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El susurro de la Virgen

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Cuando la humanidad apenas comenzaba a existir tal como ustedes la conocen ahora, yo vivía entre los cielos; mi casa era radiante y rebosaba de esplendor y gracia. Hoy solo quedan tres de aquellas magníficas torres, pero cuando yo era el príncipe de las criaturas aladas a las que ustedes llaman ángeles, mis dominios eran el lugar más perfecto y hermoso de Continente. Sé que es raro pavonearme frente a su majestad, hoy apenas soy una sombra de lo que alguna vez fui, solo soy un sirviente de ustedes, cuyas vidas son como el aleteo de una mariposa. Os advierto mi señor, esta historia no será de su agrado, los dioses tienen raras formas de enseñarnos humildad.

*El demonio le hablaba en serio, no le podía mentir, su maldición le obligaba a decirle la verdad a su señor.*

Lucyan nació ángel, el más ágil y el más hermoso entre los suyos; nunca nadie en Continente se le podría comparar en divinidad y belleza, y él lo sabía. Era el menor de sus hermanos, pero el favorito de su padre. Creía que todo se lo merecía, pero nunca imaginó que una mortal cambiaría su destino con un susurro.
Vivía en la torre más alta de la Ciudad Plateada, unas agujas construidas sobre magia antigua que rozaban el cielo con sus afiladas puntas. Estaban situadas en medio del Valle de Dios, en nuestros tiempos lo llamábamos simplemente el valle. Lleno estaba durante todas las estaciones de florecillas blancas y animalillos que se alimentaban de su néctar. El clima siempre era soleado y fresco; y el agua que salía en cascada de la Torre de Sanación corría formando arroyos cristalinos que arrastraban ese líquido puro y frío. Un verdadero paraíso de absoluta paz que nunca cambiaba.

*El señor notaba algo en las palabras del sirviente, algo que no pensó vería en él.*

Lucyan acostumbraba a volar solo. Nadie era digno de su compañía, y aunque los aduladores a menudo lo rodeaban, no tenía amigos. A él no le interesaba, disfrutaba la paz que le brindaba la soledad. Se adentraba cada vez más lejos en aquellos paisajes naturales, explorando y sintiéndose orgulloso de presenciarlos.
Uno de esos días de expedición llegó a una montaña que coronaba un bosque claro arrullado por un río. Le recordó los arroyos de su ciudad, solo que este era más grande y con aguas a veces tormentosas, a veces mansas. Aterrizó sobre una roca en las lindes del río. Aquel lugar le pareció extrañamente acogedor y cerró sus ojos de cielo para sentir. Escuchó el rumor del agua al pasar, el viento al rozar las hojas, un pajarillo trinar en los árboles y los pasos de un jabalí que rebuscaba en el bosque, y entre aquellos sonidos percibió un murmullo suave y melancólico. Lucyan, como hipnotizado, alzó nuevamente el vuelo y siguió aquella melodía. Y allí estaba ella, cantando, desnuda en la orilla con su rizo cabello rojo húmedo y pegado a su hermoso cuerpo blanco. ¿Qué era ese ser? Se parecía mucho a él, pero no tenía alas y no existía un ángel con cabellos y ojos como las llamas. Lucyan nunca había visto una mujer. En la Ciudad Plateada todos eran varones, nacían de una pluma caída de su padre cada mil años en la Torre del Renacimiento. Se quedó parado, observando aquella criatura tan parecida y diferente a él.

"La canción cesó y la chica de cabellos rojos habló:"

― ¿Quién anda ahí?

*El demonio usaba los versos de una antigua canción de amor que era la favorita de los jóvenes amantes de Leirolan.*

"Él no se pudo resistir y su curiosidad imperante le hizo decir:"

―Me presento ante ti, yo soy Lucyan, líder de los ángeles y príncipe de la Ciudad Plateada. Ahora dime: ¿qué eres tú?

La chica no perdió la calma ni se cubrió; lentamente y con paso firme se acercó a un montículo de ropa, se agachó y sin dejar de mirarlo, sacó una extraña herramienta de metal, larga, afilada y puntiaguda. Esa fue la primera espada que vio el ángel en su vida, una espada que atraparía su alma para siempre. La mujer se paró en guardia y apuntó hacia él, su cuerpo tenía unas curvas y una suavidad que lo excitaban. Lucyan no podía apartar la vista, esa mirada ardiente lo hacía encenderse, como si fuera una chispa en el campo yermo que vivía en su pecho, una pequeña chispa que convertía ese pecho seco en un incendio. En sus 227 años de vida no había visto unos ojos tan intensos. Ella lo hacía sentir ¿nervioso?

― ¿Qué eres? ―decidió insistir él.

―Yo cuido este bosque y soy la hija del jefe de la aldea ―respondió ella con cautela.

