Pánico en el aula
El profesor de historia Adam Glover, explicaba a sus alumnos los acontecimientos que se desarrollaron cuando miles de soldados norteamericanos desembarcaron en Normandía en la II Guerra Mundial. Recalcaba una y otra vez, que gracias a esa victoria la balanza se inclinó hacia el lado de los aliados, y que mas tarde acabaría con el dominio de Alemania. Un orgullo patrio desprendía en su discurso recalcando los valores de esta nación. Un par de bostezos en la última fila afirmaron su opinión.
A esa penúltima hora de clase el sol se filtraba a través de las sucias ventanas, y después de escuchar la monótona y aburrida lección, algunos caían sumidos en unas continuas cabezadas. Encima de la pizarra un reloj en forma de esfera marcaba las 12.55, a tan solo cinco minutos de la última clase.
Uno de los alumnos sentados al final del aula, escuchaba con atención la heroicidad de los soldados. Deseando que esa asignatura se prolongase una hora más.
Era el único.
A medida que se consumía los últimos minutos de clase, Sam Griffin, un joven tímido y delgado, sentía como sus latidos iban en aumento. Una sensación de angustia recorría su cuerpo. Por su cabeza pasaba el levantarse e irse cuando acabase la clase, pero esa posible llamada a sus padres de dirección, cortaba cualquier pensamiento de salir de allí. Odiaba la siguiente clase. Más que odiar...la temía.
El profesor cerró su libro de historia, lo guardó en su maletín negro de cuero, e hizo lo mismo con sus bolígrafos desperdigados sobre la mesa.
-Para el lunes quiero la lección aprendida, tenéis todo el fin de semana para estudiar. Después no quiero excusas -dijo enfilando los últimos metros que le restaba para salir del aula.
La puerta se cerró de golpe.
Un par de alumnos empezaron a despertarse del letargo, otros se levantaron a hablar con algún compañero de la serie del momento, y la mayoría sacaron el móvil y dieron rienda suelta a su adicción. A cada uno le gustaba pasar esos ratos de descanso entre clase y clase de la mejor forma posible. Otros en cambión disfrutaban con el daño ajeno. Infligir dolor era su lema.
En el fondo de la clase, en las últimas mesas, se encontraban los dos peores alumnos del aula, opositando para convertirse en la peor calaña del colegio. Dan Bowley, era un chico con sobrepeso, aunque eso sería quedarse corto, era una gran mole de grasa. Cuando llegaba tarde a clase, sus zancadas por los pasillos podían oírse desde dentro de la clase. Carecía de sentido del humor, apenas se reía, esa prominente mandíbula solo la movía para tragar como un hipopótamo. Por otro lado, estaba Rick Bannister, prefería que le llamasen por el apellido, de esa manera parecía que le otorgaba mas poder sobre los demás chicos. Era un autentico torturador, disfrazaba su maldad con una sonrisa perfeccionada durante horas frente al espejo. Bannister utilizaba su prodigioso cerebro para hacer el mal; no le proporcionaba ningún placer resolver un imposible problema de matemáticas, en cambio buscar nuevas formas de hacer daño y causar terror, daba sentido a su vida.
Una bola de papel pasó rozando la mejilla de Sam. Había comenzado su hora de pesadilla.
En ese momento, entraba por la puerta el profesor de matemáticas Eric Roberts, su mirada baja y ese paso perezoso, transmitía en él una evidente apatía. Atrás quedó esa devoción por enseñar e inculcar valores a sus alumnos. La clase seguía con el alboroto, haciendo caso omiso a su llegada. Llegó a su sitio, abrío el libro de matematicas por la lección que tocaba, y dejó el móvil encima de la mesa.
-¡Silencio! -gritó.
El ruido cesó. Los alumnos adoptaron una actitud de atención y respecto. Eric se puso las gafas.
-Abrir el libro por la página cincuenta y tres, y realizar todos los ejercicios para antes del final de clase -ordenó con un tono serio. Cogió el móvil, y comenzó a buscar "Universitarias ardientes", esa y otras paginas viendo a chicas con uniforme eran sus favoritas. Ahí acababa su labor de profesor.
Bannister lanzó una mirada a Dan. Habia llegado el momento de divertirse.
De nuevo la clase volvía a lo que estaban realizando minutos antes. Eric había ejercido de profesor mandándole las tareas y, poco o nada le importaba si terminaban los problemas, mientras le dejasen seguir observando esos cuerpos firmes y con ropa muy corta.
Sam sentía el corazón latir mas rápido, su boca seca y esa mano que no dejaba de temblar, presagiaba una hora larga y sufrida.
-¡Llegó la hora! -advirtió Bannister a Sam.
