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Capítulo 1

Hundió los dedos en la tierra, ahí donde la huella de una pezuña estaba clara. No muy lejos, enganchados en un matorral, varios mechones de pelaje se dejaban ver entre sus zarzas. Sonrió; el rastro era fresco. Por encima de su cabeza, el aleteo de un ave revolvió el follaje de los árboles.

Se puso en pie con cuidado, con el arco listo y la flecha entre los dedos. Los helechos le acariciaban las rodillas mientras se abría paso entre la maleza, atento a cada sonido, a cada voz que pudiera captar su oído. El viento le susurró indignado, consciente de sus intenciones, antes de que él lo callara con unas pocas palabras dichas entre dientes. Entonces, cesó la brisa y enmudeció el bosque. Los árboles no tuvieron más opción que contener el aliento a medida que él se acercaba más y más hasta su presa. El final estaba cerca, se sentía en la tensión del aire y en la inmovilidad de las hojas colgando de sus ramas. Entonces, la vio, bebiendo de un riachuelo junto a su cría.

El cervatillo todavía tenía el pelaje moteado y sus cuernos no eran más que unas protuberancias imperceptibles en su cabeza. A su lado, la cierva levantó de pronto la cabeza, atenta. Él se detuvo al instante, inmóvil y agazapado tras unos matorrales. A través del follaje, vio cómo movía las orejas, intentando captar cualquier señal de amenaza, como si alguien o algo la hubiese puesto sobre aviso.

Kaadel sopesó de forma rápida sus opciones, sintiendo el peso de su orden en la punta de la lengua antes incluso de que se decidiera a emitirla. Podía hacer que ambos animales fuesen a su encuentro como si estuvieran amaestrados, pero la vía fácil era aburrida y a su vida le faltaba la emoción de la adrenalina espontánea. Por tanto, inspiró hondo, afianzó su agarre sobre la madera del arco y se incorporó. No le importó hacer ruido ni se alteró cuando la cierva dio un respingo y echó a correr en dirección contraria; su objetivo no era ella, sino el cervatillo. Este, con menos agilidad que su madre, tardó demasiado en dar media vuelta y cayó al suelo con una flecha clavada en el cuello.

Kaadel se acercó a su presa, con paso relajado y satisfecho, y el viento revolvió furioso el techo de hojas que se suspendía sobre su cabeza. Hizo caso omiso y se acuclilló para poder recuperar la flecha. Tenía las plumas desgastadas y enrarecidas. La giró entre los dedos, pensativo, y se la enseñó a un halcón que lo observaba con atención desde una rama.

—Va siendo hora de que le ponga unas nuevas, ¿no crees? —le preguntó.

La única respuesta que obtuvo fue que el ave retorciera el cuello para limpiarse las plumas de una de las alas. Sonrió y limpió la sangre de la punta sumergiéndola en el riachuelo que corría tímido a sus pies. La guardó junto a las demás y se colgó el arco al hombro antes de estudiar con ojo crítico el cervatillo. No era muy grande, pero si conseguía venderlo a buen precio, dejaría los caminos durante un par de noches a favor de una cama en alguna posada. También tenía que reponer provisiones y armas y, para eso, precisaba de dinero. Alzó la mirada hacia el halcón.

—Volvamos.

Con un pequeño chillido, el ave alzó el vuelo y se perdió tras las copas de los árboles iluminadas por la luz del ocaso. Faltaba menos de una hora para que anocheciera y si quería vender el cervatillo esa misma tarde, debía darse prisa.

Levantó entonces el venado y se lo colocó en la espalda, caminando a trompicones un par de pasos hasta que se acostumbró al peso. Así, emprendió el camino de regreso, cuidándose de no resbalar con las hojas que se descomponían en el suelo y que cubrían sus botas hasta los tobillos con cada pisada.

Mientras avanzaba, una suave y discreta canción comenzó a abrirse paso entre los grillos y el vivo trinar de los pájaros. Era un vaivén de emociones, una espiral trazada en el aire por las hojas al caer al suelo. A la derecha, el viento transportaba alegre y orgulloso el aroma del verano; el del trigo tostado y el penetrante olor de las moras maduras. A la izquierda, el bosque lloraba por la muerte del cervatillo, reprochando con el movimiento de las ramas aquel cruel arrebato de una vida prematura.

