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Polaris

Extragenial.

Aquello con lo que se había entretenido era, a priori y desde un punto de vista epistemológico, la causa de que se despertara tarde; es decir, un libro. El reloj sonó a las seis a. m. Mosqueado, lo apagó y se levantó a regañadientes.

Martes. Pero ¿saben qué más rima con «martes»? ¡Marte!, el planeta en el cual vivía; una simple pero muy lujosa colonia marciana situada en la región noroeste de un hemisferio del planeta Marte. Su abuela era la única de su familia que estuvo en la Tierra. En ese entonces era una bebé; minutos después de su nacimiento, se fue con sus padres en la primera nave que se dirigía hacia el planeta rojo, y se asentó en la primera colonia marciana.

Polaris era un zorro ártico, bípedo, muy cool. Le gustaba la cocina, y leer. Estaba leyendo La tienda de antigüedades de Charles Dickens; pero no tenía mucho tiempo para leer debido a las clases y las actividades extralaborales.

Por desayuno tuvo unas bayas goji, un poco de pescado y un té verde. Se puso un jean azul, una remera verde junto con unas zapatillas rojas y se fue a clases. Transcurrió con usual lentitud hasta la una p. m., horario en que se marchó a su departamento, uno blanco, hexagonal con ventanas muy limpias de antiséptico esplendor.

Hoy tenía artes marciales. Era en un dojo, ahí a cinco cuadras de donde vivía. Las artes marciales eran una de las cuantas actividades de esa zona que le encantaba. A la tarde se fue a merendar a Applebee, un bar-restaurante de comida naturista, en donde servían comida bien rica y variada.

El día hubiera sido uno de muchos si no hubiera sucedido un acontecimiento que que marcaría un ayer en los fastos de sus relaciones interpersonales. Y lo vio. Se vislumbró una cara –seráfica, sin lugar a dudas– de todo un tenorio: sus ojos astutos de contradictoria inocencia, sus mejillas delgadas, su boca sonriente con aquellos labios tan dulces como la miel... y en ese momento se calentó el ambiente, su corazón latió desbocado en su frenesí al contemplar, ¡ay!, ese paquete de ocho cuadrados, esa tableta de chocolate que –cubierta de ese pelaje tan característico de todos los furros– se pudo discernir cuando en un fugaz momento usó su remera para limpiar el sudor que corría por su rostro.

Buscaba asiento. Polaris, boquiabierto, salió de su pasmo y le ofreció uno de la mesa en que estaba sentado. Y, en esa ocasión mágica, cruzaron miradas. Un prurito le recorrió todo el pelaje del zorro ártico y desembocó en arrobamiento configurado en un rubor de mejillas.

–Hola, buenas tardes. ¿Me cederías el asiento? –le preguntó tímidamente.

Pero más tímido aún era Polaris, que un tartamudeo le dijo:

–S-Sí...

Entonces se conocieron. Y charlaron.

–¿Cómo te llamas? Yo me llamo Wander –se presentó.

–M-Me llamo Polaris, mucho gusto –respondió entrecortadamente.

Llegó el mesero. Wander se pidió una ensalada y Polaris un sándwich vegano con queso de almendras junto con un zumo de bayas goji. Se podían dar el lujo puesto que eran adinerados, como la mayor parte de la colonia marciana, la cual se regía por una plutocracia.

Pronto no tardaron en romper el hielo, aquel en que tanto se acobijaba Polaris, quien se bañaba con agua gélida y encendía el aire acondicionado a su máxima potencia. Se pasaron sus números telefónicos y comenzaron a encontrarse con asiduidad. De recién conocidos pasaron a amigos, luego a superamigos y finalmente a novios. Se daban besitos caninos, dormían en la misma cama y se mezclaban la ropa. Nunca más imperaría aquella soledad latente, nunca más se acostarían solos, y nunca más, como tanto decía aquel cuervo de Edgar Allan Poe, volverían a ser los mismos.

Supercasual.

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