El Autobús Nocturno
El viento arremetía con fuerza contra las ramas de los árboles. Aquel hombre de mirada vacía, inexpresiva y rostro afilado, se subió la cremallera de la gabardina negra. Deslizó su mano dentro del bolsillo del abrigo por una superficie fina y fría. A estas horas de la madrugada, el frío comenzaba a dejar una fina capa de hielo en las lunas de los automóviles. La mayoría de los jóvenes bajaban erráticos y desorientados por la calle. Directos a las paradas de los autobuses nocturnos. Si se midiera la felicidad por el alcohol en sangre, estaba claro que había sido una gran noche.
Los autobuses aguardaban su hora de salida. Un grupo de chicos se despedían en ese momento frente a un semáforo. Un bocinazo asustó a un joven, subiéndose rápidamente a la acera. Apartado de la gente, se encontraba aquel hombre apoyado contra un árbol. Se ajustó la bufanda negra que pendía como un puente colgante en su robusto cuello. El frío era más intenso a esas altas horas de la madrugada. Su mirada se concentró en un joven solitario sentado en el bordillo de la acera. El chico mantenía la cabeza entre sus rodillas. En ese instante, un líquido salió disparado de su boca. La sustancia viscosa que yacía a sus pies era de un color rojizo, unos trozos uniformes se sumergían entre aquella densidad. Un rastro de saliva recorrió su barbilla hasta caer en el asfalto. En ese momento, el N13 abrió sus puertas.
Acaso por la casualidad, el destino, o esa magia inexplicable por la que actuamos bajos los efectos del alcohol; el chico alzó la cabeza. A través de esos ojos achinados miraba a aquellos jóvenes con evidentes signos de embriaguez subirse al bus. Al intentar levantarse, su zapatilla se deslizó por la sustancia que yacía a sus pies, y a punto estuvo de caer. Logró mantener el equilibrio. Otra vez la magia etílica hacía de las suyas. Se subió al bus y detrás, aquel hombre de la gabardina negra.
Avanzó lentamente por el angosto pasillo, sujetándose a los asientos a cada paso. Se dejó caer en el antepenúltimo asiento, al fondo del bus. El hombre se sentó en el asiento contiguo. El autobús inició la marcha. Los pasajeros se clasificaban en dos grupos: aquellos jóvenes que rememoraban entre gritos y risas aquella noche, y los otros que dormían. El alcohol combatía mejor el insomnio que cualquier fármaco con melatonina que anunciaban en televisión. Y ni que decir de esas plantas medicinales a precio de menú gourmet que venden en los herbolarios. ¡Menuda estafa!
El chico miraba a través de las ventanas las aceras vacías, y los escasos coches que circulaban. La mayoría de ellos Uber y taxis. Intentaba mantenerse despierto. Sin embargo, el combate que mantenía contra Morfeo, estaba perdido antes del inicio. Y al cabo de unos minutos de una épica y corta batalla, se durmió. Una siniestra sonrisa se reflejó en los cristales desde el asiento trasero.
El hombre de la gabardina negra se quitó la bufanda del cuello, y la apoyó en sus rodillas. Se inclinó hacia adelante. Levemente con la mano izquierda sujetó la cabeza del chico, y con la mano libre agarró el bisturí. Con un movimiento rápido y sutil le seccionó la garganta. El chico se llevó las manos al cuello. Un grito quedó ahogado en su interior. El asesino le apartó las manos cubiertas de sangre, y le rodeó el cuello con su bufanda negra. Se levantó y se sentó junto a él. Miró aquel cuerpo exánime con satisfacción. La satisfacción de un trabajo bien hecho. Sin embargo, quedaba el último detalle. Sacó de sus vaqueros un móvil. Y ante la mirada de duermevela de una chica, se hizo un selfi. Una foto más para su colección. Un selfi de muerte.
Se levantó del asiento, y pulsó el botón rojo de parada. Salió del bus nocturno. El viento había dejado de arremeter, y al parecer hacía menos frío. En esos momentos de felicidad todo cuanto nos rodeaba tenía otra luz.
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