Anme y Herrus
Sus ágiles movimientos con la espada lucían a veces como la danza de una hoja en caída libre, meciéndose en un viento suave de otoño. Y otras... se parecían más al azote de ramas afiladas y desnudas, sacudidas por una tormenta invernal.
Miles de enemigos habían caído a merced de aquel filo mortífero. Aún manchadas de muerte, sangre y alaridos, se escribían y contaban grandiosas historias acerca de la valentía y la fuerza del mejor guerrero de esas tierras. Anme nunca lo había atestiguado con sus propios ojos; él era tan solo un aprendiz que no había visto más del mundo que las altísimas paredes que se alzaban al frente del castillo, dentro del cual residían confinados los que eran como él.
Anme no entendía cuál era su propósito en ese lugar. Los guerreros nacían de guerreros. Era una tradición que se legaba en generaciones. Y él no había nacido de guerreros. Era un simple huérfano. Las primeras personas que recordaba que habían cuidado de él solían decirle que su madre había muerto de frío en las calles y él había tenido que ser casi arrancado de sus brazos congelados y azules para salvarle de correr la misma suerte. Después de eso fue llevado a un orfanato, donde un hombre lo compró en nombre de su señora para ser el sirviente de su único hijo; el heredero de una familia de mucho renombre.
Su nueva dueña lo trató con desinterés y frialdad desde el primer día y lo envió a bañarse y a mudarse de ropa diciéndole que apestaba y que no se acercaría a su hijo hasta lucir presentable. No obstante, por alguna razón que no comprendió nunca, el señor de la casa lo trató con amabilidad. Le hizo preguntas que Anme respondió con sinceridad y observó que era listo.
Finalmente, conoció a Herrus; el muchacho al que serviría.
Era un año mayor que Anme, pero bien podrían ser cinco, pues le sacaba media cabeza de estatura y sus hombros eran casi dos veces los suyos. Su aspecto le intimidó al principio y se esperó un trato similar al recibido por parte de la madre del cual, por lo que le sorprendió obtener una bienvenida cortés; aunque fría, y Herrus no se interesó más por él; ni siquiera para darle órdenes o esperar servidumbre de su parte, para lo cual había sido comprado en primer lugar.
Y no lo haría por años.
A partir de ese día, el padre de Herrus le enseñó a Anme a la par que a su propio hijo. A leer y a escribir; historia y aritmética. Intentó darle lecciones de esgrima también, pero Anme nunca fue un buen guerrero. Su cuerpo era demasiado frágil y prácticamente no tenía nada de fuerza. Era todo lo contrario al heredero de la familia; quien se convertiría más tarde en una leyenda y en el protagonista de las mayores hazañas que se contaban entre los guerreros de esa región.
Cuando Anme entró en su habitación con una bandeja en las manos le encontró, como siempre, ensayando sus movimientos con la espada. Las prácticas que llevaba a cabo a solas en su alcoba eran muy diferentes a las que se impartían en los patios del castillo. Cuando practicaba sólo en su alcoba, parecía como si Herrus danzara. Anme le había preguntado en una ocasión cuál era el propósito de esa forma de practicar. Herrus se había limitado a decirle que con eso fortalecía su equilibrio y le ayudaba a meditar.
—Estoy seguro de que la espada seguirá afilada para cuando acabes de comer. Pero el té podría enfriarse —lo riñó.
Herrus podía ser mayor, pero Anme era más sensato. Parecía que todas las necesidades básicas de Herrus encontraban satisfacción en el solo acto de blandir una espada; pero Anme sabía que difícilmente podían suplir lo uno con lo otro. Por eso, asegurarse de que Herrus comiera y durmiera se había convertido casi en una labor irrenunciable... que podía llegar incluso a resultar tediosa durante sus momentos más obstinados.
—No tengo hambre.
Aun así, Herrus dejó de lado la espada y se sentó frente a la bandeja en silencio mientras Anme servía con cuidado el té.
—Si no comes, te pondrás tan delgado como tu espada y ya no podrás blandirla. ¿Eso pretendes?
—Qué molesto... —se quejó Herrus—. Madre no está aquí, pero tengo a Anme.
El aludido pretendió estar agraviado, pero su sonrisa lo traicionó. Después, levantó la tapa de mimbre del plato principal para revelar la cena.
—Carne ahumada de carnero y patatas asadas.
—¿De nuevo?
—El jefe dice que vuelve fuertes a los hombres. Lo sé, es demencial... Mañana veré que te preparen otra cosa, o lo haré yo mismo.
Herrus hizo una mueca. Anme no la pasó por alto, pero sabía que no tenía caso inferir en ello. Herrus difícilmente le contaba lo que pasaba por su cabeza. Por lo cual, esa noche se sorprendió de que lo hiciera sin que él tuviese que insistir:
—No eres mi sirviente, An.