Dejó de estar solo. Los árboles, los arbustos, los pájaros y los insectos lo observaban; la naturaleza al completo lo hacía, alzando con discreción las hojas o saliendo de detrás de las capas de corteza desprendidas. Decenas de ojos parpadeaban coordinados desde sus escondites. Hablaban sobre él, el intruso que había perturbado la calma. Lo criticaban, lo condenaban por asesino y le exigían que se marchase, indignados. Escupían insultos y apretaban los puños con ira. Pobre cervatillo, pobre madre angustiada, pobre vida cercenada.

Y, de pronto, silencio. Los murmullos cesaron al abandonar la primera línea de árboles. Kaadel se detuvo, atento, y miró por encima del hombro hacia el bosque. Solo vio árboles, troncos sin corteza y el camino que habían abierto sus pasos entre la alfombra de hojas. Nada se movía.

Las cigarras quedaron en un primer plano y el viento se limitó a rozar las hojas entre sí. Regresó el calor y el cansancio. El sol estaba a punto de esconderse tras las montañas y las primeras estrellas aparecieron sobre un fondo violeta. Siguió sin moverse, buscando cualquier detalle que pudiera escapársele a simple vista. El viento se burló de él.

Kaadel, con un suspiro, dio media vuelta y reemprendió su camino hacia el pueblo que había en el valle.

A la luz del atardecer pudo divisar varios aldeanos que regresaban a sus casas después del trabajo. Las luces de los hogares ya comenzaban a hacer su aparición y el ganado ya se hallaba resguardado, lejos del alcance de los depredadores. El final del verano se acercaba, y con él, el final del calor empalagoso y las cosechas. Esa tarde en concreto olía a tormenta, pese a no haber más de dos nubes en el cielo, y el sudor no tardó en perlarle la frente y en adherirle la tela de la camisa a la espalda mientras descendía la colina que lo llevaría al pueblo.

La calle principal era polvorienta y estaba quemada por el sol. De camino a la casa del carnicero, Kaadel esquivó a dos niños que correteaban detrás de un gato y se detuvo para dejar pasar a una mujer con sus dos cabras. Resopló cansado, apartándose el pelo castaño de los ojos, y se recolocó el animal a espalda. La puerta ya estaba cerrada, pero dentro todavía ardía la lumbre, por lo que, con los hombros agarrotados, entró sin muchas ceremonias. Dentro, el carnicero despellejaba unos pollos y no se inmutó al escuchar la puerta raspar el suelo de su tienda.

—Está cerrado —declaró sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo.

—No vengo a comprar.

Solo entonces el hombre detuvo su tarea y levantó la cabeza. Frunció el ceño al ver el animal que cargaba a la espalda, pero Kaadel hizo caso omiso y dejó caer el venado con un golpe sordo y directo encima de la mesa.

—Hablemos de negocios.

El carnicero estudió el cervatillo y luego a Kaadel.

—¿De dónde lo has sacado?

Kaadel alzó una ceja y lo miró con obviedad.

—Lo he cazado.

—No puedo...

—Nadie echará en falta un cervatillo menos en el bosque —lo interrumpió, impasible. Se apoyó en la mesa con los brazos cruzados y se inclinó hacia delante. Sus ojos verdes se volvieron agudos—. No si eres listo y no abres la boca más de la cuenta. Sé práctico.

El hombre se lamió los labios, pensativo, y se rascó un brazo, manchándoselo con la sangre y la grasa que aún cubrían sus dedos. No apartaba los ojos del animal que habían dejado bajo sus narices. Sin embargo, volvió a negar, aunque no tan convencido como antes.

—Es demasiado.

—Todavía no te he dicho ningún precio. —Puso una mano en el lomo del cervatillo, ya frío, y miró al carnicero a los ojos—. Escucha, necesito el dinero. Esta cría puede dar de comer a todo el pueblo durante una semana, y su piel también es buena. Además, se acerca el Festival y la gente buscará con qué celebrarlo.Si haces bien las cuentas, saldrás ganando y con creces.

Kaadel presenció, para su deleite, cómo la duda dejaba paso a la avaricia en la expresión del hombre. Resistió el impulso de sonreír y aguardó con paciencia a que el carnicero se convenciera a sí mismo de que aquel era, sin duda, un buen negocio. Al final, preguntó:

—¿Cuánto?

Entonces sí, Kaadel sonrió satisfecho y procedió con el regateo.

