4. LOS SENTIMIENTOS MÁS PUROS.
«Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras que hacen cometer».
Plutarco
(46-120).
Bath, 18 de agosto de 1881.
Durante la madrugada Sarah se desveló a consecuencia de leer los libros que le había regalado William.
El cuestionado tratado decía:
«En muchos casos el himen es muy imperfecto por lo que algunos han dudado de que se encuentre en la generalidad de las vírgenes. Donde existe, generalmente se rompe en la primera relación sexual y se dice que la hembra pierde la virginidad».
Recordó a su amiga Anne, que había jurado y perjurado que nunca había estado con un hombre cuando su marido la había devuelto a los padres en la misma noche de bodas. En aquel momento se había puesto de su parte y le había parecido un abuso, porque al esposo nadie le había exigido que fuera casto.
El libro continuaba más adelante:
«Si esa pasión, una vez despierta, no puede saciarse de una u otra manera domina gran parte de nuestros pensamientos, y con muchas constituciones, los individuos, ya sean mujeres u hombres, no podrán comportarse con el debido decoro».
«A estas alturas el decoro me da igual», pensó —estimulada— al recordar las cálidas manos del doctor Chandler. Rememoró el hermoso rostro y el gesto de concentración al hacerle el masaje de clítoris. Y se excitó tanto que le volvió a temblar el cuerpo. Había sido su mejor experiencia erótica y anhelaba repetirla. Porque se hallaba segura de que pronunciar la palabra «tratamiento» significaba un mero eufemismo.
El otro libro —publicado en mil ochocientos veintiséis—, la dejó más noqueada todavía:
«Solo puede considerarse una bárbara costumbre la que prohíbe a la doncella insinuarse en el amor, o que pretende limitar sus insinuaciones a la mirada o las manos, restringir las sugerencias a los gestos, los ademanes o los modales que emplea. Es ridículo. ¿Qué razón hay para que la mujer no pueda declarar su amor a un hombre, si bien sí se aprueba a la inversa?»
Y sintió pena de sí misma. Tenía veintiún años, la habían obligado a contraer matrimonio y nunca le habían permitido enamorarse. Encima, se hallaba atada a un marido al que aborrecía y era madre de un pequeño al que no consideraba parte de sí misma.
Las lágrimas se le deslizaban por las mejillas cuando leyó:
«Si el amor fuera objeto de conversaciones sobrias y filosóficas, los placeres que de él emanan se verían sumamente enaltecidos, el deseo no sería reprimido tiránicamente y se erradicarían muchas amarguras e insalubridades. Los padres explicarían a sus hijos lo que encierra su significado, sus usos y abusos, en el momento que creyeran oportuno. De este modo toda ignorancia y, lo que es peor, toda hipocresía en torno a este asunto, que conducen a tantísimos desastres, quedarían por fin abolidas».
Fascinada, continuó inmersa en la obra sin hacer el más ligero amago de dormir. Y se sintió estafada por el padre, por el esposo y por la reina Victoria, quienes con su falsa moral le impedían descubrir quién era en realidad.
No bien entró en el consultorio le comentó a William:
—Esta noche he leído sus dos libros.
—¡¿Ya?! —Se asombró él—. Tiene ojeras, se nota que no ha dormido... Aunque con ojeras y todo usted es la mujer más hermosa que he visto.
—Gracias... Los libros me resultaron fascinantes. —Esbozó una sonrisa que le salía directo desde el alma.
—¿Fascinantes? —y a continuación inquirió—: ¿En qué sentido?
—Me han hecho comprender que necesito conocer el amor y el deseo. Y que los matrimonios concertados son peor que una plaga —le confesó sin ningún atisbo de vergüenza, era como si ya hubiesen superado esa etapa—. Estoy harta de vivir con el odio en el corazón.
—Se merece ser feliz por sobre todas las cosas. —Y le clavó la vista, los ojos le brillaban—. La vida es muy corta y no debe resignarse a pasar por ella sin dejar su propia huella. Lo que su marido desprecia hay hombres que lo valoran. Usted, Sarah, es una auténtica joya.
—Sus libros me han permitido conocer un mundo nuevo. ¡No se imagina cuánto le agradezco que me los haya proporcionado! —Lo cogió de la mano y le propinó un golpecito coqueto—. Es como si ahora pudiese atisbar más allá del horizonte.
Persuadida por la lógica de sus argumentos, en esta oportunidad observó sin parpadear a William cuando le aplicaba el masaje. Y se mordió el labio inferior y se acarició los senos al remontar la cima del placer. Él la estudiaba como si fuese la estrella más brillante del firmamento.
Minutos después llegó al clímax con el convencimiento de que el doctor siempre formaría parte de sus fantasías eróticas.
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