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Capítulo 2:Snowball.

Las últimas palabras de Duke fueron como una bomba cayendo sobre el pequeño corazón de Max. Un tren. ¿En serio? Compararlo con un tren era un chiste de mal gusto.

Su corazón latía como si hubiese bebido diez tazas de café, y en cuanto recuperó el sentido común, corrió hasta quedar frente al enorme perro.

—¡Duke! ¡Repite lo último que dijiste!. —ordenó Max, con los ojos bien abiertos y las orejas en alerta.

El otro, sin inmutarse, solo alzó una ceja.

—¿Qué? Es la verdad.

—¡Duke!. —repitió su nombre, esta vez con más intensidad, como si con el volumen pudiera cambiar la realidad. —Una cosa te diré.

Max se paró firme, mirándolo fijamente. Duke, en cambio, no mostraba ninguna emoción en su rostro. Lo único que pasaba por su cabeza en ese momento era: ¿Qué le picó ahora?.

—Prométeme que no le dirás eso.— Dijo firme, sin levantar la voz. — No sé si me mientes, sobre que mañana iremos a la granja. Solo quiero que todo esro. No lo digas. No podría verle a la cara nuevamente.

—Oye, lo que sientes es normal. Creo... A todos en algún momento el conejo de Cupido les lanza una semilla y tienes que sembrarla con gallardo para que nazca.

Duke, despreocupado, se sentó a su lado y comenzó a rascarse detrás de la oreja, sin dejar de observar cómo su pequeño amigo bajaba la cabeza.

—No creo que sea eso… Gallardo es alguien admirable, pero…

—¿Tienes miedo, verdad?.

—No es miedo. Es terror.

—¿No es lo mismo?.

—No, esto es como el miedo, pero multiplicado por mil. Como cuando tú ves una serpiente en la tele.

—Ya estamos otra vez con el temita de las lombrices.

—Pero volviendo al tema… —suspiró Max con resignación. —¿Prometes no decir nada?

—Claro.

—¡Muchas gracias! Yo…

—Con una condición.

Max parpadeó, confundido. Esa no la vio venir.

—Bien. —dijo, resignado. —¿Cuál es la condición?

—Yo también quiero un pañuelo.

Duke sonrió con satisfacción mientras veía la expresión de su amigo transformarse en una cara de póker.

—Bien… Le diré a Gallardo que te obsequie uno.

—¡Sí!

Duke se sintió como un negociador profesional. Claramente, ver programas de policías con el humano había dado sus frutos. Max, en cambio, solo lo miró con desconfianza. Siempre pensando en las nubes, pensó.

Suspiró y se dirigió a su cama, que ahora estaba junto a la ventana del departamento. Desde que su dueña había comprado una mesa pequeña para que el niño hiciera sus tareas, su camita había sido reubicada.

Se acomodó y poco a poco cerró los ojos… hasta que sintió unas caricias en la cabeza.

—¡Max!. —la voz del niño sonó emocionada. —¡Te hice otro dibujo!.

Max levantó la cabeza y observó el papel. Esta vez sí se reconocía en el dibujo. Ladró dos veces y movió la cola con entusiasmo mientras veía cómo el niño lo pegaba en la pared, junto con otros dibujos.

La madre del pequeño se acercó con una sonrisa.

—Bien, cariño. Despídete de Max, es hora de dormir. Mañana tienes escuela, y cuando salgas iremos a ver a tu abuelo.

—¡Sí!.—gritó el niño, levantando los brazos.

Abrazó a Max y corrió a su habitación. Su madre, antes de irse, se arrodilló y le dio un beso en la cabeza, rascándole la oreja con cariño.

—Buenas noches.

Hizo lo mismo con Duke, aunque él ni se enteró. Tenía el sueño tan profundo que un terremoto no lo despertaría.

La mujer apagó las luces y cerró la puerta. Max observó la puerta cerrada hasta que vio que la luz del cuarto del niño también se apagaba.

—Buenas noches.

Cerró los ojos. Ahora sí podría dormir… o eso pensaba. Ya que si pudo confirmar, que mañana irían a la granja, solo cerró los ojos... Cansado, quería que fuera una de las bromas de Duke. Pero no, si iremos. Y el, estará ahí.

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Un par de horas después…

Max estaba despierto, observando la enorme ciudad desde la ventana. Su mente no dejaba de pensar en lo peor que podía pasar.

