
Cuando caían las bombas
Cuando caían las bombas alemanas sobre Cartagena, ella era apenas un bebé. De vez en cuando, los italianos también bombardeaban. Mi madre vino al mundo el 28 de febrero de 1938, en medio de la guerra civil más brutal, fratricida, sangrienta y absurda que este país nunca haya conocido. Su hermano Onofre era solo un poco mayor que ella. Pedrín aún no había nacido, él llegaría más tarde.
Cartagena era una importante base naval que durante la contienda fue bombardeada sin piedad. Allí fondeaba el núcleo principal de la flota fiel a la República con los cruceros, los destructores, algunos submarinos y un vetusto acorazado. La base disponía del Arsenal militar; diversos cuarteles para marinería, infantería de marina y artillería; el astillero; importantes depósitos de municiones y combustible; centros de telecomunicaciones, así como una parte no despreciable de la industria de guerra. Por si esto fuera poco, no es un tema menor añadir que por el puerto —con un ritmo de actividad frenética—, entraban masivamente la mayoría de las armas y los suministros de guerra que venían del extranjero, especialmente de Rusia.
Por eso, los tiempos de la guerra fueron difíciles para mis abuelos; porque, a pesar de encontrarse en la retaguardia, los cartageneros no tuvieron una guerra tranquila. Hay registrados más de ciento diez bombardeos en Cartagena, algunos devastadores. La vida cotidiana de mis abuelos eran unas bombas que caían una o más veces por semana. Esta era su rutina. Muchos cientos de personas murieron o fueron gravemente heridas y una parte importante de los inmuebles quedaron destruidos.
Y es que los alemanes tenían curiosidad. Ellos entendieron la guerra española como una oportunidad para prepararse para la siguiente contienda mundial. En el pasado, las guerras no afectaban a la retaguardia, pues había sido siempre cuestión de jóvenes soldados que acudían al campo de batalla en un lejano frente; pero en esta era distinto: se ensayaba una nueva forma de hacer la guerra en la que eran importantes las bajas de los ciudadanos. Ellos experimentaron con nuevos métodos en los que se buscaba aterrorizar a la población civil. No solo les importaban los objetivos militares como el Arsenal o los buques de la flota. El terror, también buscaban el terror...
Hay que reconocer que su perverso planteamiento tuvo éxito. Muchos cartageneros abandonaron el centro de aquella ciudad amenazada y la palpable sensación de vulnerabilidad alarmó a la población hasta el punto de que muchas familias escaparon de la ciudad para irse a vivir al campo. Las bombas hicieron estragos en el casco urbano y se inició la construcción de refugios antiaéreos. Las calles de la ciudad quedaron desiertas, en especial durante la noche que es cuando al principio solían atacar; después, también realizaron feroces incursiones a plena luz del día, mucho más peligrosas al tener buena visibilidad.
El más conocido es el tristemente famoso Bombardeo de las cuatro horas durante el cual 20 trimotores Junkers 52 alemanes de la Legión Cóndor estuvieron machacando Cartagena durante cuatro horas sin parar. Lanzaron nada menos que 25 toneladas de bombas explosivas de 50 y 250 kilogramos y racimos de otras incendiarias de un kilo. Era una cantidad similar a la que unos meses después recibiría Guernica, esa ciudad arrasada por los alemanes que inspiró el célebre cuadro de Picasso.
Este brutal bombardeo de Cartagena se produjo cuando mi madre aún no había nacido. Se eligió el 25 de noviembre de 1936 —día de San Gonzalo en aquellos tiempos—, para celebrar el santo del general sublevado Gonzalo Queipo de Llano, jefe del Ejército del Sur, quien no tuvo pudor en anticipar el bombardeo en Radio Sevilla: "Cartageneros, os acordaréis de mi nombre", para luego añadir "correréis como conejos a vuestras madrigueras", en referencia a los refugios.
Con gran parte de Andalucía dominada por las fuerzas rebeldes, los Junkers 52 alemanes de la Legión Cóndor solían despegar de Armilla (Granada), aunque, a veces, para no tener que sobrevolar Sierra Nevada, partían desde Melilla y llegaban a Cartagena siguiendo el litoral. En algunas ocasiones fueron acompañados por los Savoia S-81 italianos. En fases posteriores de la contienda, después de 1937, algunos ataques fueron realizados por los modernos Savoia S-79 italianos que atacaban desde la base de Son Sant Joan en Palma de Mallorca.
Durante los bombardeos la gente se agolpaba en los refugios antiaéreos. A menudo entraban atropelladamente, dominados por el pánico, y las aglomeraciones daban lugar a alguna desgracia. Una vez un Heinkel alemán de reconocimiento sobrevoló Cartagena en tareas de observación, sin lanzar una sola bomba, pero fue tal la alarma que causó en la población que algunos niños murieron aplastados por el gentío que se precipitaba en los refugios. Estos solían disponer de dos entradas, porque si las bombas cegaban una siempre se podía salir por la otra.
Para construir los refugios a menudo había que excavar en la roca de los numerosos cerros de Cartagena. De esto se encargaban los experimentados mineros de la cercana población minera de La Unión que, para hacerlo, hacían explotar barrenos. Cuando se producían las explosiones controladas, muchos cartageneros se asustaban pensando que podía ser la aviación y corrían hacia los refugios. Había pánico en la población.
De aquellos terribles años aún nos queda el refugio formado por los túneles excavados en el Cerro de la Concepción, al lado de la calle Gisbert. Era uno de los más grandes y tenía capacidad para proteger a miles de personas. Consistía en un complejo sistema de túneles y galerías excavados en la roca. Lo restauraron y ese lugar es hoy un museo abierto al público, un trágico recuerdo de aquellos días aciagos.
