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Unión I

Unión

Provincia de Río Correntoso, Las Industrias



Todas las mañanas el despertador le recordaba que no podía existir un peor sonido que el «tic-tic-tic» que anunciaba la hora de levantarse; especialmente si aún era de noche y él solo había dormido un par de horas. Para muchos de sus compañeros de trabajo, el tener que despertar a las seis de la mañana para ponerse a trabajar hasta que llegase la hora de volver a la cama era un hábito. Ellos mantenían la misma rutina desde que tenían memoria, mucho antes de que la anarquía comenzara, y no parecían extrañar la luz solar o el tiempo libre. Ni siquiera les importaba tener que hacer lo mismo día tras día, tras día...

—Cuando la anarquía comenzó —contaba Josefino, uno de los trabajadores más antiguos de la fábrica de herramientas, que llevaba trabajando allí desde los dieciocho años. Había comenzado como un simple reponedor, pero a los veintidós ascendió a soldador y a los veintisiete se convirtió en supervisor de soldaduras. Desde entonces no había dejado su puesto, ni siquiera cuando comenzó la anarquía y dejaron de pagarle su sueldo—, yo solo temí que fuera a perder mi trabajo —les dijo—. Yo ya sabía que casi todo el país estaba en huelga, pero yo me levanté igual y me vine a trabajar —agregó, llevándose a la boca una gran cucharada de sopa. Aún quedaban restos de grumos mal disueltos en el agua, pero él parecía disfrutar del sabor—. Ese día recibimos una carta del dueño diciendo que no tenía plata para pagarnos, así que estábamos todos despedidos, pero yo le dije: «No, señor. Nuestra provincia siempre se ha encargado de abastecer al resto del país. Sin nosotros, se nos muere toda la población. Incluso si tengo que hacerlo gratis, seguiré trabajando por mis hermanos Trovianos, entonces sabré que hice bien mi trabajo». Uno tiene que ser agradecido con sus jefes —añadió—. Ellos son los que te dan la oportunidad de trabajar, en primer lugar.

Josefino no era el único que pensaba de esa manera. Muchos de los que trabajaban en aquella fábrica habían decidido seguir con sus labores, incluso tras dejar de recibir salarios.

—No lo hacemos por el dinero —explicó otro—. Lo hacemos porque es lo que hemos hecho toda la vida.

—Yo no sabría en qué gastar mi día si no viniera a trabajar —agregó un tercero.

Varios se percataban del abuso que las otras divisiones ejercían sobre la Unión, y muchos otros ya se habían ido, aunque aquello significase caer en peores manos. Se rumoreaba que la Inquisición no rechazaba a nadie en primeras instancias, pero una vez dentro, sus miembros sufrían destinos atroces e inimaginables. Otros habían sido lo suficientemente ingenuos como para creer que tenían posibilidades de ser admitidos en la Autarquía o la Cofradía si se ofrecían para trabajar en sus estaciones de trenes. Franco también lo había creído por un tiempo, pero le bastó un par de semanas para darse cuenta de que no sería suficiente.

—¿Qué tienes ahí? —le preguntó Mauricio, uno de sus compañeros de departamento, e indicó con su sucio dedo índice al cuello de Franco. Él se apresuró a limpiarse con la manga de la camisa.

—Seguro es tierra —afirmó. La noche anterior había tenido que dejar el Éxodo tan de prisa que no alcanzó a borrarse por completo la X antes de ponerse el maquillaje cobertor sobre la U y hacerse pasar por neutro.

No muchos de sus colegas conocían las labores extras que Franco realizaba cuando no se encontraba en la fábrica. Los que tenían una vaga idea de por qué siempre estaba yendo al Éxodo y a la Cofradía desconfiaban de él, como si estuviese traicionando a la Unión por visitar a otras divisiones. Tal vez, tenían algo de razón, pues lo único que Franco deseaba era poder irse a otra provincia y dejar Río Correntoso para siempre. Durante años, intentó convencerse a sí mismo de que ocultaba su verdadero tatuaje para proteger a la Unión y a sus miembros. Sin embargo, ahora que estaba tan cerca de cumplir sus objetivos, podía admitir con libertad que le avergonzaba llevar tatuada una U azul en el cuello.

