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El suspiro del llanto encomiable

Cada vez que lloraba sucedía una desgracia. Y la culpable de cada llanto era una desgracia.

Ya no le tenía miedo a la osucuridad. Podía deambular por habitaciones en penumbra tal y como si fuera parte de ella.

Eran aquellas desdichadas situaciones a las que tenía miedo. A que su miedo se convirtiera en más miedo. A que las lágrimas se convirtieran en sufrimiento, y el sufrimiento en más lágrimas.

Había llorado tanto que su rostro permanecía con una brillantez acristalada. El chico que estaba en frente, temblando, casi podía reflejar su cara en la de ella.

No volverían a cruzar las miradas nunca más, porque ambos sabían la solución a todo aquello.

Una densa nube de polvo ahogaba sus gargantas, les hacía toser. El joven sentía arena, astillas y pequeños trozos de cerámica clavándose en sus rodillas. La chica, sentada en una silla de madera, escudriñanaba con sus ojos un poco más allá de la coronilla del chico, apoyado en sus piernas.

Su pelo marrón casi parecía fusionarse con la sucia y agrietada pared del fondo, que una vez fue de un cemento blanco. La habitación en la que se encontraban era una casa en ruinas. Muebles rotos, engullidos por capas de cemento molido del techo, totalmente partido. Vasijas rotas, sillas de madera con el esparto colgando, deshilados. Ventanas supervivientes a las gigantescas aberturas que vigilaban, como ojos de mirada impasible, un desdichado accidente más.

Uno de los últimos.

El chico se levantó en cuanto sus tímpanos reaccionaron al más mínimo gimoteo de la joven castaña, absorta en una locura indomable y serena, derrotada. Ni si quiera pareció importarle su estado, ni hablarla. Sus pies hecharon a correr torpemente entre la podredumbre del lugar.

Se tropezó varias veces en el camino. Pero sus piernas parecían responder a una respiración acelerada, a una urgencia y desesperación al borde del ataque al corazón.

Abrió ventanas, puertas, pasó por boquetes mil veces más grandes que él. Le conducía a otras habitaciones, algunas más pequeñas, otras con muebles diferentes, con más ventanas y puertas. Muchas estaban en la más absoluta oscuridad, otras tenían aberturas que daban al exterior azulado.

Las habitaciones repletas de escombros, la atmósfera enmarronecida de las paredes mugrientas y la irrespirable bomba de partículas arenosas en el aire se acabaron. En su lugar, impactando con el interior, un cielo completamente azul abarcaba el exterior, tras uno de los boquetes.

No había nada más que un azul infinito en todas direcciones.

Miró hacia abajo. Una sensación de vértigo le consumió por dentro. Notó sus dedos aferrándose con angustia en la seca y cochambrosa pared. Noto que una corriente de aire arenosa que venía del interior le animaba a saltar al vacío.

No tenía nada que perder.

El vértigo le duplicaba las imágenes que veía, le retorcía la realidad.

Pero no había nada que ver.

El vértigo le atizaba el estómago con náuseas.

Pero, en realidad, no era por ningún motivo.

Entonces, ¿por qué no saltaba? ¿Por qué no saltaba sin pensar, como en el momento en el que huyó de ella?

Saltó.

Sin embargo, ya era demasiado tarde. Había cometido una equivocación. Había pensado en hacerlo.

Pero ella no iba a consentir llorar por otra desgracia. Especialmente la de él.

Gotas saladas resbalaron por su enrojecido lagrimal. Las lágrimas llegaron al final de su recorrido como el mundo que conocían.

Y entonces lloró por su propio lloro.









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