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Trágico silencio

Las cajas de cartón se encontraban diseminadas en el amplio salón. Objetos y amargos recuerdos encerrados, que viajarían a otro hogar.

Después de 90 días desde su huída fortuita de su casa, Rebecca Dawson comenzaba con la mudanza. Un escalofrío recorría su piel, mientras depositaba los libros de la estantería a las cajas. Desde que entró en la casa una sensación de angustia se apoderó de ella.

Había reunido el valor necesario para ir sola a su antigua casa. Su hermana le había propuesto echarla una mano y que no pasará sola por ese calvario. Rebecca se había negado con lágrimas en los ojos; un dramático recuerdo invadía todo su ser a tener que regresar a su antigua casa.

Terminó por guardar el último libro, cuando el reloj de la pared anunciaba con su Ding, Dong, las 20:00 p.m. El sol empezaba a ocultarse en ese frío día de marzo. El dolor de cabeza iba en aumento a medida que se acercaba la noche. Se frotó con las yemas de la mano las sienes intentando detener el dolor.

El salón quedó desierto de objetos; un mueble, dos estanterías y un sofá eran testigos del desangelado panorama. Antiguamente era el santuario de felicidad y alegrías de su familia.

Se tumbó en el sofá, cerró los ojos intentando mitigar esas dolorosas migrañas. Cómo la alarma diaria que nos despierta del sueño, sus jaquecas aparecían con la llegada de la noche. El dolor era cada vez más intenso. La fatiga y el cansancio invadían cada rincón de su cuerpo, cansada de tantas horas de esfuerzo: coger jarrón, guardar jarrón, coger álbum de fotos y guardarlo, así con todos los objetos de la casa, durante más de cuatro horas.

Los párpados bajaban lentamente, entrecerrando sus ojos. El tiempo es caprichoso y cruel jugando con nosotros. Cuanto más deseamos no recordar un suceso amargo, más tiempo ese suceso forma parte de nosotros. Sus párpados ocultaron sus marrones ojos y una ciénaga pantanosa de recuerdos no olvidados, usurpó su tranquilidad.

Desde la ventana del salón, Rebecca y Casey veían caer los primeros copos de nieve del invierno. Mientras su adorable hijo de doce meses golpeaba contra la mullida alfombra a su osito de peluche, al que estaba desmembrando sus miembros con cada sacudida. Dejaron de mirar por la ventana, en el instante que el pequeño Sammy arrancaba el brazo del pobre osito.

—Has visto que hijito más fuerte que tenemos —dijo Casey, dejando escapar una sonrisa.

—Como siga con este ritmo destrozando los juguetes, nos va a arruinar —dijo Rebecca, con la mirada perdida.

Casey bostezó llevando su mano derecha a la boca.

—Me voy a duchar a ver si me despejó antes de la cena —dijo Casey, abriendo de nuevo la boca.

Rebecca se llevó la mano a la cabeza y la masajeó con insistencia, intentando aliviar el dolor.

—¿Y porque no mejor te bañas y te llevas a Sammy contigo? —suplicó a su marido—. Así, puedo echarme un rato en el sofá.

—¡Buena idea!, tienes mala cara —afirmó Casey, dando un beso en la mejilla de su mujer—. Voy a preparar la bañera.

Cogió en brazos a su hijo y fue directo al servicio. Rebecca apagó la televisión y la luz del salón, y se echó en el sofá.

Después de diez minutos buscando el dichoso patito de goma; la bañera terminó de llenarse. Casey levantó del suelo a Sammy y se metieron en la rebosante bañera. Su mujer roncaba en el salón; un merecido descanso tras un día agotador.

Casey frotaba con la esponja la espalda de su hijo, mientras él jugaba con el patito. El vapor empañaba los cristales de la bañera y el espejo. Un efecto calmante y de relajación, irrumpió sigilosamente en el baño. Terminó de enjuagar la cabeza de Sammy, utilizando su mano izquierda en forma de visera para que no le entrará agua en los ojos. Recostó su cabeza en la bañera, y poco a poco se dejó llevar por un relajante sueño.

La luna llena se alzaba imperiosa iluminando las nevadas calles. Rebecca abrió los ojos sintiéndose mejor, a la vez que el reloj daba las 20:00 p.m. Extrañada del silencio, encendió las luces del salón y fue a buscar a sus chicos. Un perturbador silencio sembraba cada espacio de la casa. Pasó por el estrecho pasillo que separaba el salón de las habitaciones; sintiendo un escalofrío recorrer su piel. Una sensación inquietante cobró vida en su cuerpo, cuando giró el pomo de la puerta del baño. La calma que emanaba del baño, fue quebrada por un pavoroso alarido.

Casey despertó de su trance golpeándose la cabeza con la bañera, y vio a su mujer cómo sacaba el cuerpo mojado e inanimado de su hijo.

Rebecca despertó del reparador sueño, notándose más aliviada.

Se marchó de la casa dejando atrás un trágico silencio imposible de olvidar.

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