semana, él fumaba como siempre y yo me limitaba a mirar a la distancia.

— Me gustas mucho— soltó repentinamente, haciéndome mirarlo con sorpresa y viendo su mirada sonriente, que se marcaba con un halo de tristeza que yo nunca había podido identificar a qué se debía. En ese momento acaba de descubrirlo.

No sé cuántas veces repitió que no me estaba exigiendo nada, ni siquiera una respuesta, simplemente no había podido contenerlo cuando se me había quedado viendo y había detallado en mí esa melancolía que tenía siempre que debía de regresar a casa.

En su momento yo no lo comprendí, nunca me han gustado los hombres independientemente de mis actitudes femeninas que tanto disgustan a mi padre, pero ahora, bajando del tren en una estación en la que nunca he estado y que identifico solo porque hace seis meses Martín me escribió su dirección por si ocurría alguna emergencia, puedo decir que sí comprendo.

Mis pies se mueven lentamente para sacarme de la estación, intentando ubicarme sobre qué calle tomar ahora, pero no tardo mucho en identificar un cartel con el nombre de la calle Cristo y una flecha que indica el sentido del tránsito.

Camino más rápido mientras voy siguiendo la calle, muy atento a los números de las casas, porque no quiero pasarme la casa, pero la ansiedad se va apoderando de mi mente y puedo sentir mis músculos quejarse por el esfuerzo, mis pulmones arder cuando respiro y el sudor correr por mi piel, estoy corriendo.

Lo recuerdo, cada pequeño detalle de todo lo que ha pasado, lo recuerdo demasiado bien como para solo quedarme en silencio y con miedo, me niego a seguir de esta manera.

Mis ojos divisan el número 337 y me detengo jadeante, observando la casa con una pequeña entrada con plantas cuidadas, por lo que Martín me dijo, no tenían perro, así que no lo pienso mucho antes de abrir la puerta de la cerca y pasar, llegando hasta la puerta de la casa y tocando el timbre dos veces seguidas.

Cuando los ojos cafés de Martín me encuentran parado delante de su casa, muestran la sorpresa sin contención, dejando ver que definitivamente no se esperaba tenerme delante sino hasta el lunes en la tarde. Da un paso fuera de la casa, llevando solo unos shorts deportivos hasta por la rodilla y una camiseta delgada, porque él jamás tiene frío según me ha dicho y yo le creo, nunca le he visto usar abrigo.

Me paro ansioso, elevándome un poco en mis pies y volviendo a mi sitio, mirándolo fijamente y sintiendo como mis pulsaciones se reflejan hasta en mis oídos mientras él busca qué decir.

— Hola— es cuando habla que noto que hace mucho me quité los cascos y su voz suena insegura, como si pensara que cualquier cosa que dijera podría romperme. Nunca lo he visto así, siempre ríe y se muestra con una confianza digna de envidiar, es la primera vez que veo que puede volverse vulnerable.

Probablemente piense que algo malo ha sucedido, ya que yo aseguré solo venir si ocurría alguna emergencia, veo la preocupación en su rostro y es como si eso esclareciera todo para mí.

Cierro el paso que nos separa, alzándome en puntas de pie y pasando mis manos hacia la parte posterior de su cuello, haciéndolo descender hasta que nuestros labios impactan.
Es un toque suave, algo torpe incluso, pero nuestros labios se mueven intentando adquirir algún tipo de ritmo, dejándonos sentir el calor y la suavidad del contrario.

Finalmente algo despierta en él, sus brazos pasan hasta mi espalda y me presionan más contra su cuerpo, profundizando el beso, haciendo que su lengua y la mía se conozcan, moviéndose juntas de forma armónica mientras nuestros labios siguen un movimiento suave que me hace sentir indudablemente intoxicado. Nos separamos solo lo suficiente para que mi frente se apoye en su pecho y la de él en mi cabeza, buscando normalizar nuestras respiraciones.

— Me gustas— murmuro contra su pecho y percibo como asiente sin decir nada, no hay más nada que decir.

Cuando regreso a mi casa horas después, con el cielo oscurecido por la noche, luego de una charla de horas donde le conté lo que había sucedido hoy y hablamos de nuestras inseguridades, de cómo nos habíamos sentido durante todo el año y de todas las cosas que pensábamos uno del otro, determinando nuestra relación en un noviazgo a escondidas en favor de evitarme desastres en casa, mi padre y madre están sentados en la sala observando un programa de televisión insufrible.

— Llegas tarde— comenta mi padre.

— Pasé a casa de un compañero de clases a buscar unos temas de la escuela— respondo vagamente, mi padre gruñe una afirmación sin mirarme, nadie pregunta si ya comí porque eso no importa, de todas formas Martín me hizo comer antes de irme de su casa— Am, mañana vendrá ese compañero, necesitamos hacer esa tarea para poderla entregar el martes y tomará tiempo— eso parece captar la atención de mi madre, que se gira a mirarme recelosa.

— ¿De dónde dices que conoces al chico?— pregunta, esperando ver algo en mi respuesta.

— Es solo mi amigo del colegio— aseguro y la veo meditar unos segundos antes de asentir con la cabeza.

No me despido, solo asiento yo también y me retiro, subiendo las escaleras hacia mi cuarto, dejándome caer en la cama con un suspiro profundo mientras medito mi respuesta. No, Martín no es solo mi amigo del colegio, pero por ahora así es mejor y más seguro.

El cansancio empieza a vencerme suavemente, haciéndome quedar inconsciente sin poder retenerlo, con el único pensamiento de que Martín es mi novio, que podré tomarle de la mano, besarle, amarle y nadie podrá decir nada al respecto, algún día.

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Holaaaa, me alegra volver a actualizar esta historia. Gracias a Alicia por enviarme historias de mi secreto a pedido y tenerme paciencia.

¿Qué les ha parecido el cap? Espero que les haya gustado, 🥰😘

Más tarde tengo intenciones de subir otra de las peticiones de Alicia, así que estén atentos. Besitos.

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