EPÍLOGO. LA FELICIDAD.
«La felicidad es un perfume que no puedes derramar sobre otros sin conseguir algunas gotas en ti mismo».
Ralph Waldo Emerson
(1803-1882).
Bath, 18 y 19 de noviembre de 1881.
A lo largo de tres increíbles meses la cercanía entre William y Sarah se incrementó por medio de las confidencias. Supo, entre muchos otros infinitos datos, que había nacido en Londres hacía veinticinco años y que era soltero sin ningún compromiso. Sus padres —unos marqueses de la vieja escuela— habían procurado atarlo a un matrimonio de conveniencia, pero había preferido romper con la familia y vivir a su aire. Y, lo más importante: habían descubierto que los corazones les latían al unísono.
—Mañana debo permanecer en el hotel por un asunto de vital importancia. Viene mi abogado para explicarme cómo tramitaremos el divorcio o la anulación eclesiástica. —Lo sujetó del brazo al hablar, con la confianza que daba la intimidad compartida y el tiempo transcurrido—. ¿Podrías administrarme allí el tratamiento?
—Sí, por supuesto. Pero sería conveniente, Sarah, que no le mencionases nada al doctor Scott. Pasaría lo mismo que con los libros que te he regalado, no lo aprobaría. —Por cómo la observaba se atrevía a asegurar que aceptaría tirarse de cabeza desde un acantilado si ella se lo proponía.
Al día siguiente, cuando lo invitó a pasar a la salita de la suite, William tomó la iniciativa.
Se le acercó, la cogió de las manos y le confesó:
—No puedo esconder más lo que siento por ti, Sarah. ¡Te amo como nunca he creído posible amar a alguien! Sé que es un cliché, pero te quiero más que a la vida misma. No es apropiado que te lo diga, soy uno de tus dos médicos, pero creo que estás sana como un roble y que eres más lúcida que todos nosotros juntos.
—¡Ay, cariño, qué dicha me da al escucharte estas palabras! ¡Yo también te amo! —Lo abrazó con fuerza y apoyó la cabeza contra el musculoso pecho masculino—. ¡Me haces sentir tan comprendida!
—¡Jamás volverás a estar rota, vida mía! He elaborado varios planes y te aseguro que lo abandonaré todo para iniciar una nueva vida contigo. He contactado con Peter, un amigo médico que tiene una consulta en París, y está encantado de que me le una. Una vez allí encontraremos la vía para poder casarnos, amor. Y nos iremos los tres, quiero criar a Charlie como si fuera mío.
Meditó durante unos segundos y luego, segura, le replicó:
—William, sé que sueno como una madre inhumana, pero no deseo llevar a París nada que me recuerde a Wilfred. Y el niño es idéntico a él, no lo soportaría... Ya tendremos los nuestros y serán hijos del amor.
No precisó extenderse porque el hombre la entendió al instante. Y la levantó en brazos y la cargó hasta la enorme cama. La bañaba con su exquisito perfume, mezcla de sándalo y de lavanda.
—A partir de ahora mi corazón te enseñará a flotar hasta las nubes —le susurró, poético, en el oído, mientras le acariciaba el cuerpo con pasión.
Y, por supuesto, William cumplió cada una de sus promesas.
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