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El Árbol Rojo


Tom y Bill caminaban uno al lado del otro por aquel camino de tierra. El terreno estaba colmado de hojas secas que crujían a cada paso que daban el padre y el hijo. Los altos abetos situados a ambos lados del camino, protegían de ese caluroso día de julio. Llevaban pensando unos meses atrás en realizar aquella ruta. Sin embargo, por unas causas o por otras, fue imposible encontrar una fecha en la que ambos se pusieran de acuerdo. Y al final se decidieron por aquel sábado quince de julio.

Apenas unos días antes, Bill cumplió setenta y tres años. Toda una hazaña si terminaba aquella ruta de nivel medio de veinte y tres kilómetros; bajo ese sol abrasador. Cogió un pañuelo arrugado del bolsillo del pantalón de montaña, y se secó el sudor de la frente y la nuca.

-Hijo, menos mal que estos árboles hacen sombra -dijo Bill.

Tom frunció el ceño, y miró al frente.

-Sí. Aunque en menos de trescientos metros tenemos que abandonar este camino, e iniciar la ascensión -Tom miró a su padre, y pensó que no había sido una buena idea elegir ese día para la caminata.

Dejaron atrás el sendero.

Se detuvieron, y miraron aquella subida de terreno pedregoso que se alzaba ante ellos. El camino estaba cubierto de pequeñas piedras y arena, que convertía la cuesta en una zona resbaladiza.

-¿Estás listo papá?

Bill seguía observando aquella pendiente mientras se secaba el sudor de la frente con el pañuelo. Resopló; y dio un paso hacia delante.

A unos metros de llegar al final de la ascensión, Bill se paró en seco. Su corazón latía a un ritmo frenético. El calor era cada vez más intenso. Y allí parados la situación se agravaba.

Tom agarró a su padre del codo. Su preocupación era visible entre aquellas gotas de sudor que resbalaban de su cara.

-¿Estás bien papá? -al momento se dio cuenta de aquella absurda pregunta que había formulado-. Bebe un poco de agua.

Tom sacó la botella fría de la mochila, y se la puso a su padre en la mano. Bill dio un largo trago, y devolvió la botella a su hijo. Tom bebió un poco, y volvió a depositarla entre los bocadillos envueltos en papel de aluminio.

Bill tenía puesta la mirada hacia abajo. Intentaba realizar inhalaciones profundas, pero el aire no llegaba bien a sus pulmones.

-¡Malditos cigarrillos! Hijo prométeme que nunca vas a fumar -dijo con un hilo de voz.

Sin embargo, su padre no sabía que su hijo era un fumador empedernido, al igual que él. Pero mantenía en secreto su adicción a los cigarrillos para no hacer sentir mal a su padre.

-Claro que no papá. No te preocupes, nunca caeré en las garras de la nicotina -dijo con mayor seguridad que un curandero vendiendo un remedio natural para el cáncer.

Después de unos minutos de descanso, Bill recobró el aliento y retomaron la subida.

Llegaron arriba de la cuesta, y miraron con asombro un enorme árbol que se erguía en lo alto de un montículo. Aquel árbol lucía unas resplandecientes hojas rojas pendiendo de unas ramas retorcidas. Las raíces sobresalían por aquel terreno seco. El árbol estaba libre de pájaros, al igual que el cielo. El silencio era un protagonista más de aquel paisaje.

Bill miró a su hijo, y su rostro hasta ese momento fatigado y derrotado por el esfuerzo y el calor, se transformó en una sonrisa.

-¡Vamos! Tengo unas ganas de cobijarme de este calor tan agobiante -dijo a Tom, mientras comenzaba a andar más deprisa que minutos antes, en dirección al árbol.

Tom sintió un escalofrío recorrer su piel, observando aquel extraño y perturbador árbol frente a él. Siguió los pasos de su padre.

Llegaron a la sombra, a salvo de ese sofocante calor. Tom apoyó su mano en el tronco, y la deslizó de arriba a abajo, y de abajo a arriba. La corteza estaba perfectamente lisa, sin ninguna línea. Era como si el tiempo no pasara por él.

-Que árbol más extraño. Aquí en medio de este camino de tierra, y con unas hojas de un tono rojizo que no había visto en mi vida; colgadas de esas ramas con forma de...aaaggg!!! -gritó Bill.

En un instante, las ramas retorcidas agarraron a Bill y Tom, y sus cuerpos fueron alzados unos pocos metros del suelo. Lentamente, sus brazos, sus piernas...y cualquier parte de sus cuerpos, fueron descarnados, desmembrados y finalmente desangrados. La sangre, y unos trozos de su piel, fueron directamente a posarse sobre las raíces. Las hojas rojas florecieron con mayor resplandor.

Al final las vidas de Bill y Tom, habían servidos para dar más vida a aquel extraño y perturbador árbol.

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