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El suspiro de la dama volcánica

Ella le buscaba como el calor de un volcán en erupción.

Quería quemar su piel bronceada en la suya, parda como las rocas de su isla. Sentía que sus ojos verdes bebían de los de él, se alimentaban de sus sonrisas, de sus movimientos. Notaba como su pelo castaño con mechas doradas la imploraba enseñarle una vida de mitad caribe, mitad desierto.

Desierto en el aire que respiraba, en el rugoso tacto del basalto, en cada mota de lava fría compacta, en el suelo donde pisaba. Las mañanas y tardes nubladas, la humedad en el ambiente de los cientos de pisos de alquiler cerca de la costa. El verano convertido en una vida, en trescientos sesenta y cinco días, en el graznido de las gaviotas con el olor a sal.

Sal día y noche, cocinada en el fuego de su isla. En sus imponentes montañas café del horizonte. Creciendo entre acentos y palabras algo lejanas del castellano, inhalando y exhalando sal, calor, colores cobrizos, paraíso.

El archipiélago había pulido las formas de su cuerpo, sus perfecciones e imperfecciones. Su risueña forma de hablar, su sonrisa, su fogosa timidez. El rubor más enfurecido que aquella isla pudiera dar. Y la mostraba en la capital de su país tal y como si siguiera en su hogar.

Y si la ciudad y la noche, la estepa, o la nieve, la acorralaban, solo hacía falta mirarla para que el humo de su calidez te transportara a la arenisca negra de la playa, a las olas engullendo la costa, al olor del marisco, al agua de aquella tierra virgen.

Cuando él la miraba, ni si quiera sus ojos parecían mostrar algo más que afecto personal.

Pero la realidad era que ella pertenecía a otro planeta.

Un mundo cotidiano alejado de su propia cotidianidad. Roca fundida en su piel, marcada con los lunares de un nacimiento en el trópico; sangre hirviendo como lava, transportando oxígeno de palmeras. Ojos barnizados con la esmeralda del anochecer.

Era mágica y extraña. Familiar, compatriota. Pero también extranjera, lejana. Y sin embargo, cercana en cada momento de su vida.

Quizás no supo ver la magia de su singularidad, de lo exótico de sus palabras, de su risa, de su belleza, o de sus ganas de evadir a un ciudadano de su ciudad, embelesándolo con su vida veraniega.

Pero todo ello se perdió. Aquella chica nunca más quiso mostrar esa calina ardiente que salía de su cuerpo, ese castaño de su piel, de su pelo. Quiso eliminar toda connotación con su procedencia, quiso quitarse ese hedor salado, húmedo, farragoso.

Se mimetizó con su entorno, dolida.

Creció. Intentó sobrevivir como otra persona más en la gran ciudad, frustrada en el intento de transmitir lo que era su esencia.

Y a dia de hoy, aunque sepa la respuesta, él se sigue preguntando si fue culpa suya.

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