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La decisión de Josefa

Sentados en un banco al lado de un noray en la apacible mañana de un domingo de primavera, Josefa y Gabriel miraban un barquito remolcador que, revoltoso, cruzaba el espejo de las aguas tranquilas del puerto de Cartagena. El aire olía a sal, las gaviotas graznaban en el aire, iban vestidos con sus mejores trajes y el sol brillaba luminoso.

La pareja de novios sentía ilusión por sus nuevos proyectos. Muy atrás, en el recuerdo, quedaba el esfuerzo por sobrevivir en un mundo inhóspito e incierto y las tragedias del pasado. Ante ellos se abría la vida. Una vida de verdad. Esta vez no era una existencia centrada en la supervivencia; por el contrario, ahora consistía en iniciar la búsqueda de la felicidad.

El futuro se mostraba emocionante, lleno de posibilidades. Bellos sueños al alcance de la mano. Ilusiones que hacer realidad. Y es que, cuando este libro finaliza, la vida comenzaba.

De esta manera, se embarcaron en el proyecto de la búsqueda de la felicidad. En 1964, se casaron en una iglesia evangelista del barrio de la Concepción. Sin embargo, después de la boda, la duda sobre «lo que pudo haber sido y no fue» le acompañó a mi madre durante una buena parte del resto de su existencia.

Ella tomó la decisión de continuar su vida con Gabriel, pero siempre quedó sin respuesta la cuestión de cómo habrían sido las cosas si se hubiera ido a San Sebastián para atender a la hija del conde de Peñaflorida. La vida tiene esas situaciones, en las que eliges una opción y la llevas a cabo, pero luego durante muchos años te preguntas si tu decisión había sido la correcta.

Sin duda, si hubiera tomado la otra alternativa en esa encrucijada, una de las consecuencias es que yo no habría nacido. Así que —personalmente— opino que tomó la decisión correcta, pero os adelanto que no soy objetivo en lo tocante a esta cuestión.

Llegar a la capital de Guipúzcoa para participar en la preparación de los vestidos de la boda de Maricarmen habría sido todo un desafío. Después, los nobles se trasladaron a Madrid, donde había sido destinado el Almirante. La ceremonia de matrimonio se celebró en 1963, con gran esplendor, en la calle Serrano, en Madrid, en la Iglesia del Espíritu Santo. Vivir en la capital le habría brindado a Josefa la posibilidad de trabajar donde había una potente sociedad aristocrática, un mundo de grandes oportunidades, mucho más pudiente que el reducido grupo de esposas e hijas de oficiales de la Armada en el que se había movido en Cartagena. Sin duda, tener un papel relevante en el vestuario de la hija del Almirante en el día de su boda habría sido una buena tarjeta de presentación en esa ciudad por descubrir. Pero no olvidemos que, frente a la, en cierto modo, provinciana Cartagena, Madrid se mostraba como un mercado muchísimo más competitivo.

Además, es verdad que trabajar para el almirante era un privilegio, pero atenderlo y viajar a San Sebastián suponía abandonar el negocio con el resto de las clientas que tenía en Cartagena. Sin duda, una apuesta arriesgada.

Una de las cosas que mi madre lamentaría durante el resto de su vida fue no haber encontrado en su juventud una persona que orientase sus pasos, que la guiase profesionalmente en el arte de la moda, alguien que le hubiera podido enseñar lo difícil de su profesión. Dejando a un lado la mínima formación que recibió, todo lo que ella consiguió fue gracias a su intuición y su talento innato para la costura y el diseño. Madrid, un mercado mucho más abierto a Francia y las influencias de la moda de París, en la que numerosos modistos prestigiosos tenían taller —como era el caso de Cristóbal Balenciaga, el genio universal de Guetaria y otros muchos—, pudo ser el lugar donde encontrar esa guía que siempre quiso tener y nunca tuvo. Un taller donde hubieran podido ayudarle a desarrollar sus capacidades.

Pero ella quiso siguir un camino distinto. Fue su decisión; y junto a Gabriel formó una familia. Los niños llegaron enseguida: en el año 1965, mi hermano Gabi; en 1968 nací yo y en 1969 mi hermana Esther. Además, también llegaron muchas otras cosas que ella ni siquiera intuía porque la vida estaba comenzando, la mayoría fueron buenas. Fruto de los esfuerzos de Gabriel y Josefa, sus tres hijos tuvieron estudios universitarios, algo que nunca soñó para ella.