―Nunca he visto un hombre como tú, tus gentes a veces pasan por mi ciudad plateada y en mis viajes he divisado algunos; sin embargo, no suelo acercarme al hombre, no despiertan mi interés, pero tú eres diferente.

―Sí, pertenezco al reino de los hombres, pero no soy un hombre, soy una mujer ―respondió la chica.

Ella seguía apuntándole con la espada en posición defensiva, entonces Lucyan como hoja que mueve el viento se acercó volando hasta quedar muy cerca de ella, quien no supo que hacer; tampoco había visto un serafín antes, no salían de sus torres altísimas. Aprovechando su falta de reacción él la besó en los labios mientras su cuerpo se sostenía en el aire. El rozar de sus bocas hizo que la chica soltara la espada. El ángel se separó, ahora los ojos rojos demostraban asombro y confusión, él también se sintió abrumado y sin decir nada más, alzó el vuelo y volvió a su ciudad plateada.
Qué eran los humanos y lo que hacían le importaba poco a Lucyan, él solo quería saber de su chica guerrera. La noche le pareció extrañamente larga, la nostálgica voz resonaba como eco en su cabeza. Aquella imagen de mujer estaba grabada en sus pupilas, pero lo peor era lo que ese beso le había hecho sentir, su corazón se aceleraba solo al recordarlo. Tenía que verla otra vez, quería sentir lo mismo una vez más.

"Al día siguiente volvió y en el mismo río a la misma dama encontró."

― ¿Cómo te llamas? dijo sin reparos.

―Sabía que volverías ―respondió la chica, esta vez sin sorprenderse―. Eres demasiado atrevido, ¿no te parece?

―No.

Ella rio divertida ante su insolencia y su falta de educación.

― ¿Todos los ángeles son tan altaneros? ―inquirió la muchacha arqueando una ceja.

―No paras de hacer preguntas y no acabas de responder la mía ―repicó el ángel.

― ¿Y tan impacientes? ―siguió cuestionando ella.

―Digamos que no soy como los demás. ¿Te satisface mi respuesta? ―respondió al fin.

―Bell, mi nombre es Belltaine.

Desde ese momento los encuentros en el río eran diarios. Hablaba con su chica de fuego y ella lo esperaba siempre, no importaba que clima o calamidad hubiera; incluso cuando el padre de ella murió fue el único que la vio llorar durante toda la noche. En esa ocasión, en la que se quedaron a dormir juntos en el bosque por vez primera, Lucyan conoció mejor el cuerpo de una mujer. Descubrió que los mortales disfrutaban de pasiones compartidas causantes de un placer adictivo que estaba más allá de lo que cualquier ángel imaginaría jamás.
Lucyan no parecía el de siempre, trataba con cordialidad a los demás, se mostraba distraído y sus salidas duraban más de lo común. Ahora no se aventuraba solo en el mundo. Lado a lado viajaron los dos amantes por todo Continente. Eran el uno para el otro, tan intrépidos y rebeldes como testarudos, peleaban y bromeaban, solo ella se merecía su compañía, solo él la entendía a ella, solo uno despertaba la ternura en el otro.
Una tarde en la que el crepúsculo pintaba con sus colores las nubes del poniente y los soles amenazaban por desaparecer tras el horizonte, su refugio en el bosque fue testigo una vez más de su pasión. Lucyan acostado en el lecho de hojas parecía ansioso y desesperado, había comenzado a ver despertar su gracia y no conseguía resistir más el cansancio. Como lo dicta la ley sagrada, los ángeles no pueden contar de su estado a nadie que no supiera lo que estaba pasando.

― ¿Te sucede algo Lucy? ―preguntó Bell.

Lucyan trató con todo su ser de explicarle que no podría asistir a sus encuentros durante un tiempo, pero una fuerza mucho mayor se lo impidió.

Muy pocos tenían la capacidad de observar cuando un ángel entraba en la fase de eclipse, el antiguo padre era uno de ellos y a su hijo había aconsejado antes de partir hacia el encuentro de su amada esa mañana:

―Hijo, se acerca tu coronación. Deberás dormir hasta que tu verdadero poder despierte. Cuando vuelvas de tu sueño tendrás la fuerza suficiente para convertirte algún día en nuestro líder. Posees un gran poder pero aun eres joven, te falta temple.

―Necesito más tiempo padre, hay alguien que me espera ―había respondido el joven ángel.

―Oh querido, siento que no puedas controlar eso. Solo el oculto decide cuando eso sucede. Despídete hoy, mañana no podrás.

Mi señor sabe que a veces despreciamos las palabras sabias de los más veteranos, gran error. Allí estaba el estúpido de Lucyan, creyéndose capaz de mover lo inamovible.