La suavidad en su voz fue igual de inesperada. Anme levantó los ojos a los suyos y Herrus se los retiró y los dirigió al suelo, acomodándose con un áspero carraspeo.
—Pero lo soy —adujo Anme—. Olvidas... que fui comprado para ello
La mueca en la expresión de Herrus se volvió más profunda. Levantó una patata de la bandeja y le dio una mordida.
—Fuiste comprado para mí. Y yo decido que ya no lo eres.
—La Señora opinaría distinto...
—Madre cree que todo el mundo debe doblegarse y servir a nuestra familia. Pero Madre no está aquí.
Después de eso no hizo más comentarios al respecto, pero Anme agradeció el sentimiento en su fuero interno.
Se sentó a un costado de la bandeja mientras Herrus comía y se acomodó detrás de la oreja un mechón del cabello negro que usaba sujetado en un nudo flojo.
Herrus era todo lo contrario a él, no sólo en personalidad; también en aspecto. Tenía la piel broncínea por el sol, sus ojos eran claros y fríos como el hielo y usaba el cabello corto y acomodado hacia atrás, dejándole el rostro del todo despejado. Además, en el transcurso de esos diez años, había pasado a sacarle una cabeza completa y se había puesto incluso más fornido.
Anme no había cambiado mucho. Lo mismo podría seguir teniendo trece años con su estatura miserable y su cuerpo enclenque.
Tanto la Señora como Padre se quedaron rondando en su cabeza por largo rato, mientras observaba a Herrus comer.
—... ¿Los extrañas?
—No.
La respuesta escueta de Herrus, a la vez que la prisa con que contestó, consiguió arrancarle una risa que su joven señor no compartió con él.
—No seas ingrato. Ellos han de echarte mucho de menos...
Herrus se encogió de hombros y continuó comiendo. Nunca parecía consciente de lo grosero que podía llegar a sonar. Pero él sencillamente era así. Honesto al punto de la crudeza. El mejor guerrero de la guardia real podía tener la admiración de todos, pero no necesariamente su simpatía.
Por su parte, Anme era quien debía expresar las disculpas en su nombre y mitigar el fuego colateral ante sus superiores y compañeros.
Él siempre pensó que debía ser agradable ser extrañado por alguien. Era natural que extrañasen a Herrus, su adorado hijo y heredero. Pero él era solo un sirviente, sin importar lo que dijera Herrus, y tampoco que el señor de la casa se hubiese portado más como un padre que un amo durante todos esos años.
La Señora solía quejarse de que a un chico huérfano e inservible como Anme se le estuviese dando la misma educación que a su hijo, un joven de cuna noble. Se encerró por tres días sin comer en su habitación al enterarse de que su esposo había autorizado a Anme de llamarle «padre», y había estado tan irritada que había despedazado todos sus abanicos al enterarse, años después, de que el Señor planeaba enviarlo como escudero y aprendiz de Herrus cuando este cumpliese la edad para iniciar el entrenamiento y unirse a la guardia del emperador, un privilegio solo a la altura de los muchachos de las familias de mayor estatus del país.
Al parecer, una vez Herrus se marchase, Anme habría cumplido el propósito para el que había sido comprado en primer lugar y la Señora tendría la excusa perfecta para deshacerse de él; algo que había querido hacer desde el inicio. Además, lo normal para esos casos era conseguir para el puesto de escudero a un chico versado en combate y armas, hijo de una buena familia; aunque no fuera noble, y que pudiera ser un apoyo en batalla y un buen compañero de prácticas. Pero el Señor había insistido en que Herrus ya sabía lo suficiente en combate y armas, y que a la hora de formarse como un buen guerrero no solo debía adquirir más fuerza, sino también sabiduría, y que para eso le servirían mejor la inteligencia y la prudencia de Anme.
Herrus no puso objeciones. Nunca se había opuesto a que su sirviente compartiera sus lecciones o su mesa; incluso su cuarto y el amor de su propio padre. Le trataba como familia y Anme siempre le había estado agradecido por eso.
Con los años había pasado de ser tan solo el siervo al que se suponía que Herrus debía mandar y el cual debía obedecer, a volverse un compañero renuente de juegos que no servía para las luchas y que a menudo frustraba a su joven señor dada su ineptitud a la hora de levantar nada más pesado que una espada de madera... y finalmente a convertirse en su único amigo y confidente.
Y aunque él sabía que no blandiría jamás una espada real de hierro con Herrus en el campo de batalla... había sido feliz de poder ir con él y permanecer a su lado.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro