Eritz lloraba. Gemía de dolor y angustia al haber sido testigo de la masacre que se había llevado a cabo sobre su cadáver. La sangre había inundado sus dominios y la oscuridad había aplastado sus árboles sin piedad. El aire olía a muerte. No existía una sola alma, un solo suspiro, que se alzara con el humo. Todo era destrucción, vacío y cenizas que se levantaban con el viento para fundirse con el cielo. El bosque, antes orgulloso y dominante, hacía días que había sido carbonizado por completo, viéndose reducido a madera quemada y tierra muerta.

El silencio era desgarrador; un témpano de hielo que sometía al valle hasta convertirlo en algo burdo e insignificante. Y allí, en medio de nada, un jinete se tambaleaba sobre su caballo, dirigiéndose hacia el desierto, hacia el olvido. Las patas del animal se hundían en el barro; ambos agotados y sucios, llenos de polvo y mugre. Atrás habían quedado sus días de gloria y poder. El orgullo le había sido arrancado de cuajo, sin piedad ni compasión, del mismo modo en el que él había arrancado la felicidad y el futuro de muchos. Se había hecho justicia, se había detenido la cadena de muertes. Ahora todos estaban condenados.

Pero no hay guerra sin odio. No hay odio sin venganza.

Inocentes habían sido castigados y desconocidos habían sido alabados. Las cenizas de la venganza no se habían apagado, la guerra aún no había terminado. Solo era cuestión de tiempo que todo volviera a arder.

El hombre contempló el horizonte y sonrió, haciendo que su labio partido sangrara. Regresaría. Y lo haría con mucha más fuerza que antes. Las alianzas dejarían de importar, el conocimiento de los yarshenitas no volvería a superar el suyo. No volverían a atarlo a un estúpido caballo, no volverían a dejarlo en ridículo. Se vengaría de todos. No lo vencerían de nuevo. Al fin y al cabo, su destino era Argos, y no marchaba solo.