Juramentado
El cabello largo parecía ser una tradición en la familia, pues tanto la cabellera de su padre, como su madre y el hijo mayor —que había conocido el mes anterior en el pabellón de entrenamiento—, era similar en longitud y compartían la gama del dorado.
Juntas habían bajado las escaleras para darle la bienvenida y la muchachita no se había apartado en ningún momento de las faldas de su madre, quien con la paciencia inagotable de cualquier progenitor, la había hecho retroceder un par de pasos, advirtiéndole que provocaría que tropezaran ambas.
Vaito la saludó con una ligera inclinación con la cabeza y el cabello se le fue al rostro. Cuando abrió los ojos y miró a la niña por entre los mechones, notó que ella tenía en la boca una mueca entreabierta y jalaba de la falda de su madre en un afán de obtener su atención para susurrarle alguna ocurrencia.
—Lamento haberle hecho esperar ―se excusó la reina, amablemente―. Me gustaría presentarle a mi hija. Entiendo que su majestad, mi esposo, y usted llegaron a un acuerdo bastante justo, por lo cual...
—Madre...
—... consideraba que podríamos empezar por...
—¡Madre...!
—Guarda silencio, niña, ¿en dónde están tus modales? —tercio una voz grave y severa.
Se trataba nada menos que del hermano mayor, heredero al trono, y quien se aproximaba a zancadas hasta ellos con una sonrisa radiante.
Su actitud del día en que le había conocido no había cambiado. Parecía que reclamaba el lugar con cada paso y que miraba a las personas a metros por debajo de su hombro inhiesto y protegido por la armadura real con el símbolo del sol.
—Un placer saludarle otra vez, joven Vaito. Veo que ya ha conocido a mi pequeña hermana. Pido a los dioses que te otorguen la virtud de la paciencia. La vas a necesitar. —Hizo un gesto dramático en dirección a la muchachita,
Cuando el hermano mayor se acercó a saludarla, la niña retrocedió un paso, escondiéndose de nuevo tras la falda de su madre, cosa que pareció irritarle a él.
La reina le sonrió a él, apenada por el comportamiento de sus dos hijos:
—Presumo que su majestad, el Rey Supremo, le habrá puesto al tanto de sus obligaciones, pero me gustaría invitarle personal y cordialmente a acompañarnos en la cena de esta noche, en honor al ascenso de mi querido hijo, en calidad de huésped. Después podremos conversar más a gusto y le enseñaremos tanto el castillo como sus habitaciones. Y desde luego, esperamos que mi hija empiece a familiarizarse desde ya con su presencia.
—Y quizá tenga usted a la vez una probada de lo que se le viene por delante —infirió el mayor—. Con tu permiso, madre. —Y se excusó para continuar su camino.
Vaito asintió nuevamente. La muchachita había cesado de jalar las faldas de su madre, pero reanudó su afán en cuanto el hermano mayor se despidió y desapareció en la cima de las escaleras.
—Estaré aquí a la hora convenida —prometió Vaito antes de dedicar a ambas una respetuosa inclinación y marcharse de allí también.
Recién cuando se dio la vuelta para irse, la madre atendió a los deseos de la niña:
—Por los dioses, cariño, habla de una vez.
Y entonces Vaito le escuchó susurrar asombrada:
—Mamá, ¡tenía el cabello de color blanco!
•••
La fiesta fue todo cuanto podía esperar de un evento de esa región. Y más. Hermosas mujeres, caballeros refinados, ropajes ostentosos, comida deliciosa y en cantidad soberbia —aunque Vaito no quiso comer nada— y los licores más caros y exquisitos de esa parte del territorio.
En la ceremonia de ascenso, muchas muchachas de cuna noble y distinguidas familias fueron presentadas al sucesor del Rey Supremo, con la esperanza de que pronto se celebrara una boda.
Pero no solo eso.
Vaito notó como los invitados varones orbitaban también alrededor de la hija menor de la familia, haciéndole cumplidos, dedicándole gracias y haciéndole entrega de pequeños obsequios en un intento de ganar su afecto. No era de extrañar. Esa pequeña niña, en unos años se convertiría en una mujer, posiblemente tan hermosa como lo era su madre. Y requeriría de un esposo.
Pero ver a un grupo de hombres adultos comportándose como si fueran buitres, al acecho de una niña que no podía ir a ningún lado si no estaba oculta tras la falda su madre, le revolvía el estómago y repercutía aún más en su apetito.
