3. TÓCAME COMO SI ME AMARAS.
«La lujuria merece tratarse con piedad y disculpa cuando se ejerce para aprender a amar».
Dante Alighieri
(1265-1321).
Bath, 17 de agosto de 1881.
Sarah se extrañó cuando en el despacho del médico la enfermera le pidió que se quitara la ropa interior. Y luego la invitó a recostarse sobre una camilla. Después le solicitó que abriera las piernas y la cubrió con una tela blanca.
Malcom Scott entró y le explicó:
—Hoy estaré aquí solo un minuto para orientarla en su primer día, señora Batchelor. El tratamiento consiste en masajearle el clítoris hasta que llegue al paroxismo histérico. Gracias a ello verá que su enfermedad pronto remitirá... Ahora debo irme, la dejo en las buenas manos del doctor Chandler.
El joven médico la contempló como si le rogara que lo disculpase. Se frotaba de modo vigoroso los dedos con aceite aromatizado a lavanda. Sarah lo comparó con el desagradable hedor a naftalina de Wilfred cuando se colaba en su habitación en la visita semanal y aspiró hondo para borrar hasta el último recuerdo.
—¿Me permite? —Le pidió autorización, tan avergonzado como un niño que robaba una chocolatina en el mercado y el vendedor lo pillaba.
—Adelante —lo invitó ella—. Estoy preparada, puede proceder.
Sintió cómo los dedos del doctor Chandler reptaban entre sus labios menores. Y cuando le colocó el índice y el mayor sobre el tierno botón y se lo masajeó, se puso colorada desde la punta de los pies hasta la coronilla. El procedimiento le parecía muy íntimo, e, incluso, algunos hasta podrían considerarlo incorrecto. No comprendía cómo la sociedad era tan estricta en el resto de las convenciones —al punto de poner chaperonas para que los novios nunca estuviesen solos— y a continuación normalizaba este tipo de procedimiento que consistía en acariciarle las partes privadas.
—Por favor, señora, relájese y no piense en nada. —El tono suave con el que pronunció la frase le provocó un estremecimiento de placer.
Permaneció con los ojos cerrados mientras un fuego inexplicable la recorría por dentro. No sabía qué la afectaba más, si la maestría con la que le recorría la zona o lo mucho que la atraía el médico por dentro y por fuera. Porque no solo le daba paz, sino que también era guapo, de pelo rubio oscuro con mechones decolorados por el sol. Y los ojos grises lucían inteligentes y comprensivos, el polo opuesto de los de su insulso y feo marido.
Sintió que la vagina se le expandía como si pretendiese rodear el planeta y suspiró de forma ruidosa. Mientras, un océano le brotaba entre las piernas y provocaba que estas le temblaran como un flan. Se le hincharon los senos y tenía que contenerse para no masajeárselos. «Si sigue frotándome así mi corsé estallará», pensó fascinada.
Contuvo la excitación lo suficiente como para preguntarle:
—Dígame, doctor Chandler, ¿esto es mantener relaciones sexuales?
—No lo es porque no hay coito ni introducción —le respondió, el tono era tan acalorado como el de ella.
—Tampoco me preocuparía si lo fuera, nunca he sentido unas sensaciones tan maravillosas... ¿Y se supone que esto lo tiene que hacer un esposo? —lo interrogó, curiosa.
—Estos y otros preliminares para conseguir que usted disfrute. ¿El suyo nunca lo ha hecho? —Efectuaba la pregunta, pero se notaba que sabía de antemano la respuesta.
—No, él solo entra, sale y se va —le confesó, apenada—. Le juro que no estoy histérica, solo lo odio con toda el alma. No me quería casar con él, pero mi padre me obligó.
—Nadie debería obligar a alguien a hacer lo que no desea... Pues ahora cierre los ojos, Sarah, y no piense en nada más. Pronto se sentirá muy relajada gracias a este tratamiento —le prometió y se empleó más a fondo.
«¡Por favor, tócame como si me amaras!», suspiró trémula. El ritmo cardíaco se le aceleró, como si participara en una carrera, y los músculos se le pusieron en tensión, igual que si se preparasen para que diera un salto y tocara las estrellas. La pelvis y el útero se le contrajeron, pues parecía que el placer tenía una existencia física y le rebotaba dentro del cuerpo. Luego pensó que caía por un precipicio... Y se hallaba tan relajada que no se podía mover.
—¿Qué tal está ahora, Sarah? —le preguntó cinco minutos después con el tono satisfecho de quien efectúa un buen trabajo.
—¡Excelente! ¡Ha funcionado, doctor Chandler! —Era su primer clímax y la colmaba el agradecimiento—. ¿Lo puedo llamar William?
—Por supuesto, yo también me dirijo a usted por su nombre —aceptó él sin el menor reparo.
Sarah se regodeó con la ironía de la situación. Para su cónyuge la cura de todos los males consistía en que un hombre apuesto le diera placer en su principal zona erógena. Y que la hiciera llegar hasta la culminación, como él nunca sería capaz. «Si hubiera sabido que me darían este tratamiento yo misma le hubiera confesado que estaba histérica, aunque fuese mentira», pensó con ganas de dar rienda suelta a la risa. Porque contenía el deseo de aullar de puro goce.
Estaba más claro que el agua que las sospechas suyas eran ciertas. El problema radicaba en su esposo. Resultaba obvio que la estrecha moral victoriana y los prejuicios le impedían bajar a tierra desde el falso pedestal y tener la humildad suficiente de aprender cómo satisfacer a una mujer.
Cuando estuvo segura de que las piernas la sostendrían se puso de pie, se colocó la ropa interior y se acomodó el vestido.
Estaba a punto de irse cuando el doctor Chandler la detuvo:
—Tengo esto para usted, Sarah. —Y le entregó un par de libros de tapas duras en tonos oscuros—. Por favor, manténgame el secreto. Podría tener problemas con el doctor Scott si se entera de que yo se los he dado. Por publicar este estudio Charles Bradlaugh y Annie Besant estuvieron sentados en el banquillo de la Alta Corte de Justicia de Londres en mil ochocientos setenta y siete, acusados de obscenidad. Fueron condenados a seis meses de cárcel y a pagar quinientas libras cada uno, pero fue la mejor publicidad que pudieron conseguir, todos compramos en masa los ejemplares.
—Frutos de la filosofía, un tratado sobre la cuestión de la población. —Leyó Sarah en alta voz—. Parece inofensivo como para que sus autores mereciesen tales malos tratos.
—Habla sobre la sexualidad y el control de la natalidad, dos pecados para algunos necios —bufó William—. Se lo recomiendo porque, si odia a su marido, no debería tener más hijos con él. Lo único que conseguiría sería perpetuar su condena. ¡Usted merece ser feliz!
—¿Y Amor en serio? —Indicó el otro ejemplar, el de Richard Carlile.
—Este le enseñará cómo es en realidad el amor de pareja. —Bajó la vista un poco sonrojado—. Mis creencias son firmes, solo me casaré si me enamoro.
—En cuanto los termine se los devuelvo —repuso, agradecida por su preocupación y por la sinceridad que le demostraba.
—Quédeselos, será un gusto para mí que los acepte. —Y la contemplaba con un brillo en la mirada—. Necesito que sepa que nunca me comporto de este modo con las pacientes, pero sé que usted me necesita más que nadie.
—Y no se equivoca. —Sarah le clavó la vista y le envió un millón de mensajes—. Tenía la sensación de que pronto cambiaría mi vida. Y este cambio solo usted lo ha conseguido, William.
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