Los nervios estaban desatados en una sociedad enferma de odio. A menudo, después de los bombardeos, milicianos descontrolados se personaban en las cárceles donde estaban presas las personas sospechosas de ser afectas al bando de los rebeldes. Allí, los hacían formar en el patio y, en medio de la angustia más absoluta, iban leyendo el nombre de los elegidos. Nadie quería oír el suyo porque al que le tocaba se lo llevaban y no volvía nunca más. No había juicio ni nada similar, claro.
Por suerte, Cartagena estaba muy bien defendida y, a pesar de la intensidad de los bombardeos, la población sobrevivía. Las defensas antiaéreas no eran pequeñas. Nada menos que seis baterías con cañones Vickers y ametralladoras Oerlikon distribuidas estratégicamente rodeando la ciudad. La más cercana a donde vivía mi madre estaba en Los Dolores, un barrio próximo. Esas defensas no derribaron demasiados aviones, pero —y esto era lo importante— dificultaban los bombardeos. A menudo los forzaban a atacar sin precisión y los trimotores no conseguían sus objetivos. Se veían obligados a atacar de noche y sin visibilidad (sobre todo al principio de la guerra), o a lanzar desde mucha altura, y algunas de las bombas terminaban cayendo en zonas despobladas.
Quizá esas defensas de la ciudad, unidas a las que tenían los barcos de la flota, evitaron que en Cartagena se repitiera la masacre de Guernica, el pueblo vasco donde la Legión Cóndor en un solo bombardeo mató a más de doscientas en 1937, dejando esa pequeña localidad casi destruida.
Mi madre vivía en las afueras, en el barrio de Peral, una zona ubicada al norte de la ciudad, tierra adentro, en una modesta vivienda que se habría derrumbado fácilmente con cualquier bomba que hubiera estallado cerca. Durante la guerra cayeron algunas en el barrio. Mirando la documentación disponible he identificado tres, pero pudo haber habido alguna más: dos de ellas durante el masivo Bombardeo de las cuatro horas, y la otra lanzada en el 10 de octubre de 1938 por un bombardero Savoia italiano que lanzó una sobre una casa de la carretera del barrio de Peral.
Durante la noche Cartagena quedaba a oscuras. No había farolas ni luces encendidas. Y no era nada recomendable hacerlo. Te podía caer una bomba o te podían acusar de colaboracionista. Una vez que los Junkers 52 sobrevolaban la ciudad ya sí se encendían los potentes reflectores para facilitar la labor de los antiaéreos, creando una imagen espectral y fantasmagórica. Durante los ataques nocturnos los bombarderos de vanguardia solían lanzar bombas incendiarias para crear una especie de camino de fuego que orientase a los que venían detrás. Por eso, creo que la mayor parte de las bombas que cayeron en las afueras de la ciudad solían ser incendiarias. Durante el Bombardeo de las cuatro horas una de ellas produjo un incendio cerca de un hospital, en la llamada zona de Los Pinos, no demasiado lejos de donde vivía mi madre. De cualquier forma, siempre cayeron muchas más en el centro urbano.
Cuando yo era apenas un niño, mi abuela me contaba que, cuando caían las bombas, ella no quería ir al refugio antiaéreo. Años después estuve estudiando la distribución de los refugios de Cartagena durante la guerra civil y el más cercano lo encontré a unos veinte minutos andando (cerca de Ciudad Jardín, en el cruce de las calles Alfonso X el Sabio y Príncipe de Asturias). No creo que nadie cogiera a sus niños y empezara a caminar al descubierto todo ese tiempo hasta llegar a la seguridad del refugio. Sin embargo, la documentación es escasa y los historiadores no pueden descartar que hubiera otro más cercano, en el propio barrio, quizás alguno de esos que se construían improvisadamente y sin demasiada robustez.
Sea como fuere, cuando sonaban las sirenas para avisar de un inminente bombardeo, mi abuela no corría hacia el refugio. Ella tomaba a sus hijos (el pequeño Onofre y mi madre, apenas un bebé) y se metía bajo la cama —como si eso pudiera protegerla—, mientras escuchaba aterrorizada el zumbido de los trimotores y el estallido de las bombas.
Lo tenía que hacer una o dos veces por semana. Esa era su rutina. Es posible, amigo lector, que tu rutina semanal sea ir a trabajar o tener que hacer la compra y no te guste hacerlo. Lo cotidiano de mis abuelos durante aquellos años tuvo una naturaleza distinta y profundamente aterradora: destrucción, caos, muerte...
Supongo que la mayoría de las terribles explosiones debieron sonar lejanas. Casi todas caían en el casco urbano o en la zona del puerto donde fondeaba la flota. Allí era donde se concentraban los bombardeos, aunque no era raro que alguna vez una cayese en zonas más alejadas del centro de la ciudad: a veces, algún avión confundido en mitad de la oscuridad de la noche las lanzaba donde nadie lo esperaba. La guerra es así.
Recuerdo cuando mi abuela me lo contaba. Habían ya pasado muchos años de aquellos tiempos de guerra; pero, a pesar de todo, ella no podía evitar que la dominara la inquietud mientras me lo explicaba. No quería ir al refugio durante los ataques aéreos, porque, sorprendentemente, eso no era lo que más le preocupaba en esos momentos. Al contrario, lo que la aterraba de verdad era pensar que su esposo estaba destinado en la zona del puerto militar, donde caían la mayor parte de las bombas. Recuerdo su mirada agitada y su desasosiego. "Si es que él estaba allí, en el Arsenal", me confesaba.
¿Cómo podría preocuparse por ella y por sus hijos cuando sabía que su marido se encontraba donde los bombarderos vomitaban casi toda su carga mortal?
Y es que mi abuelo, el padre de mi madre, trabajaba en el Arsenal de Cartagena.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro