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Unión II

Unión

Provincia de Río Correntoso, Las Industrias



El suelo estaba mojado de rincón a rincón. Afuera el sol quemaba la piel y no corría ni una gota de viento, pero allí adentro, por alguna razón, caía una gotera. Al principio, Franco no la había notado, pero ahora el sonido lo perseguía y parecía estar diciéndole «I-diota, i-diota.»

Agotado por la falta de nutrientes, optó por sentarse en el suelo húmedo, apoyó la espalda contra la pared e inclinó la cabeza hacia atrás. Sentía pena, lástima por sí mismo. Había sido tan ingenuo que no era capaz de culpar a Segundo ni a Ofelia por haberlo traicionado. Seguramente, Anastasia también lo habría hecho de haber tenido la oportunidad. Llevaba trece días encerrado en aquel calabozo y en todo ese tiempo lo único que había podido hacer era pensar en todas las cosas que hizo mal.

Las pisadas torpes y sin ritmo de Cornelio se escucharon desde lejos. Franco supo de inmediato que estaba borracho; no era ningún secreto que desde hacía años tenía problemas con el alcohol. El viejo de piel arrugada y contextura delgada se detuvo justo frente a la celda de Franco, lo miró y sonrió.

—¡Que gusto me da verte ahí encerrado como una rata! —Franco prefirió guardar silencio. Se había acostumbrado a las visitas de Cornelio. Estas se repetían a diario, aunque en una ocasión llegó a visitarlo cinco veces en un mismo día—. ¿Qué? ¿No vas a hablar? Pero si nunca cerrabas la boca cuando la situación era al revés —agregó.

—Ya sé que me lo merezco —dijo Franco.

—Te mereces algo mucho peor —opinó Cornelio.

Acto seguido, se bajó el cierre del pantalón y orinó en la celda a través de los barrotes.

Franco cerró los ojos y se los frotó. A Cornelio lo había conocido mucho antes de la anarquía, cuando tanto él como Gaspar se creían en la cima del mundo. ¿Por qué, de todas las personas de su pasado, tenía que ser él quien lo miraba desde el otro lado la de las rejas?

Pero Cornelio no fue la única visita que tuvo ese día. Una chica, joven y demasiado bien vestida para la Unión anunció su llegada con el traqueteo de sus tacones. Venía acompañada por el guardia del pabellón.

—¿Ese es él? —preguntó ella, apuntando a Franco con un dedo. El guardia asintió y ella se volteó para saludarlo con una sonrisa fingida—. Mi nombre es Juliana, soy la secretaria del Comandante de la Autarquía. Un miembro de nuestra división desea tener una reunión contigo.

—¡JA! —rio Cornelio—. Lo único que faltaba —agregó—. Me cago en la justicia de este país.

Juliana lo quedó mirando, entre asustada y con asco. Al notar su mirada, Cornelio le dedicó a la chica un gruñido y un beso, en ese orden. Ella le indicó al guardia que soltase a Franco y se marchó, escandalizada.

Franco tardó más de lo usual en incorporarse. Aún no podía creer que lo estuviesen dejando salir de allí, aunque no estaba seguro si debía alegrarse todavía. La Autarquía lo buscaba, aquello no podía significar nada bueno.

Juliana lo condujo hasta la sala de interrogatorio en el primer piso de la comisaría, allí se detuvo y lo quedó mirando. Esperaba que él hiciera algo, pero Franco no sabía qué.

—Ahí adentro.

Confundido, estiró una mano sudorosa y abrió la puerta de la habitación que indicó Juliana. Solo había una persona allí y lo esperaba sentada detrás de un escritorio y delante de un espejo que cubría toda la pared.

—¿Anastasia? —Ella sonrió—. ¿Qué estás...? —Se detuvo de golpe al notar el grueso parche blanco que cubría la mitad de su cuello—. Me alegra verte.

—A mí también —contestó ella, señalando la silla de enfrente para que Franco se sentase—. Y no te preocupes por el espejo, no hay nadie escuchándonos.

—Me alegra saberlo —dijo él, aunque no le creía—. ¿Qué estás haciendo acá, Anastasia?

Ella bajó la mirada y observó sus propios dedos danzarines.

—Vengo a sacarte de acá —le dijo, al cabo de un instante.

—¿Significa eso que tú estás bien?

—Estoy bien. —Movió la cabeza de arriba abajo—. A salvo, por fin.

—Veo que tienes un nuevo tatuaje —dijo Franco, señalando el parche. Anastasia puso una mano sobre él.

—Me aceptaron en la Autarquía —le contó.

Franco sonrió.

—¿Cómo lo hiciste?