¿Qué sabría una niña de escoger a un pretendiente? ¿Cómo sabría quien haría un buen marido? Eso difícilmente lo podría saber una mujer adulta a primera vista y la ley dictaba que una dama sin enlace y florecida, no podía estar a solas con alguien del sexo opuesto a menos que fuese este un familiar sanguíneo, o enlazado con alguien de la familia.
O, por supuesto... que se tratara de un «juramentado».
Como él.
•••
—En mi ceremonia de florecimiento, te escogeré a ti —le dijo la niña un día—. Nos enlazaremos. Mis hijos tendrán el cabello blanco, como los tuyos, y mis ojos. Serán como Los Alados. De los libros de la biblioteca privada de mi madre.
—Yo no quiero enlazarme a vos —refutó Vaito, sin mirarla.
—Tendrás que hacerlo. Mi padre te obligará —le dijo ella, dueña de la arrogancia propia de la familia real—. Lo hará si yo se lo pido.
—No represento ningún tipo de beneficio para vuestra familia.
—Yo te quiero aun así —le dijo ella y se aferró a su costado con cariño, cambiando la arrogancia de su padre por la naturaleza gentil y dulce de su madre, y que compartía con ella—. Te quiero a ti y a ningún otro...
Vaito se lo permitió. La princesa tenía razón en algo; su padre, el Rey Supremo, jamás le negaría nada. Bien podría obligarlo a él o a cualquier otro a desposar a su hija.
No obstante, había algo que la princesa no sabía: un juramentado no podía enlazarse.
Y menos con una princesa de la familia real.
•••
—Mi hija te tiene en gran estima —le dijo la reina, esa noche mientras paseaban por los jardines del palacio. Ella le había pedido escoltarla mientras que la nodriza bañaba a la joven princesa y la preparaba para la cama—. Tu nunca envejecerás. Nunca morirás... —observó la reina y se detuvo en su caminata.
Vaito tuvo que frenarse en cuanto el brazo de ella, enroscado alrededor del suyo, le hizo detenerse.
Él la observó en silencio, en espera de que dijera algo más, pero la hermosa reina parecía ausente. Ausente de ese momento; de ese lugar... perdida en algún sitio de sus pensamientos, muy lejos de allí.
—Moriré si alguien es capaz de matarme —adujo Vaito, y aquello pareció traerla de vuelta.
La reina sonrió y le instó a caminar con ella nuevamente.
Se agachó en torno a la fuente donde flotaban nenúfares y se soltó de su brazo para recoger uno, que pareció florecer en su mano en cuanto ella lo sacó del agua.
—Pero eso es imposible que ocurra. Eres el mejor guerrero que ha conocido esta época, por eso mi esposo te eligió para esta labor. Proteges a mi hija como es tu deber... Pero sé que si te enlazaras con ella, podrías protegerla por el resto de su vida.
Vaito omitió su propia opinión personal al respecto; como había aprendido a hacer toda su vida y era lo normal para aquellos que eran como él, y se limitó a responder a lo que sugería la reina con un hecho bien conocido:
—Un juramentado no puede enlazarse.
—Una ley ridícula —espetó ella, con una inquina poco propia de su naturaleza amable.
—... ¿Excelencia?
—Un juramentado ni siquiera es un juramentado porque elija serlo. No elije nacer como un «argens»; no elige ser arrancado de brazos de su madre; no elige ser confinado y jurar su vida a un completo desconocido... Un argens no elige su vida; ni cómo vivirla. Es una ley ridícula... Ustedes pertenecen a todos... excepto a sí mismos. Y es tan injusto...
Hubo un silencio. Vaito lo respetó por todo el tiempo que estimó conveniente, hasta que su curiosidad pudo más.
—Si no ofende a su altísima la pregunta de un humilde servidor, ruego su permiso...
—Te es concedido.
—¿Ha conocido a otros? —Hizo una pausa—. Otros argens.
—Tuve a mi propio juramentado cuando era una niña; como cada joven dama de cuna real —le dijo ella. Después volvió a perderse en sus reflexiones—. Él... lo era todo para mí. Vivió por mí, como es la ley... y perdió su vida protegiéndome, como es la ley...
Por un momento, la noche pareció volverse más fría y oscura.
—Vaito —habló la reina, en un susurro que no consiguió romper el silencio—. ¿Aprecias a mi hija?
—Lo hago, majestad.
Ella asintió. Se tomó una pausa antes de retomar lo que intentaba decir:
—Quiero darte una elección.