―Siempre he querido preguntarte una cosa ―dijo ella rompiendo el silencio una vez más― ¿Por qué me besaste aquella vez?

―El beso de un ángel es una promesa eterna, eso dicen los textos divinos.

― ¿Cuál promesa? ―quiso saber ella.

―Que te amaré para siempre ―le dijo mirándola a los ojos mientras la tomaba por la barbilla―. El "para siempre" de mi raza va mucho más allá de la distancia o el tiempo, más allá de los cambios de un cuerpo, más allá incluso de mi propio ser. Te amo por siempre y para siempre porque tú formas parte de mí, aunque me dejes de ver o de buscar, mi espíritu siempre me guiará hacia a ti.

Ella no pudo contenerse y de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas. Él, sin previo aviso la besó otra vez y pudo sentir en ese beso que ella estaba enamorada. Bell lo abrazó; sentía un palpitar nervioso en su interior, pegó sus labios rojos al oído de Lucy, respiró una vez y le susurró casi de manera inaudible:

―Lucyan, te amo. Nunca dejaré de buscarte.

Puede morir el resto de la humanidad y los ángeles junto con ellos si la tengo a ella. Inevitable casi como que corre sangre por mis venas, no puedo dejar de amarla, dejar de existir sería más fácil. Pensaba Lucyan mientras la miraba.

―No... no soy buena con las palabras, me dices cosas tan hermosas siempre y yo solo puedo decir: te amo ―agregó Bell llorando.

―Eres una tonta. Ese susurro imperceptible dicho solo para mí que ni los Dioses pueden oír, me llena más que un falso discurso de palabras preciosas recitadas a viva voz.

Una lágrima brotó de su rostro angelical y le juró a Bell que volvería al día siguiente, la besó en la frente arrugada y atravesó el firmamento rumbo a su Torre Solitaria.

Lucyan no acudió ese día, ni ese año, ni el siguiente, ni el siguiente. Muchas lunas tuvieron que pasar para que despertara... demasiadas.

*El demonio había dicho esa última palabra con profundo pesar, con una voz rota extrañamente triste.*

Un eclipsado en su fase final no tenía el aspecto hermoso y puro que suelen poseer los ángeles. Eran aterradores con sus alas membranosas, sus colmillos y sus garras mortíferas. Los eclipsados no salían de la torre de sueño hasta que supieran controlar sus dos formas y sus poderes, pero Lucyan no podía aguardar más. La desesperanza y los sentimientos abrumadores no le permitían pensar con claridad. Había evocado aquel juramento susurrado en el bosque esa tarde de ocaso repetidamente en sus sueños desde el día mismo en que lo habían hecho. En cuanto abrió los ojos salió disparado hacia la aldea humana. Se encontraba ansioso, ella debía estar molesta, no le importaba si lo odiaba siempre que pudiera sentir de nuevo su espíritu de fuego. Si fuera otra se asustaría de su aspecto oscuro, pero ella no, ella lo reconocería y seguramente lo golpearía por hacerla esperar.

Al fin llegó al pueblo, curioso lugar, no recordaba que había un sitio tan grande en los riscos ¿Cuántos humanos vivían allí? Eso no era relevante. Descendió hasta la fuente y algunos pobladores salieron huyendo, no le parecía que poseyeran el poder abrumador que desprendía Bell, eran más... simples. Un chillido como el rugir de un águila inundó el cielo, y un grifón blanco aterrizó justo en frente, de su lomo saltó un humano vestido de metal bruñido y hacia él apuntó una espada familiar. Lucyan no era conocido por su paciencia y aquella imagen lo encolerizó.

― ¿De dónde sacaste esa espada impío mortal? Solo una persona es capaz de hacer eso y conservar su cabeza sobre sus hombros, maldito inferior.

Lucyan saltó hacia el chico sin previo aviso dispuesto a destrozarlo, pero el grifo gigante se interpuso y le asestó un zarpazo a la cara que lo hizo sangrar.

― ¿Cómo te atreves bestia? ¡Defiendes a un mortal!

<<No es lo que crees Lucyan>>

― ¡Sal de mi cabeza! ―gritó Lucyan, y voló de forma agitada.

Lucyan comenzó a aumentar de tamaño y sus brazos y piernas tenían músculos descomunales que lo destruían todo; se volvió enorme, sus ojos se tornaron negros y amarillos como las llamas del tártaro. Pisó animales, pateó casuchas, aplastó a los campesinos como las hormigas que eran. Su ira crecía junto con su poder. ¿Cómo ella le había hecho eso? Le había dicho que lo amaba, que lo esperaría, que nunca pararía de buscarlo. Ella nunca le daría su espada a nadie, ¿porque la tenía ese chico? Lucyan no había creído en ningún ser divino, mortal o dios, jamás había esperado nada de nadie, y cuando pensó que en el miserable mundo había alguien único e inigualable, resultaba que era igual al resto. No podía perdonarlo, no podía creerlo. Los odiaba a todos, odiaba a Bell por traicionarlo, odiaba a su padre por no entenderlo, odiaba su naturaleza inservible que lo obligaba a hibernar, odiaba al oculto por no ayudarlo y por sobre todo, se odiaba a él mismo por no estar ahí para ella.