—¡Oye, pulgoso!.

Una voz femenina lo sacó de sus pensamientos. Miró hacia arriba y vio a Chloe, la gata, mirándolo desde el balcón superior.

—Hola, Chloe. ¿Qué pasa?.

—Si vas a saltar, que sepas que solo los gatos. —y ahora Gidget. — caen de pie.

—¿Qué?. —Max la miró, completamente confundido. —No pensaba hacer eso.

—Bueno… Según mi visión y mi imaginación, parecía que sí. Pero me da igual, si quieres volar, inténtalo. —Dicho esto, la gata empujó una maceta con una flor gris, que cayó del balcón.

Max siguió con la mirada la maceta cayendo en cámara lenta hasta el suelo.

—Esa flor me gustaba…

Volvió a mirar a Chloe, quien mantenía su típica expresión de me da igual todo.

—Hoy no tenía nada que hacer y tu amigo albóndiga me dijo que charlara contigo.

—¿Por qué?.

—Yo qué sé. —Se lamió una pata, como si la conversación le aburriera.

—Bueno, sea lo que sea, la respuesta es no.

—Está bien. Problema resuelto. —Dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras del balcón.

—¡Oye!.

Chloe se detuvo, rodó los ojos y volvió a bajar. —¿Ahora qué?

—Duke no está. Estoy solo. ¿Quieres quedarte un rato?.

Chloe se tomó un momento para pensarlo.

—Déjame ver… No.

Subió más rápido esta vez para evitar otra interrupción. Max suspiró.

—Gatos.

Regresó su atención al paisaje. El cielo se teñía de colores grises y la brisa nocturna lo hizo entrecerrar los ojos. Respiró hondo, pero se arrepintió en el acto.

—¡Achú!.

El aire de la ciudad no era precisamente limpio.

—El campo era más tranquilo. Y definitivamente más limpio.

Murmuró para sí mismo y, sin mucho más que hacer, subió al apartamento de Chloe. La encontró comiendo del refrigerador.

Sonrió travieso. Ladró lo más fuerte que pudo y la gata saltó directo al techo, temblando. Max se rió ante la escena y siguió subiendo hasta otro departamento lleno de muñecas… y un conejo vestido de princesa.

—Hola, Snowball.

—¡Perrete!. —gritó emocionado el conejo, saltando hasta quedar frente a él.

—¿Qué traes puesto?.

—Un atuendo elegante para tomar el té con la reina del armario.

Max parpadeó.

—Bueno… solo pasaba a saludar.

—¡Perfecto! Llegas justo a tiempo. Vamos a tomar el té con mis mejores amigas: María Antonieta, Guadalupe y Yoryet.

Snowball lo arrastró hasta la mesa. Max observó a los invitados: un oso de peluche, un unicornio y un caballo sin un ojo.

—Amigas, traje a un hombre fuerte y apuesto.

Max sonrió incómodo.

Y así, entre tazas de plástico y sospechosos cambios de taza, Snowball miró fijamente a su amigo.

—Dime, perrete… ¿qué te preocupa?

Max suspiró.

—Ahora que mi taza tenga veneno.

Snowball sonrió con misterio.

—Tranquilo. Si no me tientas… no tendrá.

Max tragó en seco.

No sabía qué le daba más miedo. Si sus sentimientos por Gallardo… o el té de Snowball.  Max suspiró pesadamente. Sabía que Snowball no se daría por vencido, y conociéndolo, lo presionaría hasta que soltara algo.

El conejo, con su típico aire de superioridad, tomó su tacita de té y la sorbió con un dramatismo innecesario.

—Entonces, ¿qué es lo que te tiene con cara de cachorro asustado?.

Max se removió incómodo en su asiento, observando a los "invitados" de la reunión. El unicornio de peluche lo miraba con su único ojo restante, como si también esperara una respuesta.

—Mira, Snowball… —tragó saliva—. No es que tenga miedo, es solo que… hay alguien a quien… admiro mucho.

El conejo arqueó una ceja y dejó su taza con un clank.

—¿Admirar? Ajá… —se cruzó de patas—. Dime, perrete, ¿esto es admiración del tipo "Oh, qué gran líder revolucionario", o del tipo "Oh, qué lindo brilla su pelaje a la luz del sol"?.

Max sintió cómo su rostro volvía a encenderse de un rojo preocupante.

—¡¿Por qué todos asumen lo peor?!

—¿Lo peor?. —Snowball se llevó una pata al pecho, fingiendo ofensa. — Amigo, no hay nada de malo en que te tiemblen las patitas por alguien.

Max frunció el ceño.

—¡No me tiemblan las patitas!.

—Entonces… —el conejo sonrió de manera astuta. —si ves a Gallardo ahora mismo, ¿no te pondrías nervioso?

El terrier abrió la boca para responder, pero luego la cerró. Después la abrió de nuevo… y la volvió a cerrar.

Snowball chasqueó la lengua.

—Ahí está. El gran Max, el terrier valiente, no puede ni decir un "no" rotundo.

—¡No es eso! Es solo que… —Max bajó las orejas. —No sé qué me pasa, ¿vale?

Snowball lo miró fijamente por unos segundos y luego asintió.

—Lo que pasa es que te gusta.

—¡NO ME GUSTA!.

—Lo dices con la misma convicción con la que Duke dice que está a dieta.

Max gruñó.

—Eres imposible.

—Gracias. Me esfuerzo.

El terrier bufó y miró hacia otro lado, notando de nuevo la cantidad de fotos de Snowball en la pared. En cada una tenía un traje diferente, desde un astronauta hasta lo que parecía un mariachi.

—¿Por qué tienes tantas fotos tuyas?

—Para recordar mi grandeza. —El conejo se acomodó la corona que traía puesta. —Pero no intentes cambiar de tema.

Max soltó un gemido de frustración y apoyó la cabeza en la mesa.

—Estoy acabado…

Snowball dio un saltito y se subió a la mesa, quedando cara a cara con él.

—Mira, pulgoso. Es simple: si no quieres que se enteren, no lo demuestres. Aunque con tu cara de "estoy en pánico", va a ser complicado.

—Genial, gracias por el apoyo.

—De nada. Pero si en algún momento necesitas ayuda para conquistar a Gallardo, ya sabes quién es el experto.

—¡No necesito conquistar a nadie!

—Ajá, lo que tú digas, Romeo.

Max decidió que ya había tenido suficiente por esa noche.

—Me voy a dormir.

—Dulces sueños… enamorado.

Max ni se dignó a responder. Caminó hasta la salida, pero antes de cerrar la puerta, escuchó la voz de Snowball una vez más.

—¡Y si necesitas consejos sobre cómo invitarlo a cenar, tengo un traje de mayordomo que podríamos usar!

Max apretó la mandíbula y se fue sin mirar atrás.

Definitivamente, Snowball no era la mejor opción para hablar de estos temas.

Max bajaba con cautela por las escaleras de incendio, apoyando con cuidado cada pata para no hacer demasiado ruido. No era que estuviera escapando de nada—bueno, tal vez sí—, pero después de su conversación con Snowball, lo último que necesitaba era que alguien más lo viera con la cara todavía caliente de vergüenza.

El frío de la noche lo ayudaba un poco a calmarse, y el aire fresco le hacía bien después de haber estado en una habitación llena de muñecos que parecían observarlo con ojos vacíos.

Cuando estaba a punto de llegar al último tramo, un ruido seco resonó detrás de él.

¡TUMP!

Max se quedó inmóvil. Lentamente, giró la cabeza y miró hacia el suelo. Ahí, iluminada por la tenue luz de la calle, yacía una muñeca de trapo con un vestido rosa sucio y una expresión que, en la oscuridad, era más aterradora de lo normal.

Antes de que pudiera reaccionar, la voz chillona de Snowball resonó desde arriba:

—¡ESO TE GANAS, YORYET, POR NO PAGARME LA CUENTA!

Max miró hacia arriba justo a tiempo para ver la silueta del conejo en el balcón, con las patas aún en posición de haber lanzado algo.

El terrier tragó saliva y volvió a mirar la muñeca en el suelo.

—Por Dios… —susurró.

Con el corazón latiéndole rápido, Max decidió que lo mejor era no hacer preguntas. No quería saber qué otras "deudas" tenía Snowball pendientes ni qué otras medidas extremas tomaría para cobrarlas.

Dando un último vistazo a la muñeca, la esquivó con cuidado y terminó de bajar las escaleras de incendio. Después de esa noche, estaba seguro de que necesitaría dormir con una luz encendida. Max llegó a la sala con pasos pesados, aún sintiendo un escalofrío por lo de la muñeca de Yoryet. Se sacudió, intentando olvidar la imagen de Snowball ejecutando su "justicia", y saltó al sillón.

El control remoto estaba a su lado, y sin muchas ganas de moverse demasiado, lo tomó entre los dientes y empezó a presionar botones al azar.

Click.

La televisión se encendió con un zumbido, mostrando un canal de noticias aburrido. Max frunció el ceño y apretó otra vez.

Click.

Ahora era un documental de cocodrilos cazando en un río.

Click.

Un concurso de cocina donde un chef le gritaba a un pobre tipo que su sopa sabía a calcetines mojados.

Click.

Un comercial de comida para perros con un golden retriever demasiado feliz corriendo en cámara lenta.

—Pff… vendido —murmuró Max, apretando otra vez el botón.

Finalmente, después de muchos cambios, la pantalla mostró un programa de farándula donde dos presentadores humanos hablaban animadamente sobre consejos de amor.

Max estuvo a punto de seguir cambiando, pero una frase lo dejó congelado.

"¿Sientes mariposas en el estómago cuando ves a esa persona? ¿Te pones nervioso cuando te habla? ¿Piensas en él más de lo normal?"

El terrier tragó saliva.

—N-no… eso no tiene nada que ver conmigo…

"Entonces, amigo o amiga, ¡estás enamorado!"

Max sintió que su cola se erizaba.

—¡No, no lo estoy!

Pero, en vez de apagar la tele, se quedó mirando. Tal vez, solo tal vez, un humano podría ayudarlo a entender lo que le pasaba. Porque lo que tenía claro era que no quería aceptar esa palabra.

No.

No era amor.

En la pantalla, los cuatro presentadores se reían mientras debatían sobre el amor como si fuera la cosa más sencilla del mundo. Había dos hombres bien vestidos con sonrisas de comercial de pasta de dientes y dos mujeres que parecían saber demasiado sobre relaciones. Una de ellas, con un turbante brillante y un montón de pulseras, sacó un mazo de cartas y lo extendió teatralmente sobre la mesa.

Max entrecerró los ojos.

—Eso es como la señora del parque… la que te dice el futuro por cinco papeles verdes de humanos.

La "adivina" agitó las cartas frente a la cámara.

—¡El amor está en el aire! —exclamó con un dramatismo exagerado.

Uno de los presentadores hombres se cruzó de brazos y suspiró con una sonrisa.

—A veces pienso que la vida sería mucho más sencilla si fuéramos perros.

El otro asintió, apoyando los codos en la mesa.

—¡Exacto! Solo dormir, comer y correr por ahí sin preocupaciones. Sin dramas, sin complicaciones amorosas.

Max bufó, hundiéndose más en el sillón.

—Sí, claro… díganme eso después de que un conejo con complejo de mafioso intente envenenarlos con una taza de plástico.

Los presentadores siguieron riendo, como si no lo hubieran escuchado.

—Y lo mejor —dijo una de las mujeres— es que los perros no tienen que preocuparse por enamorarse.

Max apretó los dientes.

—¡Oh, claro, porque es TAN fácil ser un perro! ¿Verdad?

Pero la gente en la tele solo siguió con su conversación, sin darle importancia. Max resopló y se dejó caer de lado, con la cola moviéndose con frustración.

—Tienen idea de nada…

Los presentadores soltaron una carcajada colectiva, contagiando la risa incluso a Max, aunque no quería admitirlo. Algunos de sus comentarios eran tan ridículos que le arrancaban una sonrisa a pesar de su mal humor.

—Y además. —continuó uno de los hombres, secándose una lágrima de risa. —los perros no tienen que preocuparse por las citas desastrosas ni por los mensajes sin responder.

—¡Exacto!. —agregó la adivina, agitando las manos. — Imaginen ser perros y simplemente mover la cola para decir "me gustas". ¡Sin complicaciones!

Max dejó escapar una risita sarcástica.

—Sí, claro, como si no hubiera perros con el corazón roto también…

De repente, un sonido interrumpió la conversación en el programa.

—¡Tenemos una llamada en vivo!. —anunció la otra presentadora con entusiasmo. —Hola, bienvenido, ¿cuál es tu pregunta?

La voz de un joven resonó en la televisión, un poco nerviosa.

—Eh… hola. Llamo porque necesito consejo. Verán… creo que me enamoré de alguien, pero… no sé qué hacer.

—¡Oh! ¡Cuéntanos más!. —dijo la adivina, revolviendo sus cartas como si estuviera a punto de sacar el destino del chico de entre ellas.

—Bueno… —la voz del chico titubeó. — es que me enamoré de un granjero.

Max, que justo en ese momento estaba tomando agua de su tazón, se atragantó. Tosió y sacudió la cabeza con fuerza, con los ojos abiertos de par en par.

—¿¡QUÉ!?

Se quedó quieto, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Un granjero? ¿Justo cuando él estaba lidiando con eso? ¿Acaso la televisión estaba tratando de decirle algo?

Miró la pantalla con sospecha.

—No… no, no, no… es coincidencia… ¡casualidad!

Pero su cola estaba baja y sus orejas, inquietas.

—Yo no creo en la magia…

En la televisión, la adivina sonrió como si hubiera descubierto un gran secreto.

—Oh, querido… el amor no entiende de lugares ni de razones…

Max gruñó, encajando los dientes en el cojín.

—¡Cállate, señora de las cartas!.

La adivina tomó su mazo de cartas y comenzó a barajearlo con movimientos teatrales, haciendo que las pulseras en sus muñecas tintinearan. Max, que ya estaba al borde de un ataque de nervios, sintió un alivio inmediato y exclamó con sarcasmo:

—¡Gracias! ¡Ya era hora de que usaras esas cosas en lugar de dar discursos filosóficos!

Pero su alivio duró poco.

La adivina sacó la primera carta y la mostró a la cámara. Era El Loco.

—¡Ah, qué interesante!. —dijo ella, arqueando una ceja. —Esta carta simboliza el inicio de una nueva aventura… un salto al vacío sin certezas.

Max se puso rígido.

—Pff… eso no tiene nada que ver conmigo.

Sacó otra carta: Los Enamorados.

—¡Oh, qué destino más claro!. —exclamó la adivina con una sonrisa radiante. —Esta carta representa un amor inesperado… uno que nos obliga a tomar decisiones importantes.

El terrier sintió que su pelaje se erizaba.

—¡No, no, no, sáltate esa! Seguro es un error.

Pero la adivina ignoró sus protestas (porque, claro, no podía escucharlo) y tomó una última carta con un gesto solemne. La volteó lentamente y su expresión se volvió aún más dramática.

El Destino.

—¡Increíble!. —dijo ella, mostrando la carta a la cámara. —Esta carta nos dice que todo está escrito… que lo que creíamos casualidad, en realidad, es el universo moviendo sus hilos.

Max sintió que su corazón se detuvo por un segundo.

—…No.

Se bajó del sillón de un salto, alejándose de la televisión como si la pantalla fuera a tragárselo.

—¡NO!

Pero ahí seguía la adivina, sonriendo como si supiera algo que él no quería admitir.

—Nada en esta vida es coincidencia…

Max tapó sus orejas con las patas.

—¡Déjenme en paz, humanos brujos!.

Pero al mirar de reojo la televisión, vio que la adivina lo miraba directamente.

O al menos, parecía que lo hacía.

—Tu destino está en tus manos… Pero recuerda. La carta salió invertida, así que puede ser malo. Pero no lo sabrás si no lo descubres.

Max sintió un escalofrío, cambio de canal  de un mordisco y corrió a esconderse detrás del sillón.

—¡ESTO ES SOLO UNA BROMA DEL UNIVERSO!. —se repetía a sí mismo, temblando.

Pero en el fondo… muy, muy en el fondo… una vocecita le decía que quizá, solo quizá, no lo era.  Después de cambiar el canal, la música comenzó a llenar el departamento vacío. Era una melodía tranquila, con un ritmo pausado, casi melancólico. Las notas rebotaban suavemente por las paredes, envolviendo el espacio en una atmósfera extrañamente serena.

Max se quedó en el sofá, inmóvil, mirando a la nada. Sus ojos seguían las luces vibrantes del televisor, que destellaban en colores cambiantes, azul, rojo, morado… pero su mente estaba lejos de ahí.

El eco de la voz de la adivina aún rondaba en su cabeza.

"Nada en esta vida es coincidencia…"

Bufó, intentando sacudirse la incomodidad.

—Puras tonterías… —murmuró, pero su propia voz sonó poco convincente.

Se acomodó sobre el cojín, apoyando la barbilla en sus patas. Afuera, el ruido de la ciudad seguía como siempre, bocinas de autos, pasos lejanos, un perro ladrando a la distancia. Todo normal. Todo igual.

Y, sin embargo, él se sentía diferente.

La idea de que su destino estaba en sus patas le revolvía el estómago. No porque creyera en eso… claro que no… sino porque, por más que intentaba ignorarlo, había algo en su interior que le decía que tal vez… solo tal vez… no estaba tan equivocado.

Suspiró, cerrando los ojos por un momento, dejando que la música siguiera sonando, acompañándolo en la soledad de su pequeño departamento.

Max yacía boca arriba en el sofá, con las patas estiradas y la mirada perdida en el techo. La música seguía sonando de fondo, pero su mente estaba demasiado ocupada fabricando un torbellino de escenarios imaginarios.

Primero, las posibilidades normales.

"Tal vez simplemente lo admiro y ya. No es nada raro. Lo veo, le digo ‘hola’, hablamos de cosas serias como... como comida o la cantidad de correas que usa su dueño, y ya. Fin del asunto. No hay necesidad de pensar más en esto."

Luego, las felices.

"¿Y si nos volvemos grandes amigos? Nos encontramos en el parque, compartimos historias, corremos juntos por el césped como en una de esas películas cursis de perros. Y en una tarde soleada, con la brisa soplando y el cielo pintado de naranja, me dice ‘Max, eres el mejor amigo que he tenido’. Y yo me río y digo ‘Lo sé’."

Sonrió un poco.

Pero entonces, llegaron las trágicas.

"¿Y si lo arruino? ¿Y si digo algo estúpido y me empieza a evitar? ¿Y si me pongo tan nervioso que termino cayendo de la banca del parque y todos se ríen de mí? ¿Y si me da un ataque de pánico y me escondo debajo de un arbusto y nunca más me atrevo a salir?"

Rodó sobre sí mismo, ahora enterrando la cara en el cojín.

—No, no, no, esto es ridículo…

Pero su cerebro no se detuvo ahí.

"¿Y si él ya tiene a alguien? ¿Y si yo solo soy un perro más en su lista de conocidos? ¿Y si un día se muda lejos y nunca más lo vuelvo a ver?"

Se sentó de golpe, con el pelaje todo revuelto y las orejas bajas.

—¡Basta!. —se ordenó a sí mismo. —¡No voy a seguir torturándome con cosas que no han pasado!

Respiró hondo.

Aguantó el aire.

Lo soltó.

Luego, volvió a dejarse caer de espaldas en el sofá, mirando al techo otra vez.

Y en menos de cinco segundos…

"¿Y si…?"

Bufó, tapándose la cara con las patas. Esto iba a ser una larga, muy larga noche. Sin darse cuenta, poco a poco, sus ojos comenzaron a humedecerse. No era tristeza. No del todo. Era ese tipo de llanto silencioso que no viene con sollozos ni respiraciones entrecortadas, sino con una presión en el pecho y una sensación de ahogo en la garganta.

El peso del cansancio mental lo empujó fuera del sofá, caminando sin rumbo fijo hasta su cama. No tenía energía para cuestionarse por qué se sentía así, simplemente se dejó caer sobre el colchón, encogiendo su pequeño cuerpo hasta quedar hecho un ovillo.

Se enrolló en la manta con movimientos lentos, casi mecánicos. No sollozaba, no temblaba, ni siquiera jadeaba. Solo estaba ahí, quieto, sintiendo cómo las lágrimas caían en completo silencio, resbalando por su hocico y empapando la tela bajo él.

Cada gota que caía era un pensamiento que no lograba procesar, una pregunta sin respuesta, una sensación enredada en su mente que no sabía cómo desatar.

No entendía por qué se sentía así. No estaba triste. No estaba realmente asustado. Pero tampoco estaba bien.

El cuarto estaba oscuro, la única luz venía del televisor que aún parpadeaba en el fondo con imágenes de algún video musical que ya no estaba prestando atención.

Suspiró, hundiendo el rostro en la manta, dejando que las lágrimas siguieran cayendo hasta que, poco a poco, sin darse cuenta, sus párpados pesaron lo suficiente como para arrastrarlo al sueño.










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