Sam rebuscó en su mochila, y sacó un estuche grande. Abrió su cremallera, y dejó caer su contenido. Con cada ruido que emitía los objetos al impactar en la mesa, a Sam le entraba unas ganas terrible de salir huyendo de allí. Colocó los utensilios a lo largo de la mesa, como un cirujano antes de operar. Miró a su amigo, esperando la orden.
Bannister señaló con la mirada el objeto mas próximo a la izquierda de Dan. Su sonrisa se ensanchó mostrando una perfecta dentadura. Un objeto largo de madera, que la mayoría de los estudiantes utilizaban para medir y hacer líneas rectas, otros en cambio preferían infligir dolor. Escribió una nota, y se la tiró a Dan.
El grandullón se levantó de su asiento lentamente, sujetando con fuerza la regla con su mano derecha, una sombra ocultó el sol de la mesa de Sam. El miedo paralizó cada músculo de su cuerpo, apenas podía respirar con normalidad. Estaba listo para absorber el golpe. Dan alzó sobre su cabeza la regla, y con toda su fuerza la descargó contra la cabeza de Sam. En el aula se escuchó un ruido sordo.
Silencio.
Todos los compañeros desviaron la cabeza en esa dirección, y vieron a Dan de pie con media regla en su mano. Algunos se rieron al ver llorar a Sam, y otros en cambio regresaron a lo que instantes antes estaban haciendo, sin importarles nada en absoluto. Se secó las lagrimas con la manga de su camiseta, y agachó la cabeza, imaginando por ese momento que podría ser una tortuga. El único que no se había enterado de nada, era el profesor, que había dejado de ver a colegialas, a mirar chicas enfundadas en cuero, y como buen profesor de matemáticas seguía "sumando" méritos para el título de profesor del año.
Sam levantó ligeramente la cabeza de la mesa, y miró como en el reloj del aula el tiempo no pasaba. "Aguanta media hora más y esta hora habrá pasado. Sólo son treinta minutos", se decía internamente.
Bannister saboreaba desde su sitio la escena, fotograma a fotograma. Prefería degustar la tortura como un caníbal disfruta de su plato del día de pierna o brazo. Ahora esperaría a que Sam se sintiera a salvo, y le propinaría la última sorpresa. Desde que vio una corrida de toros en la televisión con su padre, una lucecita se encendió en su cerebro.
La lucha interna que mantenía Sam, no dejaba lugar a otro pensamiento que no fuera salir de allí con el menor daño posible. Se acordaba de la primera vez que empezó estas humillaciones: primero unas bolas de papel golpeando su espalda, su nuca, luego una collejas cada día mas fuertes, zancadillas en los pasillos, hasta acorralarle en los servicios, y meterle papel higiénico meado en la boca. Deseaba poder regresar al pasado y haber tenido el valor de plantarles cara. Ahora era demasiado tarde. Su temor le impedía defenderse. Estaba completamente sumiso a sus torturas.
Mientras escribía una nota en un papel, Bannister imaginaba la escena. La cosa se estaba poniendo dura dentro de esos pantalones. Excitado, deseoso de ver su nueva tortura llevarla a la practica por su leal amigo, dobló el papel y lo tiró a su mesa.
Dan miró sorprendido a su amigo, moviendo su cabeza hacia los lados.
-¡Hazlo! -ordenó.
Agarró ese instrumento por el brazo articulado que no contenía la aguja y lo abrió unos 180°. Volvió a mirar a Bannister para que recapacitara, y su negativa fue inmediata. En pleno siglo XXI, y todavía no habían inventado otra herramienta para realizar circunferencias que no pareciese un instrumental quirúrgico.
Dan volvió a levantarse de su asiento, echó una ojeada a la clase para que nadie viese lo que estaba a punto de hacer, y otra vez con paso lento, y con mas dudas llegó a la espalda de Sam. Notó la llegada de su acosador, y se encogió más en su sitio. Aun así, la parte del cuerpo que recibiría el castigo estaba descubierta.
Descargó la afilada punta sobre su nuca, y un gritó resonó en todo el aula. Dan quedó sobrecogido por la reacción, dejando balancearse el compás dentro de la nunca como las sillas voladoras del parque de atracciones. El profesor se sobresaltó cuando estaba mirando a jovencitas con poca ropa.
-¡Dejar de gritar! -ordenó. Y regresó a su cometido.
En ese momento, la sirena del colegio emitió su particular sonido dando por finalizada la semana. Los alumnos recogieron sus libros, sus estuches, y salieron pitando de clase con las mochilas a la espalda. Todos, menos Dan que seguía de pie en la misma posición, Bannister que no paraba de reír a carcajadas, y Sam retorciéndose de dolor, humillado, y con un hilo de sangre deslizándose por su espalda.
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