***

A la mañana siguiente, envuelto en el olor a lluvia reciente y con dos monedas de plata en el bolsillo y otro par más de cobre, se marchó de aquella aldea de la que desconocía su nombre en dirección a la capital. Con suerte, le llevaría alrededor de una semana llegar hasta ahí si iba a buen ritmo. Durante cuatro días, recorrió, a lomos de un caballo, caminos que atravesaban campos y algún que otro bosquecillo, deteniéndose lo mínimo para que su montura y él descansaran y reemprendiendo la marcha a primera hora de la mañana, cuando el rocío aún no había abandonado las briznas de hierba y la niebla matutina todavía se enredaba en las patas del caballo.

Al anochecer del quinto día divisó Urtal, una ciudad amurallada que se encontraba a un día a pie de la capital. No era muy grande y sus calles carecían de orden alguno, con las casas y los edificios construidos según las necesidades de cada momento. Solo la vía principal y la plaza estaban adoquinadas y, pese a que el atardecer ya creaba sombras sinuosas sobre las paredes, el mercado seguía despierto, alumbrado por una enorme hoguera que habían encendido en el centro del mismo. Un juglar animaba el ambiente con sus canciones, narrando la época, cuatro décadas atrás, en la que Alonthae ganó la guerra, expulsando de sus tierras a bárbaros que carecían de honor y que empleaban sus lenguas viperinas para deshacerse de sus enemigos. Al compás de su música, varios jóvenes se habían animado a bailar alrededor del fuego, riendo y aplaudiendo motivados por el ritmo cada vez más rápido de la canción.

Intentando hacerse oír por encima del bullicio, Kaadel depositó unas monedas en la mano del tendero y le agradeció por el pastel de carne que le acababa de entregar. Sin esperar a alejarse ni dos pasos de ahí, le dio un bocado hambriento. El ritmo de la melodía siguió acelerándose hasta llegar al clímax, que concluyó deteniéndose de golpe a la vez que se paraban los propios bailarines. Los aplausos y las sonrisas agotadas no tardaron en sustituir a las notas del laúd, y Kaadel se dejó caer en una carcomida escalinata mientras seguía dando buena cuenta de su comida. Cansado por otra larga jornada de estar cabalgando, estiró las piernas y apoyó la espalda en la pared, observando con aire distraído la multitud.

Los días previos al Festival de la Victoria eran igual de intensos que el propio evento, y la gente aprovechaba el solsticio de verano para alargar aún más la festividad, llegando a pasarse más de una semana celebrando la victoria de una batalla que se había dado cuarenta años atrás. Comidas, bailes, incluso representaciones llenaban las calles y plazas de cada ciudad y pueblo que había visitado durante los últimos días, todos con el mismo tema, todos alabando las mismas hazañas.

El pastel de carne estaba cargado de especias y Kaadel deseó tener a mano un poco de agua para quitarse el sabor, demasiado fuerte para su gusto, de la lengua. Se lamió los dedos manchados de grasa y contempló impasible cómo dos actores fingían batirse en duelo a la vez que uno de ellos, vestido con harapos cosidos de cualquier forma y con el pelo ensuciado con carbón, balbuceaba palabras inventadas y sin sentido y hacía espasmos con las manos. El público aplaudía, encantado, y se reía por los insultos que recibía el claro enemigo del reino.

—¡Muy lento, estúpido yarshenita! —bramó el que iba vestido de soldado—. ¡Muere!

De forma coordinada, le cruzó la espada por el pecho y el llamado yarshenita se tiró al suelo gritando y maldiciendo de forma dramática antes de dejar de moverse. Su oponente levantó el arma a modo de victoria y la multitud celebró, entusiasmada. Al verlos deleitarse con algo tan superficial, Kaadel puso los ojos en blanco sin poder evitarlo.

Acabada su cena improvisada, se levantó de las escaleras y se alejó de la plaza jugueteando con la llave de la habitación que había conseguido hacía menos de una hora. Pasó de largo a dos borrachos que caminaban haciendo eses y se adentró en la calle de la posada. La misma hacía también de taberna, por lo que las risas y el estruendo de la vajilla no faltaba y se escuchaba ya desde el exterior. Dentro, el calor era sofocante y todo olía a una mezcla rancia de cerveza, estofado y sudor.

Se acercó hasta el posadero, que se afanaba por servir a tiempo las bebidas de un grupo ruidoso de clientes medianamente borrachos, y apoyó los codos en el mostrador a la espera de ser atendido.

—Un momento —balbució con prisa el hombre, dejando cuatro jarras de cerveza y dos cuencos con queso y pan en una bandeja de madera—. ¡Mary! —vociferó y ni siquiera se molestó en esperar a ver cómo una joven con delantal se apresuraba a llegar hasta ahí cargada con platos sucios y vasos para concentrarse en preparar la siguiente orden—. Si quieres habitación, ya no nos quedan. Pero podría hacerte un hueco en los establos por...

