No recuerdo nada. No del todo. 

Es como un sueño. Es en realidad un sueño de verdad. Lo puedo saber, sentir, al pellizcarme con fuerza y dejar poco más que una marca rojiza sin señal de dolor.

 Puedo sentirme temblar, aunque no hace frío. Tal vez tengo miedo, no encuentro razón inmediata para tenerlo. 

Mi mirada se desvía de inmediato hacía la cabaña que tengo detrás, poco más que piedra, ladrillos, un poco de paja haciendo un techo gastado y roto. No existe mucha luz en el crepúsculo del fin del día, pero lo que hay me basta para poder ver el desgaste de la casa a lo largo del tiempo. 

Escucho gente dentro de ahí; a pesar que no entiendo su idioma, puedo entender la situación. Se escuchan preocupados, aterrorizados. 

No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo. Los arboles rodeándome como una bandada de buitres a un cadáver, la sombra terminando por lamer todo a su paso conforme el sol se extingue en el horizonte. 

Mi piel entonces se pone de gallina cuando un desgarrador alarido alcanza a ser escuchado por mi oido, un grito de horror que se me pega como algo chicloso y me hace empezar a llorar.

Supongo eso, pues siento las mejillas húmedas al contacto de finas gotas saladas resbalando por mi rostro hasta gotear desde mi barbilla. Agua delicada que refleja el resplandor de una nueva luz. 

No es la luna. No son las estrellas. No, es un cohete color rosado metálico, que va dejando humo detrás como si se tratara de un cometa estelar. 

Cosa que no podría estar más alejada de la realidad.

Intento hablar, pero me estoy ahogando con las lagrimas en la garganta, manantiales brotan de mis ojos a tal punto que no puedo ver nada sin necesidad qué esté borroso. 

Los arboles se vuelven manchas verdes oscuras, y los gritos de la cabaña se suman al mío, al del mundo llorando por el fuego artificial cayendo del cielo, en dirección a la tierra. 

Aprieto mi mano. No puedo tener miedo. No debo tener miedo. Soy una hermana, una hija. Debo ser fuerte. 

Pero estoy sola, no como en la cabaña donde deben de estar en familia. No hay nadie que me pueda ver, nadie que pueda siquiera recordar mi nombre. 

¿Cómo me llamo? 

Ni siquiera yo lo recuerdo. 

Sus ojos se posan en la estrella fugaz, descendiente como un ángel caído. Otro llanto brota de mí, otro intento desesperado de miedo y pavor que busca trasmitir mi pesar a quien pudiera escuchar.

No importa de todos modos. Estaremos muertos para cuando alguien pueda escuchar mi voz.

Lloro, pero ni siquiera mis lagrimas son tan rápidas. Porque el verano empieza durando la noche invernal, amaneciendo por ultima vez antes de limpiar todo con una ola de fuego.

Y de repente, ya no sé si en realidad estoy soñando.