EL CORAZÓN DE APOPHIS
Ciclos impensables de dedicación a los pasados menesteres de la Pre-Forja, tanto en lo material como en lo metafísico, le confirieron a Zamiel cierto dominio y consciencia en el reino de los sueños. La onironáutica no se consideraba una disciplina catalogada en el sumario de oficios de Gauteovan (y era probable que en ninguna otra arca), por lo que su práctica o era desconocida o tan solo indiferente. De cualquier modo, preocuparse por si era o no un arte degenerado dejó de parecerle una cuestión relevante.
Sin embargo, pese a la competencia de Zamiel en las faenas oníricas, la presente experiencia le impelía a ceder cualquier control y abandonarse al tirón invisible que, tras aquellos pórticos ciclópeos, le era lanzado desde un averno de estruendos e incandescencias.
Todo instinto de autopreservación fue ignorado, sus latidos arreciaban. El demonio de la curiosidad guio sus pasos por las escalinatas hacia aquella luz. A pesar del dominio que solía poseer sobre sus propias sensaciones en el reino de lo inmaterial, al punto de evadir el dolor o la fatiga, las oleadas de calor provenientes del portal superaban sus capacidades. Tanto era así, que le embargaba la duda de si tal era o no un sueño.
El llamado era fatal, como si pasillos invisibles se le cerraran por los lados. No existía más trayecto que hacia adelante. La quemazón se tornaba insufrible con cada paso, el progresivo estentóreo de engranes y motores laceraba sus oídos a medida que las distancias se acortaban. Sus ojos, tan habituados al negro vacío del espacio y a las luces urbanas del arca, se esforzaban en demasía para tolerar la luz candente del lugar. Cuando los minutos pasaron, notó que había cruzado las puertas y se encontraba inmóvil ante un paisaje que le parecía familiar sin serlo.
Una vez que sus ojos, oídos y piel se habituaron por fuerza de su voluntad a los tormentos del sitio, un complejo de maquinaria que abarcaba hasta donde la vista lo permitía se le presentó a Zamiel. Un pandemónium de engranes, válvulas transmisiones, cableados e infraestructura en constante movimiento, operatividad y reorganización danzaban en la más colosal simetría. No obstante, no dejaba de ser un espectáculo aberrante para las nobles mentes de los kish promedio. La atroz concordia del complejo venía acompañada por el hecho de que todos los elementos de tan organizado caos, suponiendo que fuesen metálicos, se encontraban al rojo vivo. Un infierno mecánico y cambiante, cual criatura viviente de los viejos días de la Pre-Forja, bramaba dando indicios de un notable brío. Un hipnótico brío.
«Esto no es como la maquinaria del Gauteovan», pensó para sí. Y no había cómo culpar tal pensamiento, siendo que ninguna obra de ingeniería, ni de los Forjadores ni de los kish, hubiese podido igualar la atrocidad de tales entrañas.
—Fascinante, ¿verdad? —Una voz metálica cortó la estupefacción.
—¿Quién es usted? —Vociferó Zamiel tras el susto de la extraña figura. Tomó su distancia como pudo, aunque las mismas paredes invisibles de alguna voluntad ajena le impedían volver a la puerta.
—Eso lo sabes. Todas aquellas horas dedicadas a mi nombre tienen siempre su efecto.
Aquel ser ocultaba su identidad bajo manto y capucha. ¡No! No la ocultaba. Era obvio, para cualquiera que revisase los códices del vicario, que semejante cosa no podía ser otra que la que ocupaba sus páginas. Era obvio tras recordar sus lecturas previas de hacía algunas horas. Algo de su rostro y sus manos se vislumbraba y podía decirse que su piel no se diferenciaba del metal.
—Apophis— pronunció Zamiel. Había una falsa tranquilidad y poca saliva en sus palabras.
El ser, ya con su nombre en claro, dirigió su mirada al ardiente complejo. Este empezó a reorganizarse una vez más, ahora para cambiar su caos de estrépito por una cadencia más usual. De pronto, el ruido de la maquinaria se acompasaba, cual latido de un corazón. Un titánico corazón. El de Zamiel, que latía con la misma celeridad de hace unos momentos, poco a poco acompañaba el lento, pero masivo, latir de la máquina.
La certeza de aquel hecho llevó su mente por derroteros que ninguno de sus congéneres hubiera ambicionado pensar. Semejante máquina debía impulsar un vehículo que tampoco lograría dimensionar. ¿Qué propósitos cumpliría una bestia como aquella? ¿Qué impulsos vitales llevaron a la creación de tal abominación? No lo sabría entonces.
—Este es el motor de la nave, ¿cierto?
—Es el corazón de la nave, mi corazón —Apophis le dirigió una brillante mirada desde la negrura de su manto.
—El Corazón de Apophis... —Zamiel veía dificultades en unir ciertas ideas—. ¿Cómo es que...?
El palpitar del complejo empezó a acelerarse. Los motores y engranes marcaban una cadencia tal que los ruidos se hacían uno, constante, enloquecedor. Sus oídos una vez más cedían ante el dolor. El calor del lugar se arremolinaba y se hacía visible como una vorágine de fuego, mientras la incandescencia de la maquinaria cegaba por completo los ojos. Un verdadero averno rodeó a Zamiel, que empezaba a clamar por el dolor y la confusión. ¿En verdad era un sueño todo aquello? ¿Por qué el dolor era tan real? ¿Era seguro morir en el reino de lo inmaterial?
No había voluntad que doblegase las sensaciones, por muy abstractas que fueran, del dolor y agonía que embargaban su cuerpo y mente.
Podía sentir el crepitar de su piel, alguna vez esmeraldina, convirtiéndose en brasas. El aire cáustico quemaba su garganta y pulmones. El humor de sus ojos hirviendo. La celeridad de los motores debía de estar generando una radiación tal que aceleraba la destructividad del torbellino de fuego. Poco a poco los huesos del cuerpo asomaban su blancura, luego negrura, hasta alcanzar una incandescencia similar a la de la fragua. Ya no había forma de gritar el dolor. No había una garganta, no había órganos que permitiesen expresar la agonía. Ya no había dolor, más que el de la conmoción.
Zamiel podía, ya sin ojos, aun contemplar con su mirada de onironauta cómo se desmoronaba entre el flujo piroclástico. Podía contemplar cómo su anfitrión permanecía ignífugo en el mismo lugar, impasible. De pronto, como si de un bálsamo tratase de procurar, pronunció sus palabras.
—Si lo deseas en verdad, puede ser tuyo.
Zamiel se despertó en su despacho, con un baño de sudor y vapores emanando de su cuerpo. El volumen del códice se encontraba en frente, abierto en un capítulo dedicado a su etéreo anfitrión. Un corolario remataba los textos:
Apophis, guardián de la nave.
Apophis, timonel de la nave.
Apophis, la nave.
—Meszder Zamiel, ¿se encuentra bien? —Un asistente hizo acto de presencia.
—Mataría por un tinaco de agua justo en este momento —atinó a decir.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro