
Al norte de Cartagena
Al norte de Cartagena, en la calle del Contramaestre del barrio de Peral, donde hoy solo quedan unas ruinas derrotadas por los años, hubo una vez una casa de paredes blancas y encaladas en la que vivió una niña.
La niña disfrutaba con las cosas del coser. Cada mañana, con maña y cariño, cosía a mano pequeños vestiditos verdes, blancos, celestes y de otros colores muy vivos para probarlos en su muñeca.
Luego salía a la calle y corría saltando hasta llegar a una plaza de eucaliptos azules y ficus frondosos donde jugaba con sus amigas. Sus hermanos lamentaban que fuera un poco mandona.
Muchos años después, esa niña mandona llegaría a ser mi madre.
Josefa tuvo una infancia feliz. A pesar de todo, a pesar de vivir en una sociedad infame y terrible, que se ahogaba en sus contradicciones y naufragaba presa de sus desdichas, víctima de sus atroces desastres y de sus peores tragedias.
Ella no recibió estudios. No porque no deseara ir al colegio, sino porque en aquellos tiempos pasados de carestía y miseria, los hijos de las familias humildes no estudiaban, especialmente las niñas.
Creció rodeada por el mar cartagenero. Su padre, sus hermanos, su barrio... todo destilaba el rocío del viento del levante. Sin embargo, ese mundo salobre de marinos intrépidos y marineros esforzados, de buques elegantes y tempestades temibles siempre le fue ajeno, porque era un mundo hecho por los hombres y para los hombres.
Por eso, cuando llegó a ser una mujer joven, ella decidió seguir un camino diferente.
Josefa aprendía rápido, tenía talento y con gran ilusión desarrolló su inquietud por el mundo de las telas, del hilo y las agujas. Obstinada, convenció a sus padres para asistir a una modesta academia de costureras y luego adquirir una máquina de coser Singer. Después, supo explotar una de las pocas opciones que la sociedad de la época permitía.
Mi madre llegó a ser modista, con notable éxito.
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