Anastasia tenía la cabeza tan agachada que su mentón estaba a punto de tocar su pecho.

—No estoy orgullosa de lo que hice —comenzó—, pero no tuve otra opción. Les di el experimento de papá a cambio de que me aceptasen. Intenté que lo hicieran por mi música, pero tenías razón, era imposible.

—Es una lástima.

Anastasia alzó la vista y clavó los ojos en los de Franco.

—Hay una cosa más que tengo que hacer —dijo—. En realidad, algo que tú tienes que hacer.

—¿Por qué tengo que hacerlo yo?

—Porque si aceptas vas a poder unirte a la Autarquía conmigo.

Franco rodó los ojos y se pasó una mano por toda la cara. Hacía tan solo un par de días atrás habría hecho cualquier cosa con tal de entrar a la Autarquía. En aquella oportunidad ya no estaba tan seguro.

—¿Qué tengo que hacer?

—Ellos quieren un pequeño favor de tu parte —dijo Anastasia—. La Autarquía no quiere poner a su gente en peligro, por lo que prefieren hacer la modificación en voluntarios de otras divisiones primero.

—O sea que quieren intentarlo en mí.

—En ti... —comenzó Anastasia—, y en todos los miembros de la Unión que quieran ofrecerse como voluntarios. Tal vez, tú puedas convencerlos.

Franco la miró, incrédulo.

—¿En qué momento creíste que yo aceptaría algo así? —preguntó—. No me voy a convertir en la rata de laboratorio de la Autarquía solo para que me dejen dormir en una de sus camas.

—¡No va a ser así! —exclamó Anastasia—. Tendrás todos los derechos y beneficios que el resto de sus miembros cuando la modificación esté lista, y tú tendrás la oportunidad de elegir el gen que quieras. Tienen que cumplir su palabra porque yo soy la única persona con acceso a los códigos genéticos. Si me fallan, no habrá modificación para nadie, y créeme que eso no es lo que quieren.

—¿Y los demás? ¿Ellos también podrán elegir el gen que quieran?

—No. Sus genes serán asignados al azar, pero igual tendrán la opción de quedarse en la Autarquía si participan del ataque a la Cofradía. Ese es el punto, al fin y al cabo.

—¿Van a atacar a la Cofradía? —preguntó Franco —. ¿Qué pasó con la Inquisición?

—La Inquisición fue derrotada. Solo una persona sobrevivió y está ahora con nosotros.

Franco rió. Tal como lo había imaginado, la Autarquía iba a ganar después de todo.

—¿Sabes qué es lo más gracioso de todo esto? —le preguntó Franco, de repente—. Que Gaspar me envió a la Cofradía para que te salve, pero resulta que tú eres la que me está salvando a mí.

—¿Significa eso que lo vas a hacer? ―Él se limitó a responderle con una mueca indecisa—. Franco, esta modificación no será fácil de conseguir. —Sus ojos oscilaban de Franco al espejo—. No será barata

―Lo sé.

—Tú trabajaste con mi papá por mucho tiempo, debes saber con certeza cosas que yo solo puedo adivinar —continuó ella, haciendo caso omiso de su comentario y sus ojos seguían desviándose hacia el espejo—. Estamos modificando el ADN —agregó—, nuestros genes.

Franco rio.

—¿No sabías eso con certeza? Entonces, ¿qué le vendiste a la Autarquía para que te aceptaran?

Anastasia también rio, pero lo suyo parecía más una risa nerviosa que una genuina. ¿Qué intentaba decirle?

—Sí lo sabía, es solo que... es difícil de creer —dijo—. Tengo que irme Franco. Tienes hasta mañana para pensarlo.

Se levantó de la silla y caminó hacia la puerta tan lento como se lo permitieron sus pies. Una vez que se encontró junto a la salida, lo volvió a llamar. Sus ojos brillaban con una luz diferente, esperanzada.

—¿De verdad te envió Bastián para que me cuides? ¿O solamente estabas buscando la contraseña de la tarjeta? Ahora sé que era la que escribió sobre la foto de nosotros dos.

—Él me envió —dijo Franco—. Y cada día que nos vimos, me preguntó por ti. 

Anastasia sonreía, pero sus ojos se habían bañado en lágrimas.

—Es una lástima, pero no puedo creerte. —Suspiró—. Por favor, Franco, toma la decisión correcta mañana. Si no tenemos a nadie más en este infierno en el que nacimos, al menos nos vamos a tener el uno al otro. No sé si la fuerza estará en los números, pero yo ya no quiero luchar sola, y algunas cosas nunca cambian.

Franco asintió con el estómago hecho un nudo. Aún quedaban motivos por los que luchar, solo que él no merecía tan grata recompensa.

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