—¿Una elección, majestad? —Vaito se dio cuenta de que había comenzado a susurrar. Como si algo le dijera que lo que se hablaba allí esa noche no debía ser oído por nadie más. Probablemente así fuera.
—Si deseas esto, esta vida junto a ella como su servidor; vivir por ella y morir por ella de ser necesario... eres libre de tomarlo. De lo contrario... también eres libre de rechazarlo.
Él se quedó frío, sumido en un mutismo absoluto. Pero la reina estaba seria. Sus ojos aguamarina resplandecían en la noche oscurecidos por la penumbra, ahora del color de zafiros.
—¿Rechazar... mi deber?
—Tu deber es aquel que tú eliges. De otro modo, es una imposición —sentenció la reina—. Si eliges hoy este deber, es tuyo. Pero tienes el derecho igual que cualquier otro ser viviente, a elegir tu vida.
—Mi reina...
—Fuera de los catorce distritos, al final del confín, se dice que hay una tierra desconocida —continuó ella, sin permitirle dar aun una respuesta—. Allí nacen argens, igual que aquí; pero allá viven su vida como seres humano normales. Los confines están celosamente resguardados. Pero sé que tú podrías cruzarlos. Él me confió este secreto... —ella bajó el rostro y todas sus delicadas facciones se crisparon de dolor—. Nosotros... íbamos a marcharnos. Íbamos a escapar y buscar esa tierra desconocida. Allí, íbamos a poder vivir juntos... Pero él fue asesinado antes de eso.
—... ¿«Él»?
—Corsus... mi juramentado. El verdadero padre de mi hija... la princesa.
Vaito contuvo el aliento y retrocedió, como víctima del golpe de una fuerza invisible.
—Mi reina... si ellos lo supieran...
—Me matarían... y a mi hija. Hay una razón por la cual un argens no debe, jamás, procrear. La leyenda dice que el poder de un «alado» es demasiado para que un humano pueda controlarlo. El producto entre un humano y un argens, una vez su verdadera esencia despierta, es una criatura inestable y peligrosa, cegada y enloquecida por el poder que albergan y que no pueden controlar. Pueden masacrar ejércitos y reinos completos... Es por eso que la humanidad teme tanto a que eso pase. Y que la historia se repita según las viejas historias.
Vaito miró alrededor, víctima del sentimiento terrible de que miles de ojos alrededor, ocultos en la penumbra, estaban ahora puestos en ellos.
Tragó saliva de forma ruidosa y sus siguientes palabras salieron al volumen de susurros entorpecidos por un evidente trémulo:
—Mi altísima... ¿Eso quiere decir... que la princesa...?
—No lo tengo claro. —La voz de ella fue asimismo un suspiro tembloroso—. Aún es muy joven para decirlo... y desespero por su futuro. Pero más allá de los confines, en esa tierra legendaria, se dice que la gente; el pueblo «sin nombre»; posee conocimientos profundos sobre ellos; los alados. Si tú fueses capaz de cruzar esos confines con mi pequeña princesa... podrías encontrar respuestas. Tú serías libre de tu juramento y ella estaría segura. Quizá pudiera ser detenido lo que fue puesto en curso con su nacimiento antes de desatar el caos. Es por eso que necesito saber si estás dispuesto a ayudarla. De otro modo... puedes irte. Dejar los catorce distritos y dirigirte a los confines. Y yo veré que no se te busque. Ya te he dicho lo que sé. Ahora... la elección es tuya.
•••
Esa noche, después de dar a la princesa las buenas noches, Vaito cruzaría el jardín del palacio, donde él y la reina hablaran por última vez, y saltaría los muros.
Desde la cima del muro más lejano del palacio, desde donde podía verse toda la extensión del mismo y del otro lado todo el reino, así como los otros trece distritos flotantes, se despidió de su vida como la conocía hasta ese momento, y se despidió en su mente y en su corazón de la princesa.
No había mentido a la reina; apreciaba a la integrante más joven de la familia real y en algún momento había sido su más grande anhelo procurar su bienestar y seguridad, tal y como era su deber, aunque no lo hubiese elegido; solo después de que la niña se hubiese ganado su afecto.
Pero había una cosa que anhelaba más que eso y que cualquier otra... y era su propia libertad. Y ahora, gracias a la reina tenía la clave. Y también su beneplácito.
"Aprecio tu sinceridad... Buenaventura, joven Vaito. Que encuentres la libertad deseas. No te guardo rencor...". Fue lo último que la reina le dijo.
"Te veré mañana, Vaito. ¡Te quiero!" Fue lo último que le dijo la princesa.
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