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El viejo y las monedas


Entre el aroma viejo de los pergaminos y el resplandor de las monedas de oro sobre su escritorio, el viejo contador llenaba su mente de grandes ilusiones. Por las mañanas, se imaginaba caminando entre barriles colmados de pescados dorados y sus bolsillos abultados de joyas y monedas. Por las tardes, fantaseaba con sentir el calor de entre los brazos de una hermosa dama. Y por las noches, en cambio, cuando su jefe se llevaba las monedas de oro, suplicaba por la evaporación de aquellos deseos, pues no sería capaz de soportar la frustración de no poder llegar a ellos.

Una mañana, igual a todas las demás, un minúsculo pero culminante suceso se presentó ante él. Del bolsillo descocido de su jefe, dos monedas de oro se escaparon de él, rodando hacia los pies de aquel hombre agobiado por sus deseos. La ansiedad ante el brillo de estas monedas vibró por todo su cuerpo y una suave electricidad en su nuca lo impulsó a moverse. Él las tomó y las escondió en uno de sus puños agrietados.

Todo siguió su rumbo. Su jefe marchó hacia su acaudalada guarida sin notar su pequeña perdida. El anciano prosiguió con sus tareas. Las monedas sonaban en su mente pero se acobijaban en su bolsillo. Cuanto más pasaba el tiempo, más sus ojos se llenaban de brillo y sus labios se agrietaban ante la fulminante ansiedad que secaba su boca.

La noche se pintó en las ventanas del hogar de aquel anciano. Las monedas descansaban en sus palmas, admiradas por sus ojos soñadores. Todos sus anhelos se trazaron al mismo tiempo en su mente. Sus pensamientos estaban ahogados en la ferviente pasión que el color de las monedas le implantó. Segado de ilusión, solo quería ver todo aquello que lo rodeaba del mismo color de la oportunidad que se presentó ante él. Tomó aquellos perfectos círculos dorados entre sus delgados dedos. Recostó su débil cuerpo en las viejas sábanas que solo contenían rastros de viejas frustraciones y colocó las monedas en sus ojos. Inhaló con todas sus fuerzas el aire cargado de viejos pesares y sueños quebrantados. Cargó sus pulmones con todo aquello que le había quitado el sueño durante tantos años y proyectó en su mente cada uno de sus deseos, desde los más grandes hasta los más pequeños. Desde los sueños más significativos, hasta los más vacios y superficiales rondaron por su mente.

Fue entonces, cuando las ventanas chillaron ante la brisa helada que irrumpió en la habitación. El suelo de roble crujió al mismo tiempo que los parpados, bajo las monedas, temblaron por un instante. Sus labios se tornaron morados ante el frío que bailoteaba entre las sábanas y por los bellos de su cuerpo. Su cuerpo se elevó hacia la desconocida oscuridad que pasaba entre sus dedos como arena, incapaz de controlar. En la distancia, las campanas tañeron y las monedas sobre los ojos del anciano se desvanecieron. Sus pupilas, desnudas de ilusión se encontraron con una dama, blanca como la caliza, flotando en oscuros mantos. Su cuerpo se entregó hacia ella, convirtiéndose en polvo. Las nuevas campanadas devolvieron a la dama a la profundidad de la noche y, a aquel viejo contador, la libertad de su alma.

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