En varias ocasiones, había tenido que mentirles a sus superiores para que lo dejasen salir, pero aquel día había tanto revuelo que nadie se dio cuenta en qué momento se cubrió el cuello con una bufanda y tomó un tren hacia la aduana. Franco no podía perderse de un día como aquel, en el que solo se hablaba de una cosa: el ataque a la Inquisición.

Debido a que la Unión tenía más población que las otras dos divisiones, ellos se quedaron a cargo del cuidado de la Aduana. Aquello significaba para Franco que podía moverse de un lado al otro del país con mayor libertad. Lo viese por donde lo viese, aquel era el día perfecto para llevar a cabo su plan de buscar la tarjeta e irse con Anastasia a la Autarquía. Pero antes, necesitaba comunicarse con Segundo.

—Pásale esta nota —le dijo Franco a Vicente, un adolescente pecoso de la Unión, a quien le había tocado cuidar el tren de la Autarquía. Su padre tenía uno de los puestos más altos en la fábrica de alimentos—. No le digas nada, solo entrégasela. Y no dice nada importante, así que no pierdas tu tiempo leyéndola.

—¿Por qué no vas y se lo das tú mismo?

—Porque tengo que ir a otro lugar antes. —Aquella no era la única razón, pero Vicente no tenía por qué enterarse de que le habían prohibido el acceso a la Autarquía.

Pese a lo arriesgado que resultaba pasearse por Tierra Nueva de día, partió al Éxodo con el primer tren. Aprovechó el viaje para cubrirse el tatuaje de la Unión y dibujarse una X. Sus manos temblaban tanto que, más que letras, parecían dos serpientes verdes y gordas. Las ansias de verse a sí mismo sosteniendo la tarjeta no lo dejaban tranquilo.

Le habría gustado apoderarse de ella en cuanto la vio en el pantalón de Ofelia, pero no había tenido la oportunidad. Los amigotes de Bárbara nunca dejaron su habitación y cuando terminaron de registrarla, él ya tenía que irse a la Cofradía. Sin embargo, estaba seguro de que no la habían encontrado, puesto a que no dieron señales de haberse topado con algo fuera de lo común.

Sus sospechas se confirmaron cuando llegó a la planta y se encontró con los Bull Terrier. Los mismos borrachos de siempre, ahogándose en sustancias tóxicas detrás de una densa capa de humo, cubiertos en vomito y pis. Franco se abrió paso entre ellos hacia la habitación de Ofelia y Gaspar: cuatro paredes polvorientas a punto de colapsar. La tarjeta debía seguir allí. Tenía que estarlo o él y Anastasia estaban jodidos...

El solo hecho de pensar en Anastasia le daba dolor de estómago. ¿Habría sido capaz de abandonar a su padre e irse a la aduana? Franco aún recordaba la sorpresa que se llevó cuando entró al laboratorio y lo vio, hecho un bulto, dentro de una pequeña jaula.

—¡Sácame de aquí! —le ordenó Dimitri, con voz ronca e intentando en vano mover los barrotes—. ¡Hey, despierta! ¡Te dije que me saques de aquí!

—¿Qué pasó?

—¡Eso no importa! —bramó Dimitri, azotando los barrotes una vez más—. ¡Solo apresúrate en sacarme!

—¿Dónde están las llaves? —preguntó Franco, demasiado confundido como para pensar con claridad.

—Creo que las tomó Anastasia. —Franco alzó las cejas.

Sin decir palabra alguna, salió del laboratorio y se dirigió hacia el pasillo donde Anastasia seguía sentada. Los gritos de Dimitri se escuchaban desde lejos.

—¡No te atrevas a irte de acá sin ayudarme! ¡Tú fuiste parte de esto tanto como yo! ¡Se te olvida que tú los trajiste! —Franco lo ignoró.

—Mamá murió —explicó Anastasia, antes de que él pudiese hablar—. Y ahora lo quería intentar conmigo, por si esta vez salía bien. ¿Te das cuenta de cuánto necesito a Bastián?

—Te prometo que mañana.

Pero Gaspar parecía haberse esfumado del planeta tierra.

—Todavía no entiendo por qué se fue —le dijo Franco a Anastasia al siguiente día. Ella todavía tenía los ojos rojos e hinchados, pero llevaba un rato en completo silencio—. Dijo que quería verte.

—No necesitas hacerme sentir mejor, ya no estoy pensando en él. Estoy pensando en qué hacer ahora.