—Ya tengo habitación —lo interrumpió Kaadel, dejando ver la llave que el propio posadero le había dado.

El hombre, ajetreado como estaba, se obligó a detenerse por un momento y contemplar al recién llegado. Tardó un par de segundos en reconocerlo y acordarse de haberlo visto antes y se secó el sudor de la frente con el antebrazo.

—Lo siento —se disculpó—. Como ves, me faltan manos. Estas fechas son productivas, pero también una locura. ¿Qué necesitas?

Kaadel depositó cuatro monedas de cobre en el mostrador y las empujó hacia el posadero.

—Una cerveza, por favor. También necesitaría provisiones para un día para mañana por la mañana. Y espero que mi caballo haya sido atendido como indiqué.

—¿Tu caballo? Ah, sí, el negro. Sí, he mandado que se ocupen de él. —Recogió el dinero y, al guardarlo en el bolsillo del delantal, lo observó un momento, pensativo—. ¿Te diriges a la capital?

—Así es.

—En ese caso, te aconsejo que intentes llegar antes del atardecer o te quedarás sin dónde dormir, si es que no se han llenado las posadas ya.

La mirada de Kaadel se volvió curiosa y se reclinó sobre la repisa para poder escuchar mejor al posadero por encima del bullicio.

—¿Tan grande es el Festival en la capital?

—Si no lo sabes es que no eres de por aquí.

—He llegado a Urtal hace poco —reconoció, al mismo tiempo que le entregaban un vaso del que sobresalía espuma.

El grito impaciente de un hombre que preguntaba por su bebida interrumpió por un momento la conversación. El dueño de la posada miró por encima del hombro de Kaadel un segundo, en busca del cliente, antes de alcanzar una jarra vacía y proceder a llenarla con cerveza.

—Safield está el doble de animada y atiborrada de gente que Urtal, si no más —comenzó, centrándose de nuevo en su trabajo—. Muchos comerciantes van ahí a hacer negocios, y en palacio se celebran banquetes que dicen que llegan a durar dos días y dos noches. Los cuatro duques visitan la capital al mismo tiempo e incluso el general Aldort abandona la Garganta por unos días durante estas fechas. Podría decirse que la mayoría de las figuras importantes del reino están en Safield ahora mismo. Y si además le sumamos que el rey recibe en audiencia durante todo el día de mañana a cualquiera que lo desee...

Kaadel asintió, comprendiendo, y se abstrajo por unos imperceptibles instantes. Le dio un sorbo tentativo a la cerveza, y el sabor de la cebada fermentada le cosquilleó en la lengua.

—¿Es seguro que el general se vaya de la frontera durante tanto tiempo? —murmuró entonces con aire pensativo y preocupado.

—Eso mismo me pregunto yo —gruñó el hombre arrugando la nariz con desprecio y desconfianza. Con un golpe sordo, depositó el siguiente pedido sobre el mostrador y una de las dos muchachas que trabajaban ahí se apresuró a llevárselo—. Pero, bueno, no entiendo de guerra. Y si ha mantenido a raya a esos yarshenitas durante cuarenta años, digo yo que sabrá lo que se hace.

Kaadel volvió a asentir y alcanzó su bebida una vez más. Se permitió relajarse mientras conversaba un poco más con el posadero, distrayéndose con cotilleos, rumores y noticias que llegaban a sus oídos. De fondo, el bullicio continuo del local llenaba los silencios.

Poco después, se retiró de la agitación de la planta baja y se refugió en la soledad del pequeño cuarto que había pagado para aquella noche. No eran más que cuatro paredes de madera, con un montón de paja encerrada en una gruesa manta colocada a modo de cama en una esquina y un viejo y desgastado arcón que hacía tanto de armario como de mesa. Sobre él le aguardaba una vela a medio gastar que no tardó en encender y una palangana con agua y un trapo que le sirvió para quitarse el polvo y la suciedad de los caminos.

Con cansancio, se dejó caer en el colchón y se quitó las botas. Sentía que tenía los músculos agarrotados y se preguntó, de forma distraída, cómo era que todavía no se había acostumbrado a estar yendo y viniendo si toda su vida consistía en eso: recorrer caminos y atravesar ciudades sin parar más de lo necesario día sí y día también. Viajaba solo, sin más compañía que la de sus pensamientos y su halcón, excepto cuando lo mandaba lejos con algún mensaje que necesitaba entregar. Nadie sabía quién era, un viajero más de muchos. Y en las pocas veces en las que se presentaba, no se quedaba el tiempo suficiente como para poder ser recordado.

