
La hija del almirante
Así fue que, cuando Sofía y Maricarmen, esposa e hija del Almirante, respectivamente, necesitaban que Josefa les hiciera algunos arreglos en sus carísimos vestidos, el lujoso coche oficial del Almirante paraba para recogerla en la puerta de la casa de mi madre, en la humilde calle del Contramaestre, ante el asombro de los vecinos del barrio de Peral. Cuando Josefa salía de su vivienda, Antonio, el chófer, muy ceremoniosamente le abría la puerta del automóvil para que accediese. La gente no se lo podía creer.
El lujoso coche oficial la recogía para trasladarla al otro lado de la ciudad, a Capitanía General. El edificio era —y sigue siendo— un palacio muy grande, construído en el siglo XVIIl bajo el reinado de Felipe V —cuando se inició la construcción del Arsenal— y posteriormente reformado durante los siglos XIX y XX.
El automóvil oficial entraba por la calle Real para acceder al jardín del recinto militar por un portón adornado a cada lado con un gran ancla de acero. Entonces, al ver entrar el coche, los infantes de guardia en la casamata de la puerta se cuadraban y saludaban llevándose la punta de los dedos a la sien, «como si yo fuera el propio Almirante», me decía mi madre. «Si ellos supieran quién iba dentro del coche... Si solo era Josefa, la hija de Onofre, que yo no soy nadie».
Desde el jardín mi madre entraba en el palacio para dirigirse a su lugar de trabajo, donde la esperaba una máquina de coser Singer en un rinconcito de trabajo. Allí trabajaba en las prendas para Sofía y Maricarmen. Las tomaba las medidas o las probaba los resultados para ver qué tal quedaban.
Solo tuvo la oportunidad de ver al Almirante en un par de ocasiones. Don Javier Mendizábal y Gortázar, conde de Peñaflorida y marqués de Fontella, no era solo un aristócrata, un noble; era además una persona muy influyente, nada menos que capitán general del departamento marítimo de Cartagena, el mando de mayor rango de la ciudad, la máxima autoridad militar en la ciudad.
La familia del conde disfrutaba de gustos refinados. La esposa y la hija estaban acostumbradas a lo mejor, así que Josefa tenía que hacerlo bien. Eran personas muy amables, comprensivas e incluso cercanas; pero acudían a ceremonias muy importantes, en las que todo tenía que salir perfecto. Josefa sabía que no podía fallar. Por suerte, cuando aquello ocurrió llevaba algunos años en el oficio y había acumulado mucha experiencia. Ya no era una novata.
La audición de anoche estuvo a cargo, como teníamos anunciado, de las señoritas María del Carmen Mendizabal Arana, hija del capitán general de este Departamento Marítimo, y Lali Fernández de Bobadilla, hija del comandante general del Arsenal.
Tuvo por eso particular y señalado aliciente la audición. Las dos distinguidas señoritas atendieron con gentileza y simpatía.
El Noticiero de Cartagena, 19 de diciembre de 1962.
Un día Maricarmen le mostró a mi madre una tela carísima de popelín, de color verde mar. Quería un vestido con tirantes. El pecho tenía que ir fruncido. No parecía fácil, pero tenía que hacerlo bien.
—No parece sencillo, ¿usted se atreve, Josefa?
La pregunta de siempre recibió la respuesta de siempre. La hija del almirante estrenó su flamante vestido nuevo en las fiestas de la virgen del Carmen —patrona de la Armada española—, ante la admiración de todos. Llegaron a felicitarla por su elegancia.
LA MARINA HA CELEBRADO CON SOLEMNE ESPLENDOR LA FESTIVIDAD DE LA VIRGEN DEL CARMEN
Esta mañana fue anunciado el nuevo día por las salvas de ordenanza, con que las baterías del Arsenal y los buques de la Armada anunciaban la festividad de la Patrona de la Marina, la Santísima Virgen del Carmen.
Seguidamente todos los buques surtos en nuestro puerto se pusieron de gran gala, empavesando sus mástiles con banderas y gallardetes.
Las dependencias todas, también lucieron el engalanado de día festivo.
Se celebraron misas en todos los buques y dependencias, a las que asistió todo el personal, y fueron levantados todos los arrestos, incluso los de aquellos que estaban cumpliéndolos en la Prision Naval.
A las once de la mañana en la iglesia parroquial castrense de Santo Domingo, que estaba artísticamente adornada e iluminada, se celebró una solemne misa...
(...)
A la llegada del capitán general, almirante Mendizábal y Gortázar, fue recibido con los honores de ordenanza. S.E. revistó las fuerzas y cumplimentó a las fuerzas civiles y militares.
(...)
... y en otro lugar la Junta de Damas de Nuestra Señora del Carmen, presidida por la condesa de Peñaflorida...
El Noticiero de Cartagena, 16 de julio de 1962.
Una de las personas que servía a los condes de Peñaflorida se llamaba Aurora. Era una señora ya algo mayor y no parecía tener ningún cometido importante en la casa; sin embargo, después de muchos años seguía estando al servicio de los señores, aunque realizando tareas menores. Podían haber decidido sustituirla por alguien más joven y capacitado, pero Aurora llevaba muchos años con ellos y había llegado a ser casi de la familia. A pesar de su edad, los señores parecían seguir queriendo tenerla cerca de ellos.