—¿A sí?

—Me voy a la Autarquía. Ya nada me amarra a esta división.

—No sé si vayan a aceptarte —la interrumpió él, sintiéndose horrible por desmoronar su pequeño plan—. Ya no aceptan a nadie que no sea absolutamente necesario para la división.

—Bueno —dijo Anastasia, frunciendo el entrecejo—, yo soy el mejor músico del país. Seguro necesitan a alguien para crear nuevas canciones.

—Hasta dónde yo sé, están buscando profesiones específicas y no hay músicos en esa lista.

Ella se fregó los ojos.

—Tengo otra idea, pero...

—Tal vez yo te pueda ayudar —dijo Franco, distraídamente. Aquella era la primera vez en toda la noche que recordaba la tarjeta—. Pero tienes que confiar en mí.

Anastasia asintió con la cabeza, luego bajó la mirada hacia su ombligo.

—Hay otra cosa que quería preguntarte —dijo, armándose de valor—. ¿Qué debería hacer con papá? No puedo dejarlo acá encerrado, pero tampoco podría...

—Es tu decisión. ¿Quieres que viva?

Lo dudó antes de contestar.

—Creo que prefiero no saber.

Franco asintió. Sabía perfectamente a quien acudir por ayuda.

—Este es un mapa de la aduana —le dijo, entregándole una sucia servilleta llena de garabatos—. Y esta llave —agregó, separándola de las otras nueve que colgaban del llavero. Anastasia la tomó y la quedó mirando—, es de una vieja oficia en la aduana. No es la gran cosa, pero hay un sillón que te permitirá dormir cómoda, y un baño. —Prefirió omitir que llevaba años estancado—. Espérame ahí, hasta que yo vaya a buscarte.

Sin embargo, todo su plan dependía de la tarjeta, así que Franco estaba dispuesto a levantar cada baldosa si era necesario con tal de descubrir su paradero. Primero se dirigió a las esquinas y con su mano tanteó los rincones más oscuros. Luego se dedicó a inspeccionar las paredes y el piso, por si había alguna tabla suelta o ranura donde Ofelia la pudiese haber escondido. Por último, se aceró a un montón de escombros e intentó meter la mano por el pequeño agujero que se había formado entre las rocas. No lo logró así que se tendió en el suelo y miró a través de él con su ojo real.

Le costó un minuto adaptarse a la oscuridad, pero un objeto brillante captó su mirada. Era la tarjeta, no cabía duda. Dado que su mano no cabía por el agujero, sacó una a una las pesadas rocas que la cubrían. Procuró hacerlo con sumo cuidado de que ninguna callera sobre la tarjeta y la partiera en dos. En tres ocasiones, casi dejó caer las rocas por culpa de sus manos temblorosas. Después de tantos años tras ella, le costaba creer que se encontrara a unas cuantas piedras de conseguirla. Una vez que sus dedos hicieron contacto con la fría superficie del plástico, y pudo extraerla del agujero, su mano estuvo completa al fin.

«Esta es.»

La tarjeta era delgada y frágil, tan brillante como el oro y más suave que la seda. Antes de guardarla en el bolsillo delantero de su pantalón, extrajo de él otro objeto igual de importante: una fotografía de Anastasia y Gaspar en el centro comercial, con cuatro números escritos sobre el rostro de su amigo. Sacó la cinta adhesiva de uno de sus pinceles rotos y lo utilizó para juntar ambos objetos. Seguramente, Gaspar había dejado la tarjeta con Ofelia y la contraseña con Anastasia asumiendo que ellas dos nunca se encontrarían. Pero olvidó considerar a Franco en la ecuación.


Ofelia se encontraba en el pabellón más remotos de la planta nuclear. Cuando ésta aún funcionaba, se lo conocía como el pabellón de los ladrones. Allí solían encerrar a los criminales de Punta de Luz antes de derivarlos a una cárcel real en otra provincia. No pertenecía a la planta nuclear, pero ambos edificios eran aledaños y hacía unos años habían construido pasadizos para unirlos.

—¿Ofelia? —preguntó Franco, su voz hizo eco en las paredes.

Ofelia no respondió, pero Franco la notó asomarse por la ventanilla de una de las puertas. Esta se encontraba tan arriba que solo se le veían los ojos.

—¿Cómo entraste? —le preguntó ella, a medida que Franco se le acercaba.