Suspiró. No tenía sentido darle vueltas a algo que no podía remediar. Tenía un trabajo y su deber era cumplirlo, sin fallas ni titubeos, pues el destino de mucha gente dependía de que él hiciera su papel y entregara con éxito el mensaje que le habían confiado a los reyes de Alonthae. Y para eso, necesitaba llegar a la capital lo antes posible.

Miró hacia la ventana, que estaba abierta de par en par. Desde ahí todavía se podía escuchar el bullicio del parloteo incansable procedente de la taberna. Volvió a ponerse en pie y, descalzo, se acercó hasta el alféizar. Abstraído, comenzó a tararear una vieja canción infantil que hizo que la brisa de la noche le revolviera el pelo. No tardó en escuchar el inconfundible aleteo del halcón acercándose.

—Kriv —llamó, y el ave no dudó en volar hasta su brazo levantado y cubierto por un protector. Con un dedo, le acarició el pico y le ató a una de las patas un trozo de pergamino viejo que se sacó de un bolsillo—. A casa. No te des prisa.

El halcón emitió un ligero chillido y alzó el vuelo, desapareciendo en la oscuridad de la noche. Se quedó solo, contemplando las estrellas con el ajetreo de la ciudad de fondo. Al día siguiente llegaría a la capital y, a partir de ahí, todo estaba en blanco. No sabía cómo iban a desarrollarse las cosas, pero él tenía una misión, y ya era demasiado tarde para poder echarse atrás.

Con esto en mente, su atención acabó en la vela que seguía ardiendo a poca distancia de él, sobre el arcón.

Etegnits —murmuró, y la llama se apagó, sumiendo todo en la oscuridad de la noche.

***

Consiguió llegar a la capital al mediodía, con el sol en pleno apogeo y una cola a la que tuvo que incorporarse para poder adentrarse en la ciudad. Al igual que en Urtal, en el mismo momento en el que atravesó la muralla, sus sentidos se vieron invadidos por una repentina explosión de color, alegría y música. Las calles estaban llenas de puestos improvisados y el blasón de la familia real, un águila con las alas extendidas en pleno vuelo rodeada por una corona, se lucía en un fondo escarlata cada pocas casas, orgulloso e invencible.

Las calles eran un hervidero de gente que no paraba quieta, de niños correteando, artesanos y mercaderes parloteando intentando vender y de personas adineradas vestidas con finas sedas y colores que resaltaban de la misma forma que las decoraciones callejeras. A medida que uno se acercaba al centro de la ciudad y a la plaza del mercado, la multitud crecía y la excitación de la población aumentaba. Era el día previo al Día de la Cosecha, y la euforia se respiraba en el aire junto a los aromas de las especias, los dulces y la carne asada.

En el centro del mercado se había organizado un escenario donde una compañía de artistas y músicos, mucho más grande y mejor preparados que en Urtal, representaban, lo más seguro que por enésima vez, el desarrollo de la guerra. Acompañados por la voz del juglar, escenificaron el exilio del hombre que amenazó la seguridad del reino y cómo él y su gente fueron expulsados al desierto para morir de hambre y sed bajo un sol abrasador.

Kaadel, sin embargo, pasó de largo y se perdió por las calles menos concurridas, para poder acercarse al palacio sin verse detenido ni arrastrado por los vendedores que querían engatusarlo para que vaciara los bolsillos en sus puestos. Se sumó en silencio a las personas que aguardaban para entrar a hablar con el rey y se volvió uno más de la multitud, procurando quedarse siempre el último y dejando pasar a los que llegaban detrás de él.

Así, aguardó por horas con una paciencia fruto de la obligación y el deber, intentando entretenerse observando la agitación dentro de los muros reales y el ir y venir de los criados y soldados que se paseaban por ahí, la mayoría de las veces con las manos llenas y siempre con algún recado que cumplir. No vio a ningún noble, aunque sí sus carruajes y comitivas, por lo que supuso que todos intentaban evitar al populacho. Aguantó, con cada vez más irritación, las quejas de los demás con respecto al calor y el hambre y se mantuvo firme en su tarea, recordándose cada dos por tres el motivo por el que estaba haciendo aquello e intentando abstraerse del resto del mundo.

