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Sin recuerdos (Parte IV)


En ese instante de asombro y sorpresa fue como si el tiempo se hubiera ralentizado. Sus cuerpos a unos pocos centímetros el uno del otro mantuvieron la mirada fija.

El tic-tac del reloj de madera del salón marcó las doce y media. Un rayo de sol entraba por los ventanales, mostrando en el mueble de la televisión una fina capa de polvo.

Apenas transcurridos unos segundos de oír los gritos, sus corazones volvían a su ritmo habitual. La resaca de Newman había sido sepultada, y Rebeca había olvidado su enfado. La vida seguía su curso, y las nimiedades quedaban olvidadas ante sucesos mayores.

—¿Lo has oído? —preguntó inquieta Rebeca—. Creo que los gritos vienen del garaje.

Durante esos eternos segundos para la pareja, dejaron de oír los gritos y los golpes.

—Siiií... perdona, pero...¿qué ocurre? —respondió nervioso.

—Creo que deberíamos bajar a echar un vistazo —dijo Rebeca en un tono sosegado, mostrándose más tranquila a cada momento que pasaba. Atrás dejó el nerviosismo del inicio, dando paso a una persona segura de sí misma.

—Mejor sería llamar a la policía —replicó Newman, mostrando en su rostro un fino sudor frío. Su mente imaginaba a un enorme oso plantado en medio del garaje dando zarpazos. Pero acaso un oso emitiría gritos parecidos a una persona.

Rebeca lanzó una carcajada y rompió a reír.

—Siempre con tus ocurrencias tan graciosas —dijo sin parar de reír—. Bueno, basta de tonterías y bajemos a ver quien hay.

Parecía que la borrachera de la noche anterior había dejado alguna laguna mental en la memoria de su marido. Al instante de la frase de su mujer se dió cuenta de su desafortunado comentario.

—¡Vamos! Pero antes...cojamos algún arma del cuarto. No es inteligente que nos confiemos —comentó rápido, dirigiéndose hacia el cuarto de juegos, como ellos lo denominaban.

—Tienes razón; aunque seguramente sea un indigente que se coló ayer anoche cuando abriste la puerta del garaje, y ha pasado durmiendo todo este tiempo —expuso siguiendo a su marido al cuarto.

Caminaron rápidamente hasta el final del pasillo. Ahí, en la última puerta se encontraba su "Cuarto de Juegos"; un lugar donde podían experimentar el límite.

Después de dos meses sin entrar entre esas cuatro paredes, Newman abrió la puerta y encendió la luz. Una luz cegadora inundó la habitación. Ajustó la intensidad de la luz, y el foco circular del techo iluminó el peculiar cuarto. Un cuarto que se parecía a una sala de operaciones: en el centro una amplia camilla, a su lado una bandeja con material quirúrgico y unas blancas estanterías con una gran variedad de herramientas completaban su cuarto de juegos. Newman fue a la última de las estanterías situada más a la derecha y cogió dos Beretta M 92 con silenciador. Miró que ambas estuviesen cargadas, cogió una y la otra se la dió a su mujer.

A medida que se aproximaban a la puerta que bajaba al garaje, el nerviosismo era evidente en los dos rostros. El frió sudor de Newman se convertía en gotas por su cara y empapaba parte de su camiseta. En Rebeca su aparente intranquilidad era más motivo de impaciencia, estaba deseosa de llegar allí.

Una de las razones por las que compraron ese chalet, era que estaban aislados. Sin vecinos. No importaba el ruido que hiciera, nadie la oiría.

Aún así, Newman abrió con sigilo la puerta, (había visto muchas veces en películas como los detectives o la policía utilizaban esa manera de entrar). Accionó el interruptor de la luz y ambos apuntaron con sus armas al centro del garaje. Sus miradas recorrieron cada espacio sin encontrar a nadie.

Lily dejó de gritar y golpear el maletero en el instante que captó una delgada línea de luz que se filtraba a través de la oscuridad. Apenas unos segundos después, sus gritos y golpes resurgieron más fuertes.

Newman se sobresaltó aferrando con fuerza el arma, y Rebeca, más fría y contenida, mostraba una marcada sonrisa.

—Esta dentro del maletero —dijeron al unísono.

Fueron bajando los escalones lentamente, aunque no importaba el ruido que hiciesen. La persona estaba encerrada en el maletero.

—¿Tienes las llaves del coche? —preguntó Rebeca, sabiendo la posible respuesta.

Subió corriendo las escaleras, y en menos de un minuto estaba de regreso. Ahora, en lugar de tener sujeta una pistola con su mano derecha tintineaba unas llaves al aire.

—¡Socorrooó! —un alarido retumbó desde el interior del coche.

Ambos se miraron, y Rebeca mostró a la vez un rostro ruborizado y alegre. Definitivamente había enterrado su enfado hacia Newman.

—¡Muchas gracias! Pensaba que te habías olvidado de mí regalo —dijo mientras le cogía su mano y besaba su boca—. ¡Menuda sorpresa!

Newman intentaba recordar parte de esa noche al volante de regreso a su casa. <<Acaso inconscientemente había secuestrado a una joven, y encerrarla después en el maletero. Y sin taparla la boca con la cinta americana. Realmente tenía que ser todo un error>>, pensaba sin llegar a ninguna conclusión.

—De nada, cariño —mintió como el mejor político—. Nunca podría olvidarme de tu cumpleaños.

Rebeca miró a su marido.

—¡Listo!

—¡Sí!

—¡Abre!

A unos pocos metros, Rebeca apuntaba con la pistola.

Levantó hasta arriba la puerta y dentro yacía una chica. Su lado izquierdo estaba enmascarado con la sangre reseca, que durante la noche caía de la herida de la cabeza.

Pánico. Esa era la palabra que definía la cara de Lily, cuando miró con horror a esa pareja bajo la tenue luz.

Newman se abalanzó hacía ella, y con la culata del arma le asestó un fuerte golpe a su cabeza. Quedó inconsciente.

—Subámosla al "Cuarto de Juegos" y...que empiece la diversión —dijo felizmente Rebeca.

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