El Hijo del Capitán Trueno
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Como quien despierta una estrella la magia había despertado en el corazón de Pit hacía ya unos meses. Era un chico apuesto y esbelto, de piel quemada por el sol de la costa. Tenía un rostro atractivo, pero vestía tan extravagante; con sombreros alones de copas puntiagudas, capas y togas oscuras; que provocaba las miradas de la gente. Usaba al menos un anillo por dedo. De su oreja derecha colgaba una argolla dorada y en la izquierda un arete de lapislázuli, que le había regalado la rubia sirena de dos trenzas. Siempre fue un niño sin ventajas físicas, y esto era para su padre; el respetable y famoso Capitán Trueno; una gran decepción.
Pit amaba el Océano y la música. Tal vez por eso sus únicos amigos eran sirenas, ballenas o peces; a quienes les cantaba desde el faro de su ciudad una melodía dulce y melancólica:
En el océano me pierdo,
veo el océano y no sé,
tan increíblemente grande y tan inmenso,
tan respetable, que no navegaré,
no navegaré…
La magia era otro de sus secretos. Si su padre se enterara de su don lo odiaría aún más, pues creía que esos “trucos baratos” eran inservibles. La culpa la tenían los brujos ambulantes y las hechiceras pueblerinas que estafaban a las gentes; también los magos mercenarios que servían a los despiadados señores de la guerra. En esas épocas turbulentas, no existían escuelas de hechicería en Continente. Pasarían años antes de que Pit se convirtiera en maestro de maestros.
Las sirenas habían quedado encantadas con la noticia acerca de sus nuevas habilidades, y le enseñaron a controlarlas. El joven tenía un talento nato y pronto dominó las artes oceánicas y acústicas.
Cuando Pit cumplió 16 años, su padre, cansado de las habladurías, le obligó a jurar que embarcarían juntos en su próxima aventura. El chico estaba triste. Como de costumbre se sentó a tocar la flauta en los arrecifes, mientras la luna azul se reflejaba en el líquido elemental. Guiado por la canción, un pececillo verde se asomó y le preguntó:
― ¿Qué te pasa?
El muchacho dejó de cantar para responderle:
―Mi padre no me entiende, cree que odio el mar.
―Pero a ti te encanta el océano ―intervino el pez.
―Quiere que sea como él ―dijo el joven.
El pececito observó:
―Aquí abajo somos todos diferentes. Nuestros colores, formas y tamaños varían infinitamente. Nunca encontrarás dos atunes iguales. Cada cual es distinto a su manera única y especial. Tú eres un humano como ninguno, no conozco otro que pueda entendernos. Eso me hace muy feliz. Mi cabeza de pescado no comprende esos conflictos.
Pit sonrió, aquel pequeño con su simpleza le había alegrado la noche. Enfrentaría a su padre y se negaría a embarcar. Mientras el muchacho reflexionaba el pez saltó agitadamente advirtiendo:
― ¡Pit, es horrible! ¡Se acerca un tsunami! ¡Debes avisarle a los tuyos! ¡Nada! Digo ¡Corre!
Pit salió a toda prisa. Su hogar, sus padres, todo sería destruido.
Cuando llegó, el pueblo dormía apacible y los primeros rayos del amanecer empezaban a divisarse a lo lejos. Desesperado comenzó a gritar:
― ¡Huyan a las montañas!
Las personas despertaban asustadas al escuchar aquello. Al pasar frente a su casa su padre lo escuchó, y se apresuró a vestirse para perseguirlo. Pit llegó al puerto. Sabía que no le creerían, siempre lo habían tildado de loco. Sin pensarlo se montó en la Tormenta, el barco de su padre, y navegó hacia el desastre. Desde la orilla los chismosos lo vieron alejarse. Cuando Pit estaba a punto de perderse de vista en el horizonte la marea comenzó a bajar drásticamente. Los viejos del lugar reconocieron el presagio y advirtieron lo que eso significaba: tsunami. Las personas entraron en pánico y muchos comenzaron a huir desesperadamente a las zonas más altas. El pueblo estaba condenado. Algunos ni siquiera se movieron, sabían que era un esfuerzo vano, entre ellos estaba, el Capitán Trueno.
Pit solo y asustado, respiró profundo, alzó sus manos y recitó el hechizo aprendido. No sabía si era capaz de aplacar la ira del mar, pero lo intentaría.
En medio del caos una rubia sirena se asomó y le advirtió:
― Pit no te detengas. ¡Navega lejos!
― No puedo ―respondió―. ¿Para qué sirven estos poderes sino son para proteger a quienes amo?
El legendario ser se perdió de nuevo en el azul profundo. Pit continuó con su encantamiento. Casi al instante sus amigas se asomaron y la dorada hija del mar habló una vez más:
―Continúa desde el centro, nosotras te ayudaremos.
Las sirenas se posicionaron en línea recta, paralelas a la playa y frente a la nave. Todas cantaron al unísono el mismo verso que entonaba el chico parado en la punta de la embarcación. Una gigantesca ola se levantó amenazante. Las voces se hicieron escuchar tan alto, que el rumor llegaba a oídos de los espectadores del embarcadero. El maremoto arremetió contra el muro mágico que habían creado, estallando y salpicando por doquier. El agua empujó el barco hacia atrás y un oleaje poco agresivo llegó a la orilla.
En el muelle los ciudadanos vitoreaban a su héroe. Cuando Pit bajó del buque su familia lo envolvió en un abrazo. Marinos y pescadores le agradecían. El Capitán Trueno lloraba. Se sentía tan mal por haber creído que su hijo era un cobarde. Pit se alarmó al verlo tan cogestionado pero entonces su padre habló:
―No sé si algún día puedas perdonarme. Te he juzgado injustamente. Creía que lo hacía por tu bien, creía que eras débil y por eso te trataba de esa manera. Estoy muy orgulloso de ti hijo mío. Eres un valiente.
Pit estrechó al tozudo marino entre sus brazos. Las discusiones, el odio y el rencor habían desaparecido ante el peligro de perder lo que más amaba, su padre.
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