—Le pedí permiso al tipo que está en la puerta.

Ofelia frunció el ceño.

—¿Qué haces acá?

Franco tragó una gran bocanada de aire antes de responderle. Había estado tan pendiente de su plan que había olvidado ponerse ropa más adecuada para el Éxodo y ahora sudaba como puerco.

—Vengo a hablar contigo —le dijo, al fin.

—¿Sobre qué?

—Sobre la tarjeta —dijo Franco, intentando no ceder ante la mirada acusadora de Ofelia—. Yo la tengo.

Ofelia soltó una risita y negó con la cabeza

—Y yo que pensaba que te caía bien.

—Me caes bien —respondió él y avanzó hasta toparse con la puerta—. Eres la única persona que me hace reír.

No mentía, pero aquello no significaba que confiase en ella.

—¿Entonces estas acá para ayudarme?

—Eso depende.

—¿De qué? —Ofelia miraba a Franco con los ojos entrecerrados y la cabeza ligeramente ladeada. Cada tanto daba pequeños saltitos para poder verlo mejor.

—Voy a unirme a la Autarquía esta noche, Ofelia. Para eso tomé la tarjeta. —Ofelia alzó las cejas. Lo miraba con una rigidez que Franco nunca había visto en ella—. Tú puedes venir conmigo. De hecho, necesito que lo hagas.

—No quiero dejar el Éxodo.

—El Éxodo no durará mucho tiempo, Ofelia. El país está cambiando, y va a cambiar más cuando le entregue la tarjeta al Comandante de la Autarquía. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo. Te encerraron por un crimen que no cometiste cuando se supone que en el Éxodo todos somos libres de seguir nuestras propias reglas.

—Gaspar tuvo la culpa de que me encerraran —dijo ella, bajando la mirada—. Él debió convencer a Bárbara de que yo maté a Rodrigo, porque ella asegura haberme visto salir aquella noche. No sé cómo lo hizo, pero Gaspar me tendió una trampa.

—Precisamente de él tenemos que hablar. Bueno, no de él. —Suspiró—. De su hermana.

Ofelia alzó la mirada con tanta rapidez, que le recordó a un gato.

—¿Qué pasa con su hermana?

—Está sola y en peligro. Necesita escapar de donde está y, para eso, nos necesita a nosotros dos. Si tú la ayudas a ella, yo te ayudaré a ti.

—¿Qué tengo que hacer?

—Nada difícil. No para ti, al menos. —Sonrió—. Su padre hizo algo horrible, algo monstruoso...

—Quieres que lo mate —concluyó ella.

—No solo a él —agregó Franco—. A todos los que se encuentran en el laboratorio con él.

—¿Y después?

—Y después, puedes venir con nosotros.

—No puedo —dijo ella—. Tú lo sabes.

—Entonces, quedarás libre de hacer lo que quieras.

Pero Ofelia no se veía satisfecha, más bien, lucía pensativa.

—¿No te da miedo soltarme y que yo te mate a ti para quedarme con la tarjeta?

—Sí —dijo Franco. La verdad era que no lo había pensado—. Estás en todo tu derecho de negociar. Es solo que pensé que, estando encerrada, querrías mi ayuda. Pero tienes razón, es muy arriesgado.

Se dio la media vuelta y se marchó. Ya había caminado medio metro cuando Ofelia lo llamó.

—¡Espera! —Él se giró sobre los talones para mirarla, pero no le dijo palabra alguna—. Sí quiero salir —agregó, sus ojeras eran más notorias que nunca—. A veces se me acerca tanto que la siento tocarme, y ya no se calla. —Dejó de hablar repentinamente, luego agregó sonriendo—. Es agradable escuchar otras voces.

Franco regresó sobre sus pasos.

—¿Tienes algún arma contigo?

—No, me las quitaron todas.

Le costaba creerle, así que optó por echarle un vistazo al interior de su celda. Ofelia solo traía puesta una camiseta blanca, ropa interior y calcetines.

—Antes de que te saque... —dijo Franco, mirándola fijamente a los ojos para examinar cada uno de sus movimientos—, tienes que prometerme algo.

—¿Qué?

—Que no dañarás a la hermana de Gaspar. Ella no es la culpable de la muerte de Maximiliano, ni de ninguno de los actos de Gaspar. Es más, él también la abandonó a ella. Nunca llegó a verla.