Su madre y sus hermanos fallecieron hace ya algunos años. Todos están, al igual que el abuelo, en el cementerio de Los Remedios, en Cartagena. Primero fue el pobre Onofre que apenas superó los sesenta; meses después, en el mismo año 1998, su madre, y años más tarde, ya en el siglo XXI, le tocó a Pedrín. Tampoco viven ya ninguno de sus hermanastros. Ella es, por consiguiente, la última testigo que queda en nuestra familia de aquellos tiempos difíciles que a los españoles les tocó vivir durante el turbulento e inquietante siglo XX.

Hoy, cuando ya ha superado ampliamente los ochenta años, Josefa contempla con satisfacción que sus nietos Irene, Beatriz, Miguel y Pablo hayan tenido la oportunidad de realizar estudios superiores. Lo Importante no es que los cursaran en sí; lo importante para ella fue que tuvieron la opción de hacerlo y fueron libres, de manera especial en el caso de las chicas, algo impensable en aquellos años en los que Josefa vivió su juventud.

Pasados muchos años, cuando ya no vivíamos en Cartagena, mi madre y yo fuimos a nuestra ciudad natal para hacer algunas gestiones y, de paso, recordar los viejos tiempos. Yo había pasado los cincuenta y mi madre los ochenta; mi padre ya había fallecido. Fue emocionante visitar esa urbe entrañable que tanto añorábamos. Los años habían pasado y, en algunos aspectos, parecía distinta: había nuevos comercios, nuevos establecimientos, no sabría decirlo, se la veía más moderna, distinta. Sin embargo, en otras cosas seguía siendo la vieja Cartagena de siempre, con su Icue, con su ayuntamiento, con el puerto, con el mar...

Vivir en Madrid puede estar muy bien, pero no tiene nada comparable con el mar, con ese mar que impregna de tal manera el espíritu de Cartagena que te eleva más allá de lo imaginable, casi sin darte cuenta; y que tan profundamente añoras cuando estás lejos. Es difícil imaginar lo mucho que puedes llegar a echarlo de menos. Pero no solo era el mar. En cada esquina, en cada calle, en cada rincón, en cada plaza había un recuerdo que esperaba a ser revivido: «¿Recuerdas ese quiosco en el comprabas tus gominolas?», «Mira, es el colegio San Isidoro y Santa Florentina. Allí estudiaste tus primeros años cuando eras un niño, ¿te acuerdas?»...

Pero fue al llegar a la plaza de San Sebastián, al inicio de la calle Mayor, donde está la fachada del palacio de capitanía, que ella me lo dijo:

—Mira allí.

—¿Dónde?

—Yo acudía a capitanía a coser casi todas las semanas.

—Sí, ya lo sabía.

—Y por esa ventanita pequeñita que ves ahí, esa ovalada, yo observaba a tu padre mientras él me esperaba pacientemente...

—¿Cuánto hace de eso?

—Tú no habías nacido, así que calcula.

Y fue sin dejar de mirar a la ventanita ovalada que se lo pregunté:

—Mamá, ¿cuál fue el momento más feliz de tu vida?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Fue cuando eras joven y tenías esa ilusión por tus cosas de la costura...

—No. Ocurrió cuando tu padre y yo éramos mayores. Después de superar el cáncer, papá cambió. Se volvió muy tierno y cariñoso. En sus últimos años, se entregó totalmente. Cuando yo estaba con mis cosas de la casa, llegaba por mi espalda con sigilo, sin que me diera cuenta, y entonces me abrazaba por sorpresa y me besaba.

—Ocurrió después de verle la cara a la muerte y superar esa terrible enfermedad.

—Sí, esos años fueron para mí los mejores.

Mi madre llegó a ser feliz, aunque la felicidad completa tardó en llegar.

—Me sorprende. Pensaba que ibas a responder que cuando eras joven y te dedicabas a la costura.

—No hay día que no eche de menos a tu padre, a Gabriel.

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