Su turno le llegó al fin con el resplandor del atardecer a sus espaldas. Sin muchas ceremonias, lo guiaron hasta la sala del trono por pasillos decorados hasta el más mínimo detalle, con las paredes cubiertas por tapices, cuadros y armas y con guardias apostados en cada una de las esquinas. La familia real nadaba en la abundancia, y Kaadel detestó comprobar que ni siquiera había una mota de polvo o suciedad mirara por donde mirara. Todo era perfecto y relucía, y él no pudo evitar preguntarse si el rey había llegado a pasar hambre alguna vez en su vida. Supo, sin que nadie le contestara, que la respuesta era negativa.

Y, entonces, las puertas de la sala del trono se abrieron y de su mente desapareció cualquier pensamiento que no tuviera que ver con la tarea que lo había llevado hasta ahí.

Despacio, avanzó con pasos cuidadosos y silenciosos hasta acabar a los pies de la escalinata que llevaba al trono. Ahí, la familia real al completo aguardaba, digna e intocable. Mientras se arrodillaba, Kaadel se aseguró de lanzarle una rápida mirada a los cuatro. Primero, se fijó en la princesa, sentada en el extremo izquierdo: una adolescente de rizos rubios a la que sorprendió intentando ahogar un bostezo aburrido mientras se abanicaba, pese a tener las ventanas de la sala abiertas de par en par. Su hermano, el príncipe heredero, se encontraba sentado en el lado contrario, a la derecha del rey, y permanecía erguido e inmóvil, cumpliendo su papel con dignidad pero con la misma expresión cansada y llena de hastío que la princesa. La reina, por el contrario, lucía una mirada serena y paciente, como si no llevara sentada en la misma postura horas enteras.

Y, por último, el rey: un hombre de gesto indescifrable y mirada tan dura como imperturbable. Con la corona reluciendo con orgullo, permanecía rígido e inamovible sentado en el trono, con la cabeza apoyada en una mano y tamborileando, impaciente, con la otra en el muslo. Era más que evidente que quería acabar con aquello después de estar todo un día escuchando peticiones, y Kaadel supo que debía ir al grano.

—Majestades —saludó, agachando la cabeza tras haber hincado la rodilla en el suelo—. Agradezco de corazón que me hayáis permitido este encuentro. Sin embargo —añadió, alzando la mirada—, antes de abordar el asunto que me trae hasta aquí, quisiera pediros que me concedierais una audiencia privada.

El rey frunció el ceño y el desconcierto en la sala fue evidente. No obstante, fue la reina la que tomó la palabra:

—¿Qué clase de asunto requiere que se vacíe la sala del trono por un simple hombre?

—Uno de suma importancia —declaró Kaadel, sin amedrentarse por el tono suspicaz de la reina—. Uno que ha hecho que espere hasta ser el último que reciba audiencia.

Contestó mirándola directo a los ojos y siendo consciente del resto de la atención que caía sobre él en esos momentos. No titubeó, firme en su posición, y la reina acabó por volverse hacia el rey, pues era él quien podía dar tal orden.

—¿Dices que eres el último? —preguntó, y su voz fue grave.

—Así es, majestad.

El rey no contestó enseguida, observándolo con atención. Luego, enderezó su postura y bajó el brazo.

—Bien, acabemos con esto —murmuró, y ordenó que se vaciara la sala del trono.

El único ajeno a la familia real que permaneció en su sitio fue un hombre vestido con una armadura ligera y cota de malla. Por su pelo cano y las cicatrices que le cruzaban media cara, Kaadel supuso que se trataba del general Aldort.

—Muchas gracias, majestad.

—Más te vale que sea importante.

—Lo es, majestad —aseguró—, pues se trata de Sereg.

De pronto, fue como si todo el reino hubiese enmudecido. La tensión se instaló en la sala del trono como una pesada y gélida capa de hielo. Nadie se movía, y Kaadel presenció cómo la expresión impasible del rey se rompía como la cerámica para dar paso a la más pura perplejidad. Poco a poco, esta se fue transformando en ira.

—¿Qué acabas de decir? —gruñó el monarca, rígido y con la mirada oscurecida por la furia.

Pero Kaadel permaneció impasible y, despacio, se puso en pie. El aturdimiento general impidió que alguien se sintiera ofendido por que dejara de arrodillarse frente a la familia real y él, firme y tranquilo, enderezó los hombros, cruzó las manos a la espalda y miró al rey directo a los ojos.

—Estoy aquí para advertiros de que Sereg está vivo, majestad, y de que, pronto, la guerra de hace cuarenta años volverá a repetirse.

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