—No me extraña, es un egoísta.

—¿Puedo confiar en ti, entonces?

Ofelia tardó unos instantes en responder.

—No le haré daño a la hermana de Gaspar —dijo, al fin—. Lo prometo.

Franco observó su mirada por un largo rato. Estaba tan vacía que resultaba difícil saber si decía o no la verdad. Optó por creerle.

—Espera aquí —le dijo, entonces. A continuación, regresó a la entrada, donde Diego, —uno de los miembros más recientes de los Bull Terrier y un adulador de Bárbara—, se encontraba de pie vigilando el pabellón.

—Hola —le dijo—. Tengo que llevarme a la prisionera. Bárbara la necesita.

—Qué raro —dijo Diego—. A mí no me dijo que alguien vendría a buscarla.

Franco tragó saliva. Diego no era tan estúpido como se veía.

—No tuvo tiempo. Van a atacar a la Inquisición, todos se están yendo muy de prisa.

—¿Es por lo de las armas?

—Sí ―dijo Franco, algo aturdido―. ¿Qué más sabes de eso?

—No mucho. Todavía no encuentran el cadáver de Rodrigo así que la bodega sigue cerrada. Todo por culpa de la pendeja esta —explicó, camino a la celda de Ofelia—. Y han intentado todo para abrirla, pero nada da resultado. —Con manos temblorosas, introdujo la llave en el orificio y abrió la cerradura—. ¡Para atrás! —gritó y empujó la puerta, centímetro a centímetro.

Ofelia emergió de las sombras arrastrándose por las paredes. Antes de que Diego pudiese cerrar la puerta de la celda, Franco le dio una patada en la espalda con la intención de meterlo dentro y dejarlo encerrado, pero el guardia chocó contra el marco y se dio la media vuelta. Se llevó una mano a la cintura en busca de su arma, pero Ofelia fue más rápida. Se lanzó sobre él como un animal y lo golpeó en la cabeza con una roca hasta dejarlo inconsciente.

—Me dijiste que no tenías ningún arma —dijo Franco, ofendido y aliviado al mismo tiempo.

—Mentí —respondió Ofelia, incorporándose. Miraba a los ojos de Franco sin pestañear.

—¿Mentiste también sobre la hermana de Gaspar?

—No —se apresuró a decir. Sin embargo, sus ojos se desviaron hacia un costado.

Por un momento, Franco creyó que miraba a alguien más.

—¿Ofelia?

Ella se volvió hacia él, dando un pequeño saltito.

—Necesito otra ropa —dijo, entonces—. No soporto toda esta sangre.

Franco la observó desvestir a Diego y tomar todas sus pertenencias, incluso sus municiones. Tal vez, había sido un error soltarla.

Una vez en el tren, le explicó a Ofelia todo el plan. Le tapó la X con maquillaje y dibujó sobre ella la C de la Cofradía. No se parecía al tatuaje real; era opaco y tenía un tono anaranjado que no pudo arreglar.

—Perfecta —mintió él.

En el peor de los casos, se darían cuenta de que era falso y volverían a encerrarla. Por momentos, se encontraba a sí mismo deseando que así fuera.

Ya no quedaba nada para que llegaran a la aduana. Su corazón parecía estar a punto de quebrar sus costillas, y cada dos segundos, ponía su mano sobre la tarjeta para verificar que seguía allí. No le asustaba que el plan saliese mal, le asustaba tener que entregársela a otra persona y alejarse nuevamente de ella. Tal vez, solo tal vez, sería mejor no encontrarse con Segundo. Tal vez, debía conservarla y usarla para su propio beneficio.

La aduana apareció frente a sus ojos en cámara lenta. Estaba decidido. Se encontraría con Anastasia y ambos regresarían a la Unión. Allí, él se convertiría en el nuevo dueño de todas las fábricas. El país entero dependería de él.

—¡Lo encontramos! —En cuanto las puertas se abrieron, cuatro hombres se abalanzaron sobre él, lo sujetaron de manos y pies para que no pudiera moverse, y lo registraron de pies a cabeza. Sonia apareció detrás de ellos, sonriendo. Franco, presa del pánico, miró a ambos lados del tren. Ofelia ya no estaba.

—Busquen bien —dijo Sonia—. Tiene algo que es mío.

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