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El suspiro de las reliquias del sótano

La sensación de compañía le abrigaba entre carcajadas. Los nervios sacudían los ojos de sus cuencas, cansadas, percibiendo la luz nocturna y pálida de las farolas en una carretera ancha, mojada por la lluvia.

La espera había merecido la pena.

Cada bocanda de aire que inhalaba le repercutía en su ánimo. Más nervios. Más risas. Esa sensación de aventura, de dejar atrás el confort detrás de él, a cada paso. De dejar la calle que pisaba en ese momento para cruzar la carretera y llegar al descampado que estaba al otro lado.

El ambiente fresco y húmedo transformaba el ambiente en un conjunto de ideas nostálgicas que recordaría en el futuro, cuando finalmente todo lo dejase atrás.

Miraba hacia sus lados, cada vez andando más despacio, mientras seguía riendo, sintiendo que un frío le recorría el cuerpo y se mezclaba con el burbujear de sus entrañas ante un nuevo desafío. Decenas de personas difrazadas de magos, con ropas medievales y ostentosas, con colores sacados de un circo, cruzaban la gran carretera riendo como lo hacía él, conversando animadamente.

Toda esa gente cruzaba la carretera hacia el descampado, con los mismos nervios y con las mismas ganas que tenía él de hacerlo.

Y en cuanto pisó ese descampado, todo desapareció.

Ese sentimiento de ganas, de nervios, de nostalgia, desapareció. El frío desapareció, la luz de las farolas que alumbraba el cielo oscuro también lo hizo. El viento silbar. Todo.

La estrechez se adueñó de él. Sentía un agobio profundo, mientras cuidaba de que sus zapatos no pisasen algo a su alrededor. La respiración se le entrecortaba, mientras observaba su nueva realidad en torno a él. Paredes de yeso ocre que sujetaban candelabros de muy tenue luz amarillente que atentaban con aplastarle por delante y por detrás. Suelo de arena de playa dorada, y un pasillo que llevaba a una sala algo más grande.

Avanzó por él, y se encontró un habitáculo igual de pequeño, estrecho y no muy alto.

Y, sin embargo, estaba lleno de vida.

Lleno de vendedores con estantes. Un mercadillo.

Vendedores ancianos en su mayoría, jóvenes en una pequeña parte. Niños que vendían trenes de juguete esculpidos en granito. Peonzas de rubí. Cometas de madera oscura y refinada. Al fondo, en la pared, habían colgado cuadros con dragones de esa misma madera que se movían por todo el mercadillo con unos engranajes invisibles tras ellos.

En el suelo, algunos soldaditos de una materia grisácea meneaban los brazos, mientras que, de vez en cuando, los trenes de granito pasaban por las vías que había allí. Era muy difícil avanzar sin que sus pies, en ese momento mágicamente descalzos, chocasen con alguno de esos simpáticos juguetes, como el tablero de parchís o de ajedrez que jugaba solo, contra él mismo.

Y un silencio sepulcral. Tan solo se oían, a duras penas, los granos de arena derrumbarse en pelotón hacia un lado con cada pisada, resplandecientes con la poca luz fantasmagórica y añeja que transmitían los candelabros, llameando.

Los visitantes observaban y probaban con gran expactación y grandes sonrisas los artilugios que allí se vendían, inconcebibles para muchos de ellos.

Los ancianos vendían cosas diferentes de los más jóvenes: relojes de lava, amuletos y runas de piedra, de todas las texturas y colores posibles; pequeñas fuentes de agua oscura, libros con inscripciones de un lenguaje por descubrir...

En una sola habitación tan pequeña, tan vacía de voces humanas, era realmente impresionante el poder que tenían los sonidos de los mecanismos, las luces, las formas de cada uno de los objetos manufacturados e importados que allí se comerciaban.

Siguiendo el camino de aquel pequeñísimo mercadillo de familias, comerciantes y piezas artesanales, se encontró con otro pasillo incluso más estrecho que el anterior, aquella vez con estanterías y miles de libros a sus lados.

Y finalmente se adentró en ese laberinto infinito de bibliotecas estrecho, agobiante y arenoso, dispuesto a reencontrarse con la gente que le había acompañado en su llegada.

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