Aurora se llevaba muy bien con mi joven madre. A menudo iba a verla y hablaban de sus cosas. Un día estaba trabajando sola en su puesto en el palacio y no veía ni a la hija ni a la esposa del Almirante porque, al parecer, habían tenido que atender a algunos asuntos. Pero se presentó allí Aurora y le dijo:
—Josefa, acompáñeme. Venga conmigo.
Aurora la guió por galerías y pasillos hasta una zona del palacio que Josefa no conocía, en la que nunca había estado. Llegaron así a un salón decorado con gran riqueza. Era precioso. Del techo colgaban unas enormes lámparas de araña formadas por infinidad de cristales brillantes. Las paredes se cubrían con lujosísimos espejos. En un lugar de privilegio de la amplia sala había una especie de butaca para que alguien muy importante se sentara. El lujoso asiento en algunas zonas mostraba el dorado de lo que podía ser oro. El trono estaba ubicado sobre una plataforma sobreelevada forrada con terciopelo carmesí a la que se accedía con unos escaloncitos; además de estar cubierto por una especie de techo, un precioso dosel, también del mismo terciopelo. Permanecía rodeado por dos esculturas de leones pasantes sujetando un orbe, una a cada lado.
—Esto es el Salón del trono, Josefa —le dijo Aurora—. Ahí solo se sienta el rey.
—Pero si no tenemos rey.
—Es donde se han sentado los reyes que visitaron Cartagena, cuando los teníamos. Esta es la sala más bonita del palacio. Aquí se realizan las ceremonias principales.
Mi madre no dijo nada más. Se quedó muy impresionada, pues, acostumbrada a su humilde casa en el modesto barrio de Peral, eso parecía extraordinario. Ella nunca en su vida había visitado un museo, un palacio o una galería de arte. ¡No podía sospechar que pudiera trabajar cerca de un sitio tan bonito! Nada menos que un trono real (sí, aunque no tuviéramos rey).
Por supuesto, Josefa supo aprovechar la ocasión y, con el tiempo, cuando veía a sus clientas satisfechas, empezó a pedir favores. Comenzó con su hermano mayor. Onofre trabajaba en un taller de motores en el barrio de Santa Lucía, pero no le iba muy bien y quería encontrar algo mejor, sobre todo ahora que tenía en la mente planes con su novia Anita.
En poco tiempo consiguió que le proporcionaran una recomendación con la que encontró trabajo en la marina mercante. Al principio se sorprendió por la ocupación que le habían asignado, en la zona de restauración, en cocinas, pero pronto tuvo que adaptarse y se convirtió en su trabajo hasta su jubilación.
Después llegó Pedrín, su hermano menor, que consiguió un puesto similar también en la marina mercante.
Recuerdo que cuando yo era un niño y llegaban mis tíos de sus viajes en barco por el mundo, me hablaban de Sudáfrica, de Karachi, de Nueva York y otros muchos sitios remotos. Me regalaban monedas de países exóticos que yo guardaba como auténticos tesoros, y me sentía fascinado por sus historias, porque aquellos relatos me transportaban a lugares lejanos y extraños, en aquellos tiempos en los que no había Internet, cuando las cosas no estaban a un clic de distancia.
Años después, Onofre se casó con su novia Anita y tuvo dos hijas. Por desgracia, con solo 33 años, Anita falleció de un cáncer. Nunca es pronto para morir, pero ella era tan joven... demasiado joven. El pobre Onofre quedó viudo y profundamente desolado. Creo que mi tío Onofre no fue feliz. Cuando yo era niño a menudo le veía serio, escéptico y algo sarcástico, quizá decepcionado por una vida que no le satisfacía.
Sus dos hijas, Anamari y Marijose —sin madre y con un padre que pasaba gran parte de su tiempo embarcado y viajando por el mundo—, fueron a vivir con mi abuela. Mi abuela, ella siempre estaba ahí cuando se la necesitaba. Su pensión de viudedad era exigua, pero mi tío Onofre la ayudaba económicamente para que pudiera hacerse cargo de las niñas.
Por su parte, Pedrín también se casó con su novia Loli y tuvo un niño y una niña. Siempre fue el más temerario, el más parecido a mí. Un día, navegando en un barco mercante en medio de una tempestad, Pedrín descubrió que las violentas olas que barrían la cubierta llevaban muchos peces voladores y se decidió a salir para cogerlos. Eran un manjar si se sabía cocinarlos bien. Qué imprudencia: un golpe de mar muy fuerte le pilló mal, partiéndole el brazo a la altura del codo. A pesar de la cirugía, las placas de metal y los clavos que le metieron en el brazo, no quedó bien, nunca se recuperó del todo y tuvo que jubilarse anticipadamente. «A mí siempre me suena la alarma en los detectores de metal», decía con esa gracia que él tenía.
Recuerdo de niño que Pedrín siempre sonreía, incluso cuando las cosas no le iban bien. Era un tipo simpático, muy gracioso y yo de niño le admiraba muchísimo. Yo era un poco como él, también audaz, demasiado audaz, y por eso y por mi fisonomía me decían que me parecía a él. Lo lamenté mucho cuando años más tarde tuve noticias de su fallecimiento; por supuesto, también lo sentí por mi tío Onofre, que falleció antes que él.
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