Las paredes de los edificios volaban ante los golpes enfurecidos de aquella bestia enorme. Los cadáveres y los restos de animales comenzaban a adornar la plaza como flores muertas y macabras. La furia que salía de las entrañas del demonio provocaba mares de destrucción. En medio de aquella escabechina se oyeron más chillidos, varios grifos intentaron atacar la piel de diamante del monstruo, pero la bestia los lanzó como un niño cruel que tira a sus juguetes. Los ángeles también llegaron, y aterrados ante semejante espectáculo ayudaron a los pobladores a huir de las fauces de la muerte. Su padre le gritaba a Lucyan pero él ya no estaba, su mente sólo tenía espacio para la destrucción y el odio, lo apartó de un manotazo cuando trataba de acercarse. Lucyan, el ángel más divino, el más hermoso, era incontrolable e incomparable en su poder, mayor que el del resto de los ángeles juntos, aquel pueblo estaba condenado.

<< Lucyan, sé que estás ahí, te siento sufriendo, el dolor que causas a los otros es igual al que sientes, pero debes escuchar, por favor. >>

― ¡No! ―rugió el titán y se giró hacia dónde provenía la voz de su cabeza.

A sus espaldas se encontraba el grifo que le había hecho sangrar, y otra vez estaba el humano montado en su lomo con la espada en la mano. Lanzó un golpe con rabia hacia el animal que lo esquivó grácilmente. La espada, la dichosa espada pudo cortar la piel del demonio que rugió de dolor. Soltó una llamarada hacia el jinete, pero otra maniobra hizo que lo esquivara. Una nueva estocada lanzaron pero esta vez el monstruo pudo esquivarlo y con una mano golpeó a ambos. Jinete y montura por los suelos rodaron, el grifo blanco calló lejos y su ala izquierda se lastimó. El demonio enfurecido corrió hasta el chico que yacía en el piso de rodillas, sin casco y buscando el arma. Cuando la bestia estuvo a punto de atraparlo con sus manos enormes y ásperas el chico encontró la espada, la apuntó hacia él y lo miró a los ojos.
El muchacho no reflejaba miedo, si Lucyan no hubiera parado hubiera muerto, pero aun así allí estaba desafiante, mirando la muerte a la cara con unos profundos ojos rojos. El recuerdo de esa mirada fue suficiente para hacer reaccionar al demonio. De su cuerpo salió luz, una luz que hacía daño al mirarla. Su forma diabólica cedió hasta que Lucyan fue Lucyan otra vez. Por un instante le pareció ver a Bell esperándolo en el bosque claro, lo esperó aunque la desesperanza la atacara, lo esperó aún envejecida, lo esperó hasta que una mañana de tormenta su fuego se apagó, y aún después de muerta lo esperó. Sus restos descansaban en el lugar donde se habían conocido, porque más allá de la eternidad y aún después de la muerte, volverían a encontrarse.

<<Las cosas más valiosas de la vida suelen ser las más delicadas>>

Ese chico de 15 años parado frente a él, era su nieto, el nieto de Bell, y sostenía la espada tan fuerte que parecería que la iba a romper.

―Gracias por mostrarme la verdad ―le dijo Lucyan al grifo y dirigiéndose al muchacho declaró―. No puedo matarte, ella vive en ti, tienes su fuego, ella es parte de ti.

―Hijo mío, mi favorito, el más hermoso, el menor, quien sería el más poderoso de nosotros ―dijo el emperador divino―. Me has defraudado. Después de esto el oculto le permitirá a los ángeles vivir en la misma tierra que los humanos, pero lamento aún más que tú no podrás vivir con nosotros nunca más.

El viejo rey, entre lágrimas, le arrancó las alas a su hijo, se transformó en piedra y continuó llorando hasta hoy.

Lucyan se convirtió en una sombra y no encontró otra forma de aliviar su carga que uniéndose a la espada de Bell y jurando lealtad eterna a su progenie.

Si usted, mi señor, hubiese estado en mi lugar habría hecho lo mismo, lo sé. Usted sabe la desesperanza que corre por el cuerpo cuando no puedes ver a esa persona especial, los celos y la impaciencia no son aliados de la razón. Esa espada suya es la expiación de mis pecados, y es tan grande mi maldición que la cumpliré hasta el final de los tiempos.

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